El honor perdido del periodismo

Cuando por fin consiga poner los pies en Addis Abeba aguzaré el oído para escuchar el ladrido de los perros de los que habla Ryszard Kapuscinski en «El emperador», un libro que a través de los siervos, aterrados, humillados y ofendidos de Haile Selasie, retrata una pesadilla contemporánea, la del poder en una encarnación extrema. Un mundo atroz que parecería pura novela si no fuera porque su autor no necesitó inventar nada, sino acercarse a los que sabían para preguntar y transcribir estampas que Franz Kafka hubiera reconocido y celebrado. Lo devoré entre el 21 y el 24 de mayo de 1998, mientras viajaba entre Kigoma, en Tanzania, y Bujumbura, la capital de Burundi, ámbitos explorados minuciosamente por Kapuscinski, que hizo de África uno de sus territorios favoritos. Kafka se limitó a imaginar algunos horrores perfectamente humanos, pero antes y después ha habido muchos seres dedicados a perfeccionarlos. La jugosa primacía de la novela sobre la realidad, un sujeto mucho más trabajoso e indomable que la fantasía, hace que se postergue en el escalafón a quienes como Kapuscinki se empeñaron en el relato de los hechos, un oficio que requiere siempre de otra agotadora vuelta de tuerca que muy pocos están dispuestos a dar, y más cuando hay que enfangarse en caminos de los que nunca se sabe si se va a poder salir ileso, y de donde en cualquier caso nunca sales del todo incólume. Su primer viaje a África lo hizo el reportero de la agencia de noticias PAP en 1958 y, como imaginaba, no se aloja -como la inmensa mayoría de los enviados del primer mundo- en hoteles que son calco de Occidente y por lo tanto islas frente a la realidad, sino en una balsa, pensiones pegadas a la miseria. Cuando se internaba no iba cargado de prejuicios, sino con los ojos y los oídos abiertos de par en par, dispuesto a hablar y a sentarse a beber en los bares africanos, que son faro y eje de la verdadera vida social, bares donde a Patricio Lumumba le gustaba hablar y convencer.

En otro de esos libros que arrojan luz sobre las múltiples facetas de nuestra ignorancia, titulado «El sha o la desmesura del poder», nos encontramos a Kapuscinski abrumado en su habitación de Teherán con la cama desbordada de fotografías, periódicos, libros y cintas magnetofónicas. Asomado al desastre iraní que acabaría por abrir la puerta a Jomeini y sus almuédanos, Kapuscinski escucha y luego describe como lo haría un miniaturista, y lo hace como quienes si no contaran dejarían de respirar: apasionadamente. Kapuscinski conoce el terreno que pisa, porque antes de emprender el viaje se ha empapado hasta la médula de la geografía y de la historia, ha leído, estudiado y escuchado, para luego seguir leyendo, estudiando y escuchando. Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo, «para que ningún lector pueda corregirte y demostrar que no sabes de qué hablas, dejarte en evidencia y en entredicho todo lo escrito»; curiosidad insaciable (cómo si no iba a volver a perderse una y otra vez bajo soles como espinas, fríos como sierras); valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda, sufrimiento inútil, dolor derramado para nada; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que «da lo mismo», cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego.

Porque no era cierto que el sueño de la razón engendre monstruos, sino que es precisamente cuando nos adormecemos, cuando dejamos que la sinrazón se apropie del discurso, quien aguija a la bestia que todos atesoramos. Fue Arcadi Espada el último en hacerse eco de esa verosímil lectura de la pintura de Goya que tantas ebrias interpretaciones ha venido cosechando para nuestra desgracia. El mismo Espada que extrajo de una entrevista con Kapuscinski su desolador diagnóstico del estado del periodismo: «los medios han difundido la consigna, la lucha no da resultado». Es decir, que es inútil resistirse, no hay nada que hacer, estamos ya vencidos de antemano. A pesar de esa pesadumbre, Ryszard Kapuscinski ha seguido escribiendo como Nadiezdha Mandelstam, «contra toda esperanza».

