El hombre que quería comprar la Torre Eiffel

André Poisson era un hombre cargado de buenas intenciones. Por algo tenía nombre de inocentada, pues nuestro 28 de diciembre es en Francia el poisson d'abril. Sabía que como industrial chatarrero no le sería fácil pasar a la Historia, pero exactamente eso es lo que pretendía. Y cuando, una mañana de la primavera de 1925, fue convocado por el Director General Adjunto del Ministerio de Correos y Telégrafos a una reunión de carácter confidencial en una suite del selecto Hôtel de Crillon de París pensó que su gran oportunidad había llegado.

Otros cinco empresarios del sector asistían a la reunión en la Plaza de la Concordia. Poisson, relativamente nuevo en esas lides, miraba a sus colegas de reojo, mientras escuchaba con atención a su interlocutor. «Caballeros, les he citado aquí por la naturaleza altamente reservada del asunto que quiero poner en su conocimiento», explicó el alto funcionario de nariz prominente, bolsas en los ojos y una característica cicatriz en el pómulo izquierdo. «Me refiero a la Torre Eiffel. El Gobierno no puede seguir soportando sus gastos de mantenimiento y ha decidido venderla».

Poisson no pudo evitar una fuerte subida de su nivel de adrenalina, pero el asunto no le cogía de nuevas. Había leído en los periódicos artículos recientes al respecto. La torre había sido construida como símbolo de la Exposición Universal de 1889 sin pretensión alguna de que se convirtiera en una estructura permanente. Su falta de sintonía estética con el resto de los grandes monumentos de París había suscitado todo tipo de polémicas y desde 1909 se venía especulando con su inminente desmantelamiento y traslado. Pero el tiempo había ido pasando y el problema seguía ahí, cada vez más gravoso para el erario.

Según el Director General Adjunto, su ministro había dicho «¡basta!» y había optado por una fórmula de subasta restringida para no desatar las iras de los modernistas: el que ofreciera una cantidad mayor se quedaría con la torre y podría hacer con ella lo que quisiera. Acto seguido les invitó a que le acompañaran a examinar el género. Un lujoso automóvil con banderín oficial y circunspecto chófer uniformado les trasladó hasta el pie mismo de la gran mole de hierro. Allí el hombre de la cicatriz en el pómulo les explicó que la torre estaba compuesta de 15.000 piezas desmontables y les hizo ver el alto valor ornamental de muchas de ellas. Desde ese mismo momento Poisson se prometió a sí mismo que aquel descomunal mecano muy pronto sería suyo.

Ofreció un millón de francos y a los pocos días supo, alborozado, que había ganado la subasta. Tenía que pagar de forma anticipada una cuarta parte del total mediante un cheque bancario que el Director General Adjunto recogería en persona en el mismo Hôtel de Crillon. André Poisson se disponía ya a formalizar el trato cuando su esposa le instó a que aclarara antes algunos detalles de la operación. Llamó al alto funcionario al número incluido en la tarjeta de visita que le había entregado y como quiera que éste detectara algunas señales de recelo en sus preguntas, le propuso enseguida una nueva reunión cara a cara.

Al cabo de unos breves circunloquios el cargo ministerial comenzó a lanzarle indirectas nada equívocas sobre lo escaso de su sueldo y lo elevado de sus gastos familiares. En lugar de levantarse indignado de la mesa, André Poisson reaccionó con la seguridad de quien acaba de comprobar que pisa tierra firme: aquel hombre era un funcionario corrupto que estaba pidiéndole una comisión para engrasar mejor los goznes del negocio. O sea, lo de siempre. A partir de ahí fue muy fácil culminar el acuerdo. El comprador se sintió reafirmado en sus intenciones -no iba a ser un poco más de dinero, por muy inmoral que fuera su destino, lo que iba a impedirle cerrar el anhelado trato- y en cuestión de minutos unos cuantos miles de francos en billetes pasaban al bolsillo derecho del director general adjunto mientras el talón conformado se alojaba en el izquierdo.

Cuando al día siguiente André Poisson se puso en contacto directo con el ministerio para preparar la logística del desmontaje y traslado de la Torre Eiffel, preguntó por el Director General Adjunto y descubrió que ni siquiera existía un puesto con esa denominación. Victor Lustig, el rey de los estafadores, el hombre de la cicatriz en el pómulo izquierdo, llevaba ya unas cuantas horas en un tren rumbo hacia su Centroeuropa natal, compartiendo risas y bebidas con su habitual cómplice Dan Collins, pues no era otro el circunspecto chófer uniformado.

Esta historia pasó pronto a formar parte de la antología del timo y sirvió para construir la leyenda de Lustig, un hombre capaz de engañar al mismísimo Al Capone, aunque acabara dando con sus huesos en el penal de Alcatraz. Un libro publicado en los años 60 -The man who sold the Eiffel Tower- y múltiples relatos periodísticos han contado lo ocurrido desde su perspectiva. Pero nadie se ha preocupado hasta ahora en analizar el punto de vista de su víctima, cuando es el que compendia los elementos esenciales de la mayoría de los grandes fiascos protagonizados por empresarios y gobernantes de todas las épocas; categoría en la que, por supuesto, incluyo el proceso de negociación de Zapatero con ETA.

