El honor de los muertos

La polémica sobre la exhumación ya realizada en Pamplona de los restos mortales de Sanjurjo y la deseable de Franco tiene una dimensión dominante ante la opinión pública, y que arrastra una gran carga ideológica. No se ha producido la convergencia de relatos cuya pertinencia destacó Ian Gibson. Buena prueba fue la virulencia con que la derecha reaccionó a la ley de memoria histórica, dando paso a una crispación correspondiente desde la opinión democrática. El problema no solo ha sido español. En Alemania parece haberse logrado el consenso frente al nazismo y sus símbolos. En Italia, sin embargo, el respeto a la simbología fascista fue tal que aún puede contemplarse en Bolzano un monumento a las conquistas de los años treinta donde figura la de España. Ni siquiera se ha apagado el fuego patriotero de la I Guerra Mundial: no hubo “paz” sino “victoria”. Al igual que en España, donde los herederos del “bando” vencedor, conservadores de la etiqueta, muestran su irritación ante algo que en otros países es normal. Incluso Stalin fue sacado del mausoleo donde yacía embalsamado junto a Lenin. Como Hoxha en Tirana, excluido del cementerio de los Mártires con aceptación general.

En un régimen democrático carece de sentido la presencia de la tumba de Franco en el Valle de los Caídos, además en su papel de glorioso protagonista de la Victoria. Fue una guerra que desde fines de 1935 él pensó y luego puso en práctica como genocidio, esto es, el premeditado y consciente exterminio de la parte de la población que con los suyos definía como la Antiespaña. Mucho más que un golpista. Y un nuevo lugar de enterramiento, como el de Sanjurjo, no supone agresión alguna, sino simple acto de justicia. Más complejo resulta el caso de José Antonio Primo de Rivera, conspirador antirrepublicano y caído nacional. Sobra su emplazamiento de excepción en la basílica.

La otra cara de la moneda tampoco puede ser olvidada, tiene más hondura, y se refiere a los muertos republicanos, tanto en la basílica como en cientos de lugares desconocidos, o de exhumación prohibida. Es mucho más que una cuestión ideológica, y al pasar a primer plano el Valle de los Caídos, debiera ser la ocasión de abordar el problema, acabando con la desigualdad entre los muertos vencedores y vencidos.

En un famoso poema, el prerromántico Ugo Foscolo ensalzó la función esencial, humanista y pacificadora, de los sepulcros “desde el día en que matrimonios, tribunales y altares lograron que las fieras humanas fueran piadosas hacia sí mismas y los demás”. Es lo que representa en la tragedia griega el episodio de Antígona. Dos mil quinientos años después, me recuerda Dolores Ruiz-Ibárruri, nada ha cambiado. En El duelo raptado, lo explica Alexander Etkind para Rusia, caso similar al nuestro, de un Estado contra la memoria de las víctimas. El estudio de los cambios de mentalidad en tres generaciones de rusos a partir del Gulag revela el peso que sobre la conciencia colectiva ejercen la ausencia de un relato esclarecedor sobre la monstruosa represión y, en el orden simbólico, los millones de muertos sin enterrar. El planteamiento se hace imprescindible en una sociedad donde Stalin sigue siendo objeto de culto, así como aquí perviven en la derecha los residuos posfranquistas. La memoria democrática oscila entonces entre el olvido y la crispación.

El valor simbólico de las víctimas no enterradas bloquea la normalización de las conciencias, al provocar una forma perversa de regreso al pasado, a modo de conflicto nunca resuelto. Etkind sugiere la imagen de esos muertos sin sepultura, víctimas del estalinismo, como unos fantasmas, ánimas penitentes, que no encuentran la paz y se introducen en el mundo de los vivos, de un lado privándoles de la función esencial del consuelo, de otro subrayando su posición de inferioridad en un orden social cuya jerarquía de poder quedó fijada con la tragedia. Pensando en España, basta con observar la procedencia social de quienes forman las estructuras de poder del PP, reencarnación de aquella gente bien que dominó la Restauración, beneficiándose luego de la victoria militar. Los mismos que aún se oponen al cristiano deber de dar sepultura a quienes fueron asesinados y defienden el enterramiento privilegiado del autor de la tragedia.

El honor debido a los muertos constituye así una premisa para una definitiva reconciliación nacional —la hermosa expresión propuesta desde el PCE en 1956 por su líder—, sin odio, pero también sin confundir el olvido definitivo de los bandos con la ausencia de justicia. Ya es hora.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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