El hombre que siempre estaba ahí

Pedro J. Ramírez (EL MUNDO, 19/09/04).

Tal vez tenga que ver con el hecho de que hace unos años les expliqué a mis hijos lo que fue el nazismo, induciéndoles a leer las dos entregas de su emocionante novela gráfica -así se le llama ahora al cómic- titulada Maus, pero pocas noticias recientes me han alegrado tanto como el retorno como cronista de excepción del dibujante Art Spiegelman con su relato en 10 planchas sobre el 11-S, publicado en el New Yorker y que acaba de editarse lujosamente en España bajo el nombre de Sin la Sombra de las Torres.

Y probablemente será también por eso por lo que mi viñeta favorita es la que refleja el momento en el que la hija del autor -«¡Nadja!»- vuelve la cabeza cuando su padre la descubre sana y salva en un colegio muy próximo a las Torres Gemelas. «Me daba miedo que la escuela se viniera abajo antes de encontrarla», explica el narrador. Y a continuación añade: «Más adelante me dijo que no estaba asustada hasta que me vio allí».

Para quienes no hemos vivido tan de cerca una descomunal tragedia es difícil entenderlo, pero probablemente el aturdimiento de los supervivientes sólo desemboca en la comprensión integral del horror que les rodea cuando en el momento del rescate el rostro de algún ser querido sirve de frontera entre el infierno que se abandona y el paraíso al que se regresa.

Esa es también la conclusión a la que llegué tras escuchar el breve y contenido relato que la presidenta de la Asociación de Víctimas del 11-M, Clara Escribano, y su marido me hicieron el otro día del instante en que ella le vio llegar a él, buscándola entre los hierros desbocados de uno de los trenes de la muerte.«Bueno, pocas mujeres habrán tenido una prueba de amor tan definitiva por parte de su pareja », le dije yo a ella, tratando de despejar con una broma las nubes oscuras que en todo momento envolvían su semblante.

Salíamos del primer debate televisivo sobre la investigación de la masacre, con el que Isabel San Sebastián -a partir de ahora todos los miércoles en Telemadrid- volvía al medio del que la arrojó la furia de un déspota venal, y yo no podía borrar de mi retina ni la tristeza con que esta enfermera del Doce de Octubre apartó la mirada cuando se proyectaron las imágenes de lo que tuvo que vivir hace seis meses, ni la contrariedad con la que movió su cuello, aún magullado, cuando los representantes del PP y del PSOE escenificaron su penúltima gresca estéril sobre si quien mintió fue Acebes o Rubalcaba.

La presentadora estimulaba la polémica y polémica tuvo, pero en el semblante de Clara yo creí ver la desaprobación de la gran mayoría de los españoles a que políticos y periodistas continuemos utilizando como arma arrojadiza nuestras distintas percepciones sobre una tragedia tan tremenda. De ahí la determinación, por lo que a mí se refiere, a no insistir en lo que hicieron o dejaron de hacer los demás medios, en lo que digan o dejen de decir los otros diarios, e incluso a poner mansamente la mejilla inversa si lo que descubramos o aleguemos continúa encendiendo la ira ajena. Peleémonos -colegas, competidores, adversarios e incluso enemigos- por lo que sea, pero no por el 11-M.

En lo que yo insistí e insistiré siempre que tenga oportunidad es en lo que debería ser el mínimo común múltiplo de toda aproximación a la búsqueda de la verdad: establezcamos primero, en la medida de lo posible, los hechos en su integridad y sólo a continuación dirimamos las responsabilidades pertinentes y diagnostiquemos la mejor medicina preventiva para que nada parecido vuelva a repetirse.

Algunos habían decidido ya antes del verano empezar esa casa por el tejado y tenían listas las conclusiones de la Comisión Parlamentaria tras el simulacro de apretada excursión fáctica de las primeras comparecencias. Afortunadamente la indignación de las víctimas, el clamor de la calle y algunas de nuestras revelaciones periodísticas les han hecho rectificar sobre la marcha y como mínimo ahora está garantizado que abordarán un camino intermedio entre lo que deberían hacer y lo que pretendían, con nuevos interrogatorios y más pruebas documentales.

Aunque esté muy lejos de poder emular tanto en autonomía política como en medios materiales y humanos a su homóloga norteamericana, la Comisión del 11-M tiene todavía la oportunidad de salvar los muebles de la dignidad institucional si en esta segunda ronda cumple con la norma elemental de no soslayar ni un solo testimonio que razonablemente pueda aportar una brizna de información al mejor conocimiento de la trama que condujo al estallido de las mochilas en los trenes. Y para ello es imprescindible acabar con la inaceptable dinámica de los vetos de las mayorías a las propuestas razonadas de las minorías. Cuando llegue la hora de votar las conclusiones, que funcione la regla de la mitad más uno. Entre tanto, como en cualquier otro proceso de esa democracia deliberativa por la que aboga, ejemplarizante, ZP, que cada uno aporte sus propuestas y sólo se rechacen las verdaderamente disparatadas.

La comparecencia de los confidentes policiales implicados en el sumario, y muy especialmente la de Rafá Zouhier, se ha convertido desde esta perspectiva en el baremo que finalmente determinará si la Comisión habrá hecho lo que humanamente estaba en sus manos para cumplir con su cometido o si por el contrario preferirá bunquerizarse en la arrogancia partidista de un insípido menú precocinado.

