El honor de la clase media

Lo más habitual en los discursos que tratan de caracterizar los efectos de la crisis ha sido referirse a los sufrimientos padecidos por la clase media. A izquierda y derecha –por no hablar de ese nuevo centro que confunde la equidistancia con la sensatez–, tertulianos y columnistas apuntan al descalabro de un sector cuya difícil clasificación sociológica empieza ya en ese apelativo que coloca a millones de ciudadanos entre dos puntos opuestos del bienestar. Quizá sería más oportuno retratar la clase media, directamente, como la zona vertebradora de la comunidad, garantía de su vitalidad y núcleo esencial de su carácter. Hablar de las penalidades que ha sufrido la clase media en estos años es hacer justicia a aquellos sectores habitualmente burlados por la propaganda reformista, ultrajados por los revolucionarios y despreciados por quienes consideran que una alta cuna es genealogía necesaria del vigor ético y la fortaleza personal.

El honor de la clase mediaSer miembro de la clase media resultaba casi de mal gusto, en la segunda mitad del siglo XX, cuando estaba de moda la mística heroica del trabajador de fábrica, la curtida carnalidad del jornalero agrícola o el desenfado esnob de la aristocracia del dinero. Peor eran las cosas en el primer tramo de la pasada centuria, cuando a la fiebre revolucionaria de los humildes, al egoísmo suicida de los poderosos o al aventurerismo nihilista de los jóvenes de buena familia se oponían el sentido del orden, la idea de la justicia, la cortesía en las formas y la aspiración a mejorar las condiciones de vida gracias al propio esfuerzo y al mérito adquirido. En los tiempos enloquecidos que siguieron a la Gran Guerra, la clase media fue vituperada hasta la náusea, tomando su rectitud y buen sentido como falta de dinamismo y carencia de ambición histórica. En la época del confiado Estado del Bienestar, la denominada pequeña burguesía sufrió críticas a su moderación emanadas de las bocas bien nutridas de los revolucionarios de salón, o las sonrisas de suficiencia con que los conservadores adinerados se mofaban de la dignidad de una experiencia sin cuyo vigor nuestra sociedad no habría conseguido franquear infiernos inauditos.

Lo que debería preocuparnos no es solo el evidente acoso material que ha sufrido la clase media en estos años de crisis, soportando durezas fiscales comparativamente inadecuadas y recortes en servicios públicos en cuya financiación desempeñó durante décadas una función indispensable. Lo que habría de angustiarnos, también, es asistir a la agonía y exterminio de un sector que, más allá de su caracterización por su nivel de ingresos, debe comprenderse desde el punto de vista cultural. Dudo mucho de que estemos valorando de forma apropiada los efectos de la aniquilación de lo que no fue condición social solamente, sino sobre todo estilo de vida, modo de entender la responsabilidad familiar, manera de defender la existencia como un conjunto de valores y principios a establecer y seguir. Pertenecer a la clase media era vivir con una determinada educación, que preparaba para tener ilusiones, pero no fantasías; para exigir justicia, pero no demagogia; para reclamar igualdad de oportunidades y recompensa al esfuerzo, pero no para sustentar conformismo social alguno ni la gratuidad de lo que había que ganar en la meritoria labor de cada día.

P. D. James, la autora de la mejor novela negra de estos últimos treinta años, que dedicó su larga vida a observar la decadencia irrevocable de la sociedad británica, describía así una fiesta de su tierra: «Vengo de aquí, es mi gente, la clase trabajadora cualificada fundiéndose con la clase media, este grupo amorfo e inadvertido que combatió en dos guerras defendiendo a su país, pagaba sus impuestos, se aferraba a lo que quedaba de sus tradiciones. Habían vivido para ver ridiculizado su sencillo patriotismo, desdeñada su moralidad, devaluados sus ahorros. No creaban problemas. Millones de libras de dinero público no eran introducidos regularmente en sus barrios con el fin de sobornarlos, engatusarlos o coaccionarlos para que practicaran la virtud civil. Y si se quejaban de que sus ciudades se habían vuelto extrañas, ajenas, o de que a sus hijos les daban clase en escuelas atestadas en las que el noventa por ciento de los niños no hablaban inglés, los que vivían en circunstancias más holgadas y cómodas les sermoneaban sobre el pecado capital del racismo. Sin protección por parte de los contables, eran las vacas lecheras de la rapaz Hacienda Pública».

El mundo de esa clase media, engrosada por quienes prosperaron con su trabajo, definida por el orgullo de haber ofrecido a sus hijos mayores oportunidades y menores sacrificios que los sufridos por ellos, está a punto de desaparecer. Con ella, se extingue la vertebración de una cultura, la conciencia de sí misma de una civilización. No soy alarmista. Lo que presagio no es una catástrofe, escenificada con la brutalidad de un apocalipsis, sino algo que quizás ocurra con la misma modestia de la clase media desplegada en consolidar la prosperidad de las naciones de Occidente. Solo lo advertiremos, como sucede con las buenas personas que no se dan importancia, cuando nos falte su aliento inspirador y su compañía.

Lo observo, por ejemplo, al ver cómo, en esta campaña electoral inagotable, se discuten asuntos atrevidamente, seguros de que nadie pondrá objeción alguna que hubiera planteado esa sensatez desaparecida. Una enseñanza pública y gratuita, en todos los niveles, se dice por unos y por otros, pujando para ver quién es capaz de ir más lejos, conscientes de que los valores de la clase media apenas si importan en la derecha, en la izquierda o en el centro. Nadie dice que la educación de los hijos debe ser garantizada por la sociedad, pero financiada con el esfuerzo de aquellos padres que puedan hacerlo. Incluso si para ello tuvieran que asumir sacrificios que dignifiquen el esfuerzo proporcionado, que acrediten el proyecto de vida en común nacido del matrimonio.

Nadie dice que la gratuidad no existe, porque cualquier servicio hay que pagarlo con los recursos de todos. Lo que subsiste es la falta de exigencia del esfuerzo, el trato idéntico a quien merece la ayuda de la comunidad o a quien ni siquiera la necesita. Lo que se percibe es la sensación de que el mérito personal está de más, porque se endosa al Estado la obligación de garantizar la educación sin someterla a una evaluación adecuada. Y porque esa gratuidad es por principio injusta, si alguien dispone de los recursos para afrontar el gasto escolar en los niveles no obligatorios del sistema educativo. Ni falta hace que nos refiramos ahora al principio de autoridad desmochado en las aulas, al premio a la constancia en el estudio, a la gratificación por las tardes de codos hincados en la mesa y los domingos de clausura. Ni que hablemos de esa frustración que aguarda a quienes han sido formados en el desorden familiar, en la quiebra de valores orientativos, en la atmósfera en la que todo se permite y nada se exige. Es lo que decía P. D. James: hemos sobrevivido para ver cómo todo lo que era nuestro se ha convertido en algo que ni siquiera es de otros. Algo que, tras haber forjado una cultura, ha acabado como escoria social, pasado en vano, materia de olvido.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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