El honor de escribir

Supo muy pronto que escribir era lo único que amaba. Y para consagrarse a ese silencio de la biblioteca organizó su vida. Sacrificó el resto. Como todo el que escribe. ¿Es monstruoso? Es una enfermedad. Pero el hombre es un animal enfermo. Y cada quien debe pechar con la patología que le impone su destino. ¿Fue feliz? ¿Y qué le importa eso a nadie? ¿Y qué le importa a él siquiera? Fue libre. Envuelto en las palabras, sometido a la hermética disciplina de la sintaxis. Y, eso sí, es lo único que de verdad valió la pena. Para él . Lo único en lo cual la libertad fue algo más que una proclama vacía.

Hace unas semanas, recibió un correo certificado con acuse de recibo. Cuando una carta con acuse de recibo le viene de la Administración, el ciudadano sabe con seguridad que nada bueno le espera. Pero, esta vez, era una condena a muerte: le era aplicada una norma legal del año 2009, creyó entender. Para él, tan ignota como el swahili.

Preguntó a un par de amigos juristas. La historia, le contaron, era de lo más sencilla. La tal ley del año 2009 había proclamado el cobro de la jubilación incompatible con los ingresos resultantes de cualquier actividad creativa: plástica como literaria. Si un creador pretende seguir siéndolo después de jubilarse, debe regalar benévolamente al Estado la pensión que ha venido pagando durante toda su vida. Y debe aceptar que para escribir, componer, pintar, es condición indispensable aceptar ser un muerto de hambre.

No le causó, a decir verdad, sorpresa. Ira, sí. Supo que algunos de los más grandes de su oficio habían ya recibido la comunicación de este asesinato anímico, cuyo axioma único es muy sencillo: a los 65 años, el acta de defunción de un escritor es alzada por la Seguridad Social de este pobre país, en el cual el odio a la inteligencia es liturgia de todos los políticos, de todos los gobiernos, de todos los Estados. Demócratas como dictatoriales.

No era cosa tan sólo de escritores, a decir verdad. La ingeniosa norma de 2009 en curso de ser aplicada mata por igual a todos aquellos a los que una vieja convención metafórica llama «creadores»: compositores igual que novelistas, poetas o filósofos como pintores o escultores. Todos son iguales ante los ojos bárbaros del político. Frente al honor de crear, el deshonor de impedirlo.

No era tan sólo un robo; aunque lo era. Era algo mucho peor: un asesinato anímico. Que hacía cenizas cuanto una Constitución moderna garantiza. La española de 1978, por ejemplo, en su artículo 20: «1. Se reconocen y protegen los derechos: a) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. b) A la producción y creación literaria, artística, científica y técnica. c) A la libertad de cátedra. d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión… 2. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa».

¿Cabe pensar una mayor censura previa que esta que consiste en hacer que aquel que escribe, o compone, o pinta, o ejerce cualquier otra actividad creativa, se vea arrebatar por el Estado la considerable cantidad con la cual ha contribuido a la colectiva Seguridad Social a lo largo de treinta o cuarenta años? No es sólo infame. Es una sentencia de muerte contra cualquier despliegue de inteligencia en un país moderno.

¿Podría, se pregunta ahora, renunciar a escribir? ¿Puede un pintor renunciar a tocar los pinceles, un músico a anotar sobre papel pautado…? No. Eso es lo único irrenunciable en su vida, en todas esas vidas: «Ser, en la vana noche,/el que cuenta las sílabas», susurra con veneración borgiana. Y él sabe que han sido muchos; todo hombre que haya de verdad vivido se sabe muchos y muy distintos. Pero que todos los que él fue, en el heraclíteo curso del tiempo, escribieron. La escritura es la única continuidad que conoce, por debajo de su nombre, por debajo de ese número de la Seguridad Social que ahora se le trueca en pelotón de fusilamiento. Dejar de escribir es, para él –pero no sólo para él, lo es para todo aquel que ha hecho de la escritura el único verdadero honor de su vida –, incomparablemente peor que estar muerto. Muerto, al menos, no se sufre. Y no hay sufrimiento mayor para un creador que el de ver su obra aniquilada.

Y ¿cómo va él a no saber que esto no es nuevo? ¿A no saber que el desprecio a la inteligencia está sellado en el código genético de todo poder en la España moderna? Toma de la biblioteca al más grande de los poetas españoles del siglo veinte. Quien, como a su condición ajusta, hubo de vivir la mayor parte de su vida en el exilio. Luis Cernuda, A Larra con unas violetas (1937), rectificando a Fígaro: «Escribir en España no es llorar, es morir,/porque muere la inspiración en vuelta en humo/, cuando no va su llama libre en pos del aire».

Ya eso se ajusta la norma de 2009, que procede ahora a enterrar a todos aquellos que tuvieron la osadía de pretender dejar memoria de sí mismos y a hacer de eso la norma de sus vidas. A aquellos que soñaron –¡pobres estúpidos!– que la obra es infinitamente más importante que la vida. A aquellos que invirtieron su esfuerzo, no en acciones bancarias, no en propiedades inmobiliarias, no en todo eso que la ley permite y aun aplaude. Que invirtieron en algo tan idiota como escribir, componer, pintar… Y que, a partir de ahora, pueden considerarse muertos. Asesinados por un Estado estúpido que sólo aspira a chupar el alma de sus súbditos. Súbditos, porque en España no ha habido nunca Estado que supiera reconocer la dignidad del ciudadano. Y, con el honor de escribir, esa norma legal de 2009 mata el honor de ser un hombre libre.

Gabriel Albiac, filósofo.

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