Escuchar a una persona no supone ni dar por verdaderas sus palabras ni considerar limpias sus intenciones. Sólo aceptar que puede saber cosas de interés para la investigación y que existen motivos para intentar interrogarle con la mayor habilidad posible. Por eso se sometió al pertinente tercer grado a Mariano Rubio -«Míreme a los ojos», le dijo el diputado socialista Juan Pedro Hernández Moltó-, a Mario Conde o a Roldán y se obligó a comparecer, por si sonaba la flauta y el traslado en furgón policial desde la cárcel hubiera servido para soltarle la lengua, al imperturbable guardián de los secretos de Gescartera, Antonio Camacho. Es cierto que a Zouhier se le imputan delitos muchísimo más viles, pero le ampara la misma presunción de inocencia que a los antedichos; y en definitiva sólo la conducta impropia de los representantes del pueblo -nunca la de los por ellos requeridos- podrá ensuciar la mullida moqueta que pisan.

Ni rasgándose las vestiduras por la osadía de la potencial afrenta, ni ridiculizando al personaje, ni oscureciéndolo todo mediante la manida técnica del juicio de intenciones, puede negarse la evidencia de que este Rafá Zouhier es el único individuo que habiendo tenido relación directa con los hechos y sus protagonistas principales, asegura estar dispuesto a revelar lo que sabe. Tanto si cumple esas expectativas y cuenta la verdad como si recurre a falsedades que permitan descubrir contradicciones y ponerle en la tesitura de completar su relato, rectificar o quedar por mentiroso, el examen a fondo de sus vivencias sería de extraordinaria utilidad para la Comisión, pues resulta asombroso catalogar la cantidad de episodios clave de cara a la comisión de los atentados en los que este personaje aparece bien como testigo, bien como protagonista.

Cuando Antonio Toro Castro convierte la cárcel de Villabona en una especie de sala de subastas de explosivos en la que etarras e islamistas comparten con miembros de otras bandas delictivas la condición de clientela potencial, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando el susodicho, ya en libertad, pasa de las palabras a los hechos y activa la trama asturiana de sustracción, almacenamiento y expedición de dinamita controlada por su hoy cuñado, Suárez Trashorras, entregando incluso una muestra del género por debajo del mostrador, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando alertada por su confidente, la UCO, unidad de elite de la Guardia Civil donde las haya, decide identificar in situ el epicentro de tan peligroso y potencialmente sísmico negocio y se traslada a Asturias con agentes, bagajes e instrucciones, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando como fruto de una llamada telefónica realizada a su teléfono móvil esa misma UCO logra desmantelar una banda de asaltantes de joyerías, entre cuyos miembros figuraban al menos dos de los luego integrantes del comando de Lavapiés, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando un socio, colaborador y amigo de El Chino, investigado en una trama de narcotráfico en la que se le pincha el teléfono al menos a uno de los que luego trasladarían la dinamita asturiana hasta la casa de Morata de Tajuña, logra que un guardia civil llamado o apodado Pedro le venda armas cortas y largas, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando el mismísimo Chino cierra en un McDonald¿s la transacción en la que adquiere la dinamita asturiana que estallará en los trenes del 11-M, a cambio de drogas y dinero, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando el requetemismísimo Chino almacena y exhibe en su domicilio de Carabanchel esas armas y explosivos, antes o después de la matanza, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando el 13-M el nada benemérito agente Pedro comparte la mariscada de la infamia con el marroquí al que le ha vendido las armas que presuntamente esgrimirá esa misma tarde Rachid Oulad en el video de reivindicación del atentado que oportunamente se depositará en la papelera junto a la mezquita de la M-30 apenas 12 horas antes de la apertura de los colegios electorales, ahí estaba Rafá Zouhier.

Cuando el 19-M, ya detenido y conducido a las dependencias de Canillas, declara delante de su controlador Víctor y de varios policías, que omiten incluirlo en el atestado, cuál es el origen de las armas, ahí estaba -claro está- Rafá Zouhier.

Interrogar a Zouhier de viva voz, escuchando la firmeza o debilidad de sus respuestas, sometiéndole a repreguntas una y otra vez, confrontando sus palabras con las de los mandos de la UCO, no sólo permitiría acumular valiosísima información sobre todas estas encrucijadas, en las que de haber sucedido las cosas de otra manera se habría abortado la masacre. Serviría también para obtener elementos de juicio de cara a dilucidar el misterio más profundo que aún envuelve a los atentados: ¿Por qué y para qué los camellos y rateros de Lavapiés se transforman en los fantoches oportunamente armados capaces de desencadenar la carnicería del 11-M y luego suicidarse en Leganés? Puesto que ya nunca podremos escuchar a El Chino, a El Tunecino o a los hermanos Oulad, oigamos al menos a quien habló reiteradamente con ellos durante esos meses, semanas y días clave en los que tuvo lugar su metamorfosis.

Es tan de sentido común la relevancia de esta comparecencia que sólo el juez Del Olmo debería poder bloquearla o sustituirla por un siempre más pobre y limitado, interrogatorio por escrito.Nadie ajeno al politiqueo partidista entendería que si el instructor de la causa lo autoriza, la Comisión perdiera esta oportunidad única, cuando ha prestado y va a prestar oídos a testimonios infinitamente más remotos y anecdóticos. Debe comparecer Aznar, debe comparecer Zapatero -no tanto por su imaginario papel entre el 11 y el 14 como por sus actuales responsabilidades- y debe comparecer todo aquel que pueda aportar algo sobre el antes, el durante o el después. Es obvio que en esa condición está Rafá Zouhier.

Por eso reitero la pregunta que el miércoles pasado eludió contestarme el viceportavoz socialista López Garrido y envío copia de la misma al Palacio de la Moncloa: ¿Serán, en último extremo, los señores comisionados del PSOE y su flotilla de apoyo capaces de seguir negando esa comparecencia, si los representantes de las víctimas la continúan pidiendo?