El hombre y los dos infinitos

Vivimos en unos tiempos extraordinarios en los que la ciencia nos permite asomarnos abiertamente a los dos mayores abismos de la naturaleza: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Gracias a grandes telescopios podemos estudiar la inmensidad del universo, y gracias a potentes microscopios y aceleradores de partículas podemos descender a las simas de lo infinitesimal y escrutar la estructura íntima de la materia. Pascal opinaba que el hombre está «infinitamente alejado para poder comprender los extremos... igualmente incapaz de ver la nada de la que ha sido sacado y el infinito por el que está engullido». Pero Pascal nos ofreció sus Pensamientos tan sólo unas décadas después de que Galileo inventase el telescopio y Janssen el microscopio. Según la ciencia y la tecnología han ido progresando durante cuatro siglos, nos han proporcionado detalles progresivamente más asombrosos de los dos infinitos.

En el macrocosmos hemos constatado cómo nuestro Sol no es más que una estrella como otras miles de millones en nuestra galaxia, y cómo la Vía Láctea no es más que una entre cientos de miles de millones de galaxias que pueblan el universo conocido. Al igual que el Sol está rodeado por planetas, muchísimas otras estrellas también están rodeadas por sistemas planetarios. No todos estos planetas reúnen las condiciones necesarias para la vida (tal y como la conocemos en la Tierra) pero se estima que, tan solo en la Vía Láctea, existen muchos miles de millones de mundos potencialmente habitables.

El hombre y los dos infinitosEn un plano conceptual, este inmenso universo está descrito por la teoría de la relatividad general de Einstein, la base de la cosmología moderna. El espacio está poblado por cuerpos materiales y está surcado por la luz que es emitida desde los astros. Considerando estas grandes escalas, espacio, tiempo, materia y energía forman un intrincado entramado en el que cada uno de estos elementos tiene un efecto sobre los otros. Es el reino de la gravitación: una masa situada en una zona del espacio hace que, en su entorno, el tiempo transcurra más lentamente y que el espacio se deforme y, a su vez, esta deformación determina el movimiento de otros objetos próximos.

A pesar de que, siempre según Pascal, «la infinidad de lo pequeño es mucho menos visible», la física actual también nos ofrece una descripción sumamente detallada de los componentes elementales de la naturaleza. La materia ordinaria está hecha de átomos, entidades complejas constituidas por pequeños núcleos rodeados por electrones. Los electrones son indivisibles, pero los núcleos atómicos están compuestos por protones y neutrones que, a su vez, están formados por otras partículas aún menores denominadas quarks.

La luz está hecha de fotones, partículas sin masa que siempre viajan a la misma velocidad por el espacio vacío. Estos mismos fotones son las partículas mediadoras de la interacción electromagnética, los fotones expresan -por ejemplo- la fuerza de repulsión que sufren dos electrones cuando se cruzan. Además de esta interacción electromagnética y de la gravitatoria, hay otras dos interacciones entre partículas elementales: la llamada interacción fuerte mantiene a los protones y neutrones pegados entre sí en los núcleos atómicos; mientras que la débil es la responsable de la desintegración radiactiva. Pues bien, a cada una de estas interacciones corresponde una partícula mediadora: los gluones son los portadores de la interacción fuerte manteniendo unidos a los quarks en los núcleos, y las partículas W y Z transmiten la interacción débil.

Hay que añadir además los abundantes neutrinos que existen en tres variedades y atraviesan el universo sin apenas interactuar con nada y, finalmente, el famoso bosón de Higgs que fue descubierto hace tan solo un par de años. Ni los neutrinos ni el Higgs tienen estructura interna conocida. Como vemos, las partículas verdaderamente elementales no son más que un puñado: seis tipos de quarks, tres de neutrinos, tres leptones (uno de ellos es el electrón) y las partículas mediadoras (el fotón, el gluón, las W y Z, y el Higgs). La teoría que describe el comportamiento de estas partículas, denominada cromodinámica cuántica, la han construido miles de físicos en un empeño que les ha llevado más de medio siglo. El resultado final de esta teoría es el denominado modelo estándar de las partículas elementales que explica la conducta y la actuación de todas ellas, incluyendo sus combinaciones para formar partículas compuestas.