No era comunista, pero en su escritura se rastrea la profunda indignación moral que provoca la injusticia. No la pena, no la lástima que tasa desde una peana moral, de un paternalismo eurocéntrico que Kapuscinski desdeñaba. Tampoco desde una elaborada estética, sino partiendo de una cualidad esencial, la que le hacía mimetizarse con la materia a tratar. La que le hacía volver una y otra vez al mismo hotelucho de Accra, lejos del resplandor del poder y de las camadas de colegas que caen sobre un asunto como perros de presa y luego lo abandonan a su suerte. Kapuscinski se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa: nosotros mismos.

Al polaco le gustaba hablar de Heródoto como su maestro, primer periodista de la historia. No en vano descubrió que no hay un solo mundo, sino muchos y que «cada uno es único. E importante. Y que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino espejos en los que vemos reflejada la nuestra». Sin embargo, es Alexander von Humboldt quien más me recuerda a Kapuscinski. Sabio humilde, dotado de una curiosidad inagotable, emprendió en 1799 un viaje de 10.000 kilómetros por el sur y el centro de América. Era capaz de sentarse junto a un indio durante horas y preguntarle por sus dioses y sus cultivos, su conocimiento de las estaciones y de los pájaros, sus habilidades y sus miedos. Tenía alma de reportero, como a quien se le rompió la pluma el martes en Varsovia.

Para una admirable editora del norte mexicano, Ninfa Deándar, «la esencia del periodismo es la búsqueda de la verdad». Su padre, un regeneracionista convencido de la utilidad de los periódicos para mejorarnos, le hacía leer «El Quijote» una vez cada cinco años. Según doña Nifa, «Cervantes es periodismo puro. Don Quijote fue a entrevistar a todo su pueblo». ¿Qué hacía si no Kapuscinsky cada vez que se perdía en el «planalto» angoleño, las lindes salvadoreñas, el desierto persa, la tundra siberiana? Buscar las voces que configuran lo que somos, rostros que gracias a su incansable pesquisa se nos han vuelto desesperadamente prójimos. En uno de sus últimos artículos, «Al encuentro del Otro», este polaco empeñado en dar al periodismo el fulgor que tuvo cuando aprendíamos a conocer el mundo y a nosotros a través de los periódicos, recuerda quiénes son los que llegan al puerto de los Cristianos, al desierto de Arizona, a los muros coronados de cristales rotos: «Los mitos y las leyendas de muchos pueblos y tribus rezuman la convicción de que sólo nosotros -los miembros de nuestro clan, de nuestra comunidad- somos seres humanos; todos los demás son infrahombres, como mucho, o cualquier cosa menos personas. Lo que mejor expresa esa actitud era una doctrina de la China antigua: el no chino era considerado como excremento del diablo o, en el mejor de los casos, como pobre desgraciado que ha tenido la mala suerte de no haber nacido chino. En consecuencia, ese Otro era representado como perro, rata o reptil. El «apartheid» fue y sigue siendo una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, el extraño. ¡Cuán diferente aparece la imagen del Otro en la época de creencias antropomórficas, cuando los dioses podían adoptar el aspecto humano y comprometerse como personas! Pues en aquellos tiempos, nunca se sabía si era dios u hombre el viajero o el peregrino que se acercaba. Esta inseguridad, esta intrigante ambivalencia, constituye una de las fuentes de la cultura de la hospitalidad, que exige un trato magnánimo al visitante, un visitante cuya naturaleza no acaba de ser reconocible».

Acababa de volver de Somalia cuando un «sms» me partió la cara. Era del compañero de viaje a uno de los lugares más desgraciados y olvidados de la Tierra, fotógrafo catalán nacido en la madrileña calle O´Donnell, Juan Carlos Tomasi: «Día de luto. Ha muerto Kapuscinski», acompañado de una frase para los que siguen pensando que la lucha por acercarse a la verdad no puede ser inútil, no debe, tiene que dar resultado, hacernos menos idiotas: «El fracaso del hombre es su incapacidad de entender lo diferente».

Alfonso Armada, reportero.