El primer ingrediente de la disposición de Poisson a ser engañado era la idealización del propósito. Tanto darle vueltas durante años, el asunto -¿qué hacemos con la Torre Eiffel?, ¿cómo resolvemos lo de ETA?- había alcanzado una dimensión casi sobrenatural, haciéndolo digno de los mayores empeños y los más nobles compromisos.

El segundo resorte que entra en funcionamiento es la desmesura en la autoestima, el adanismo político, el sentido de la competitividad elevado a la categoría de narcisismo y megalomanía. Espejito, espejito... ¿Quién es el industrial chatarrero con mayor visión de futuro de París? Muchos son los llamados, pero uno sólo será el elegido. Treinta años de democracia comprimidos en una especie de subasta virtual. Allí donde fracasaron nada menos que Suárez, González y Aznar, es donde ha visto Zapatero su oportunidad de alcanzar la posteridad, poniendo más carne en el asador de acuerdo con la divisa de Danton: primero la audacia, después la audacia y finalmente la audacia.

Ya tenemos a la víctima presta a picar en el anzuelo. Es el momento en el que entra en juego el espejismo de los sentidos como sucedáneo del verdadero contacto con la realidad. Los informes de Eguiguren, las confidencias de Imaz, las misivas de Otegi, las fotos «avanzadas a su tiempo» de Gemma Zabaleta con Jone Goirizelaia... Zapatero estaba tan dispuesto a fijarse sólo en lo que quería escuchar -que ETA tenía decidido renunciar al terrorismo- como el señor Poisson a descubrir oportunidades de reciclaje en su visita guiada a la Torre Eiffel. Empiezas diciendo que «el concepto de nación es algo discutido y discutible» y hasta Jack el Destripador te termina pareciendo «un hombre de paz».

Sólo quedaba el último empujón: el de la tasa de la vergüenza. El desconcierto del presidente tras el atentado de Barajas es equivalente al del atrevido inversor cuando su mujer le hace dudar de la sinceridad del alto cargo: aquí puede haber gato encerrado, tal vez las cosas no son como parecen, quizá aún estemos a tiempo de dar marcha atrás... Y en ambos casos el impasse se quiebra cuando el timador o su entorno exigen completar el precio ya acordado con la mordida, con la comisión, con el IVA de la infamia. Es la prueba del algodón de que el negocio va de veras. Nada autentifica tanto al funcionario ministerial como que sea corrupto. Es el chantaje de De Juana lo que demuestra que estamos bien cerca del corazón de ETA.

Y frente a esa coacción, la ética mediterránea y el masoquismo político han reaccionado diciendo que el que algo quiere algo le cuesta, que no hay parto sin dolor, que no se pueden hacer tortillas sin romper algún huevo y que para coger peces no hay más remedio que mojarse el culo. Ergo, mandemos al monstruo a casa.

Ante el Comité Federal del PSOE, Zapatero fundamentó su decisión sobre De Juana en «el valor supremo de la vida», pero luego bifurcó ese postulado de forma contradictoria. Por un lado desarrolló un innovador concepto de «humanitarismo» orientado a guarecer a un asesino múltiple frente a su derecho al suicidio -¿qué hacemos entonces con la eutanasia, señores progresistas?- e incluso a imponer al Estado la obligación de ceder a sus demandas, llevando hasta la más absurda paradoja ese supuesto absolutismo vitalista. Por el otro presentó la excarcelación de facto como un modo de proteger no la vida de De Juana sino la de quienes pudieran a estar en el punto de mira de ETA, dando a entender así que la única manera viable de combatir el terrorismo es plegándose a sus pretensiones.

Si en pura lógica democrática ninguno de estos dos caminos conduce a ninguna parte -luego emprendió el aún más absurdo viaje de hacer un proceso histórico a la blandura de los gobiernos de Aznar- es porque son meras ocurrencias destinadas a enmascarar el verdadero móvil del presidente. No es que Zapatero haya reanudado las negociaciones con ETA y esté cumpliendo, como aseguró ayer Rajoy, una de sus cláusulas secretas. Se trata de algo aún peor, pues lo que está pagando es un peaje a cuenta, una especie de gravamen voluntario mediante el que aspira contribuir a relanzar el proceso.

Zapatero está haciendo méritos ante ETA y, aunque transmitiera con antelación a la izquierda abertzale el contenido de su gesto explicitando sus expectativas de reciprocidad -aún no satisfechas, por cierto-, todo tiene una raíz psicológica más profunda. Como es posible que ni el propio presidente sea consciente de la gravedad de lo que le pasa, merece la pena invitarle a diseccionar el asunto a través del capítulo XV del Libro Segundo de los Ensayos de Montaigne titulado De cómo nuestro deseo se acrecienta con la dificultad.