Cuando se consideran con un poco de detalle, estas ideas desafían completamente a nuestra intuición y a nuestra imaginación, pues las partículas elementales no pueden ser ya imaginadas como pequeñas bolitas que circulan por el vacío, sino que pasan a ser entidades complejas que a veces se comportan como corpúsculos y a veces como ondas minúsculas que se propagan y se superponen e interfieren entre sí. Cuando observamos el vacío, lo que allí vemos es un sustrato en el que impera un intenso pulular de partículas que se crean y se destruyen continuamente. El vacío, concebido como la nada, no tiene cabida en la física contemporánea. El vacío es algo muy diferente de la nada. El espacio, aunque vacío, está permeado por campos de fuerzas y los cuantos elementales de estos campos se manifiestan mediante fluctuaciones y excitaciones que hacen que partículas y antipartículas aparezcan y desaparezcan de manera incesante, en un crepitar cuántico que lo llena todo.

Aunque hasta ahora haya resultado muy preciso en sus predicciones y haya proporcionado pruebas de validez espectaculares (la última el descubrimiento del Higgs), este modelo estándar no resulta demasiado satisfactorio para los físicos, pues su formulación dista mucho de la belleza formal y simplicidad que caracteriza a otras teorías de la física, como la relatividad de Einstein o la mecánica cuántica. En contraste, el modelo estándar de las partículas está compuesto de interacciones diferentes regidas por una serie de leyes y ecuaciones que parecen elementos ad hoc sin relación aparente entre ellos. Al tener en cuenta ese sustrato infinito de fluctuaciones e interacciones que permea el vacío, las ecuaciones conducen a cantidades infinitas en sus predicciones y para eliminar los resultados absurdos, los físicos han introducido otro mecanismo también ad hoc: la renormalización, una artimaña para sustraer infinitos que, sorprendentemente, funciona bien en la práctica, pero que provoca una profunda insatisfacción formal.

Y es que en la física contemporánea los dos infinitos de Pascal no encajan entre sí. A pesar de muchos años de esfuerzos por parte de los físicos teóricos, todavía no existe una teoría que integre las características de los dos infinitos simultáneamente. Por ejemplo, a grandes escalas los astrónomos tienen pruebas fehacientes de la existencia de grandes cantidades de materia oscura. Esta materia hace que las estrellas se muevan muy aprisa en la periferia de las galaxias y que cada galaxia esté mucho más agitada de lo que cabría esperar en los cúmulos de galaxias.

Sin embargo, la materia oscura no encuentra cabida en el modelo estándar, tan solo sabemos que no puede estar hecha de quarks, ni de fotones, ni de las otras partículas del modelo. Tampoco la fuerza gravitatoria, que es la predominante sobre las grandes escalas, encuentra acomodo natural en el modelo estándar de las partículas. Por supuesto existen ya teorías de lo microscópico que predicen nuevas partículas que podrían explicar la naturaleza de la materia oscura y que podrían integrar mejor la interacción gravitatoria. Particularmente prometedoras son las teorías llamadas supersimétricas, pero hasta ahora no se ha observado ni en la naturaleza ni en laboratorio ninguna partícula o fenómeno que justifique la validez de estas teorías.

La física contemporánea ha alcanzado, no obstante, grandísimos logros. Las partículas del modelo estándar son las ínfimas piezas de un gigantesco rompecabezas, los ladrillos diminutos con los que se construyen átomos y moléculas, plantas y animales, planetas y estrellas, agujeros negros y galaxias. Y en el centro de toda esa escala, el hombre, nuevamente en palabras de Pascal «una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo», en una posición intermedia desde la que «nuestra razón siempre se encuentra decepcionada por la inconstancia de las apariencias, pues nada puede lo finito entre los dos infinitos que lo rodean y lo huyen».

Pero esta misma posición intermedia, ¿no nos proporciona un punto de vista absolutamente privilegiado desde el que estudiar los dos infinitos?

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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