El hombre que tenía los pies en un caldero

Churchill no sólo tenía las ideas muy claras en relación a la superioridad del liberalismo económico sobre el intervencionismo sino que poseía el don de explicarlo. Así recurría a la ironía para decir que «mientras el vicio del capitalismo consiste en repartir la riqueza, la virtud del socialismo consiste en repartir la pobreza». O a la procacidad para aclarar que procuraba no coincidir con ningún líder laborista en el urinario del Parlamento «porque en cuanto ven algo grande quieren nacionalizarlo».

Pero la más elocuente de todas sus figuras didácticas fue la equiparación de quien pretende hacer prosperar a un país subiendo los impuestos con un hombre que está metido dentro de un caldero y trata de levantarlo tirando de su asidera. Ese hombre es hoy Rajoy, un gobernante que –como demostré hace dos semanas– está aplicando una política fiscal más confiscatoria que la del programa de Izquierda Unida, tras haber ganado las elecciones gracias a la presunción de que haría exactamente lo contrario y repetiría el «milagro» económico de los años de Aznar.

Al comportarse así, Rajoy lleva camino de convertirse no en un gobernante al servicio de los ciudadanos, sino en la personificación de una clase política insaciable y de un Estado sobredimensionado cuyo peso impide el despegue del caldero. Esto no sería ninguna broma ni siquiera en momentos de relativa prosperidad porque el caldero es el PIB –o sea el patrimonio de todos nosotros– pero adquiere visos de tragedia cuando empieza a llenarse de herrumbre al cabo de seis años postrado en el fondo del pozo. Y como acaba de advertir Gabriel Elorriaga, de nuevo la voz de la conciencia del PP, «ningún país ha salido nunca de una crisis aumentando la presión fiscal».

Por mucho que alardee de sus reformas, Rajoy está ejerciendo el poder con el «quietismo conservador» de quienes, como argumenta Hayek, «cuando gobiernan, tienden a paralizar la evolución o en todo caso a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría». Y lo que espera de nosotros es la docilidad del que, por esa misma regla de tres, traga con todo «sin oponerse a la coacción o a la arbitrariedad estatal si quienes están en el poder son gentes honradas y rectas».

Sí, en efecto, Rajoy es «un hombre honrado» y nadie duda de sus buenas intenciones pero, como el Bruto de Shakespeare, lleva camino de consumar un monumental estropicio, aunque en su caso más por la vía de la omisión que por la de la acción. Y el mismo poco consuelo que encontró Antonio en el hecho de que los asesinos de César fueran «hombres dignos, hombres buenos, hombres de honor», lo encontraremos nosotros si los orfebres de nuestra postración y tal vez bancarrota económica terminan siendo personas a las que respetamos y apreciamos.

Si Rajoy hubiera llegado al poder en 2004 como estaba previsto, tal vez habría sido, al menos de entrada, un buen jefe de gobierno en la medida en que ese «quietismo» antropológico le hubiera llevado a no tocar nada de lo que entonces funcionaba bien. Pero 10 años después, con dos legislaturas socialistas de por medio y un escenario económico europeo tenebroso, lo que se requiere de él es exactamente lo contrario. No fue a humo de pajas –y por eso no me cansaré de recordarlo– que dos meses antes de que ganara las elecciones le recomendé «audacia, audacia y más audacia», aun a costa de reinventarse a sí mismo.

Muchos de los que entonces respaldamos a Rajoy –EL MUNDO pidió el voto para él y su partido– sentimos ahora la misma decepción que expresó el martes en Madrid el comisario europeo de Empleo, Lazslo Andor, ante la tardanza y falta de ambición de sus reformas. Su cerrazón a considerar la vía del contrato único, cuando se trata de un perchero muy funcional en el que se puede colgar casi cualquier elemento normativo que contribuya a su eficiencia y soslaye cualquier inconstitucionalidad, ha sido el último síntoma de ese exasperante inmovilismo.

Sólo faltaba añadir su reunión del jueves con el trust de los tenorios de los sindicatos y la patronal para terminar de proyectar a la sociedad el consenso del conformismo ante los seis millones de parados. Esto es hoy España: «La enésima autobiografía de un fracaso», que diría Aute, pero con foto de familia en La Moncloa.

El problema del mercado de trabajo es el mismo que el de los impuestos: si dentro del cubo están abrazados el Gobierno, la CEOE, la UGT y Comisiones Obreras con el peso de sus cotizaciones sociales, su maraña administrativa, sus convenios sectoriales y su proteccionismo a ultranza, nada de lo que hagan por separado o en comandita servirá para crear puestos de trabajo. Saquen por favor los pies del cubo, salgan de ahí, aligeren el peso que soporta el empresario y verán como el recipiente empieza a subir por su cuenta.

Y otro tanto podemos decir de la regulación bancaria: cuantas más provisiones se obligue a realizar a los bancos, cuanto más exigentes sean sus recapitalizaciones, cuantas más daciones en pago se les obligue a aceptar, cuantos más impuestos se creen sobre los depósitos, el crédito disponible será menor y más caro. Y por ahí es por donde se está produciendo el estrangulamiento de decenas de miles de pymes que serían viables si se restableciera el normal flujo financiero.

En definitiva, lo que se requiere es romper el círculo vicioso de que no se crea empleo porque no se crece, no se crece porque no se consume y no se consume porque ni el despedido, ni el que teme serlo, ni el que ha visto reducido su salario tienen dinero en el bolsillo. Eso implica un cambio de política económica que apueste por el crecimiento sin dejar de reducir el déficit ni permitir que siga aumentando la deuda. Por el camino que vamos no sólo no levantaremos nunca un cubo tan sobrecargado sino que terminaremos ayudando al Daily Telegraph a convertir su truculenta predicción sobre el default de España en profecía autocumplida.