«El precio da valor al diamante, la dificultad a la virtud, el dolor a la devoción y la acritud a la medicina», nos dice el señor del torreón lleno de libros. Enseguida pone como ejemplo unos versos de Ovidio: «Si una broncínea torre nunca hubiera/ tenido a Danae encerrada dentro,/ Júpiter no habría hecho madre a Danae». Y una reflexión de Séneca: «El placer de las cosas aumenta precisamente por el peligro que debe ahuyentarnos de ellas». Y el recuerdo de cómo «Flora, la cortesana, decía no haberse acostado jamás con Pompeyo, sin marcarle con sus mordiscos» pues «el dolor es harto más dulce cuando quema y lastima».

«Nuestro apetito desprecia y pasa por alto todo cuanto está a su alcance, para correr tras lo que no tiene», prosigue Montaigne. «Porque prohibirnos algo es hacérnoslo desear». No en vano reconoce Horacio que su amor «sobrevuela lo asequible y persigue lo que huye». Porque volviendo con Ovidio, «lo que está permitido desagrada, lo prohibido nos quema con más fuerza».

Nunca un primer ministro tuvo más fácil consensuar con el jefe de la oposición las grandes políticas de Estado. Desde su aversión congénita al conflicto, Rajoy estaba dispuesto a pactarlo casi todo: la reforma de la Constitución, por supuesto la de los Estatutos, el desarrollo del Pacto Antiterrorista, la política exterior y de defensa... Además, el trauma del 11-M proporcionaba a Zapatero la excusa perfecta para aparcar cualquier promesa electoral que implicara la confrontación y dedicar la legislatura a poner bálsamo en las heridas colectivas. ¿Qué mejor destino podía dar a su talante que comportarse como un estadista apaciguador e incluyente?

Pero enseguida vimos que ocurría lo contrario. Zapatero quería llegar adonde no lo había hecho nadie, su entusiasmo político se embravecía con el vértigo fruto de la proximidad al abismo y cualquiera diría que anhelaba los mordiscos de la fiera como credencial de haber yacido en su gruta. Mientras los acuerdos con la derecha se convirtieron enseguida para él en algo despreciable, de puro asequible, todo lo prohibido le atraía como un imán irresistible.

Zapatero pensó, sigue pensando, que con él llegaba la hora de las grandes transgresiones. Los años que vivimos peligrosamente. Cuanto más peligrosamente, mejor. Por eso ha ido subiendo la trascendencia de la apuesta en paralelo al incremento del rechazo que iba provocando en la España que él considera anticuada y Rajoy sensata. Primero fueron los pactos con Esquerra Republicana, luego la matrimonialización de la unión homosexual, después el caballo en cacharrería del Estatuto de Cataluña, por fin el proceso de paz con ETA. Y el que todo ello fuera innecesario, unilateral y por las bravas era su principal atractivo.

Zapatero identifica hasta tal extremo mérito con dificultad que la escalada de desaires que le ha ido infligiendo ETA -impuesto revolucionario, kale borroka, robo de pistolas, atentado de Barajas...- lejos de disuadirle de su empeño se ha convertido en una cadena de acicates. Y en este contexto el caso De Juana ha tenido el valor de toda prueba suprema dentro de un rito iniciático: ahora sus compañeros de viaje ya saben lo que él es capaz de hacer. A cambio espera que ellos le hagan más llevadero el trayecto que han de recorrer juntos hasta el Eldorado del fin de la violencia.

Cuando André Poisson cayó en la cuenta de que le habían engañado como a un merluzo sintió tanta vergüenza que dio por perdido su dinero y se quitó discretamente de en medio. Victor Lustig volvió poco después a las andadas e intentó venderle el monumento a otro porque, en definitiva, la simulación y la estafa estaban en su naturaleza.

Mucho me temo que ni siquiera el éxito de la espectacular manifestación de ayer, en definitiva la mayor reprobación ciudadana a un presidente en 30 años de democracia al margen de las urnas, haga rectificar a Zapatero. Al contrario, cada pancarta sujetada por un español de derechas, cada grito de un manifestante conservador, cada línea del texto leído por Rajoy supondrá para él un honroso latigazo más que poder exhibir heroicamente en el carné de penitente que presentará la próxima vez que sus delegados se reúnan con ETA y Batasuna. El caso De Juana ha sido, de hecho, su de perdidos, al río. La primera vez que un presidente del Gobierno ha pagado el impuesto revolucionario. Y lo trágico del caso no es que el precio haya sido mayor o menor, más amargo o digerible, gravemente infame o sencillamente injusto, sino que -se ponga como se ponga nuestro fantasioso presidente- la Torre Eiffel no ha estado ni estará en ningún momento en venta.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.