La receta es bien simple aun-que precisa coraje político para llevarla a cabo. Se resume en dos etiquetas para las redes sociales: #bajadadeimpuestosYA, #reformadelEstadoYA. Sólo reduciendo y abaratando las administraciones públicas de forma drástica podrán liberarse los suficientes recursos para apostar por la economía productiva o, lo que es lo mismo, por descargar a los españoles del lastre que les mantiene hundidos y les impide perseguir la felicidad o al menos el bienestar de sus familias. Pero, ay amigo, eso requiere sacar los pies del caldero, ser valiente, renunciar a tener contento a un barón en cada taifa, un alcalde en cada pueblo y un concejal en cada barrio. Dejar de gobernar para el partido y empezar a hacerlo para los españoles.

Eso es lo que le sugerí el miércoles en la Cope a Núñez Feijóo cuando dijo, con razón, que éste es «un gobierno que ayuda mucho a las autonomías»: «Oiga, ¿y por qué no ayuda un poco más a los ciudadanos, utilizando el margen que nos da Bruselas para bajar el IRPF en lugar de para permitir déficits a la carta?». Tal vez el propio Feijóo se atrevería a hacer algo así porque parece un hombre resuelto; pero, en la duda, Rajoy siempre prefiere quedarse quieto y más aún cuando corre el riesgo de desencuadernar la maquinaría política que le sostiene en vísperas de un nuevo ciclo electoral.

De ahí que me alegre de que el pecado de la relajación de los criterios de la Ley de Estabilidad esté acarreándole la penitencia de la caótica rebelión de sus barones. Quien no es capaz de liderar una política coherente y firme basada en objetivos nacionales se merece el concierto para instrumentos desafinados que están interpretando los dirigentes regionales del PP. Máxime cuando las concesiones a Mas no implican contrapartidas políticas sino que sólo compran unos meses de engañosa tranquilidad. Nunca seré de los que estén dispuestos a recibir patadas con tal de que sea en el trasero de Rajoy, pero cada vez me doy más cuenta de que o a este hombre se le mantiene en vilo, percutiendo una y otra vez el diapasón de su partido, o no habrá manera de que aparte los ojos del Sudoku.

De ahí que me parezca que si alguien está desempeñando un papel nocivo para los intereses generales e incluso para el futuro del propio PP es esa prensa aduladora que desde idéntico «quietismo» compite sin sentido del rubor por bailarle el agua, hacerle la ola y escanciarle incienso, pese a que hasta ahora no haya cumplido ninguna de sus grandes promesas. Que la herencia recibida fuera todavía peor de lo esperado debería ser una palanca para la impaciencia y un estímulo para obligarle a pisar el acelerador de las reformas. Día tras día comprobamos que se convierte en cambio en la coartada del inmovilismo envuelta en la jerigonza del no volver atrás. ¡Como si no hubiera formas más sanas de estimular la economía que abriendo zanjas o regalando cheques-bebé! ¿En el pliegue de qué bostezo han quedado aparcadas la Ley de Emprendedores, la del Mercado Único o la reforma municipal?

Si no viviéramos inmersos en un drama, sería hasta cómica la forma en que se ensalza a Rajoy por haber «salvado» a España del rescate mediante el estoico mérito de no pedirlo. Ya que poco hay que alabar en lo que hace, cantemos las glorias de lo que no hace. Con el aliciente de que el elogio toca así la tecla adecuada pues de nada se siente tan orgulloso quien se queda inmóvil como de su buena previsión cuando ve a otros despeñarse. Otro tanto ocurre con ese sacar pecho por la balanza comercial, olvidando que en ningún sitio hay más superávit que en el cementerio pues se venden flores y no se compra nada.

Acuciado por el desánimo de los suyos, Rajoy pasó directamente en el Parlamento de los brotes verdes de antaño a la promesa de una copiosa cosecha de 2014 en adelante. Lástima que en el ínterin el Tesoro trate de colocar la deuda a uña de caballo en previsión de que la prima de riesgo vuelva a dispararse cuando antes de que acabe este año haya que pedir un nuevo tramo de la ayuda condicionada a la banca. ¿Qué es eso sino un rescate, y por lo tanto una huida hacia adelante, aunque se dirija específicamente a los pulmones del organismo bloqueado por la asfixia?

Abrir a estas alturas el libro España, claves de prosperidad editado por Faes en fecha tan reciente como 2010 y leer la dedicatoria de su coordinador Luis de Guindos me produce hoy una intensa melancolía. Pero también apuntala mi convencimiento de que otra política económica es posible. ¿Qué digo política económica? Otra forma de gobernar es posible y no hay más que ver el descrédito de alguien de la valía de Gallardón, arrastrado a incumplir el programa electoral en sus aspectos regeneracionistas y ayuno de apoyos cuando trata de cumplirlo con coherencia humanista en sus renglones más debatibles, para darse cuenta de que el problema es que el director de orquesta ha abierto la partitura equivocada, maneja la batuta incorrecta y no hay forma de que saque los pies de ese caldero.

¿No tiene nada que decir, por cierto, quien hace cinco años, como si se barruntara todo lo que iba a ocurrir ahora, advirtió entre grandes aplausos que «mala compra haríamos… si nos convirtiéramos en una alternativa a nosotros mismos»? Pasado mañana lo sabremos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *