El horizonte cosmopolita

Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, autor de La sociedad invisible (EL PAIS, 08/09/05):

Para pensar bien el proyecto de una alianza de civilizaciones, lo primero que ha de tenerse en cuenta es que no existe un conflicto de civilizaciones. No hay en el mundo actual un choque entre totalidades culturales, afirmadas unas contra otras, formando bloques homogéneos y compactos. Lo que tenemos delante es algo más complejo y difícil de gestionar, que resulta no tanto de la separación como de la mezcla explosiva entre civilizaciones, de una integración incompleta en un mundo que unifica en los ámbitos tecnológicos, económicos e incluso en determinados productos y estilos culturales, pero que se muestra especialmente analfabeto en cuanto a su articulación política y jurídica. Ésta es la primera paradoja que hemos de atender: lo que nos pasa no se debe a que estemos separados, sino a que estamos desigualmente unificados, tal vez demasiado en algunos aspectos y demasiado poco en otros.

Vivimos en un mundo en el que coinciden la fuente de los problemas y su solución: las interdependencias, los flujos y corrientes, los efectos múltiples y dispersos, la ingobernabilidad, las redes sociales son tanto el origen de nuestros problemas como el marco de las posibles soluciones. Por eso, si algo le sobra al proyecto de una alianza global, pese a su apariencia utópica, es sentido de la realidad. El cosmopolitismo ha dejado de ser una buena idea, algo idealista; ahora es puro realismo. Es la realidad misma la que se ha vuelto cosmopolita, aunque sea de manera incompleta y deficiente, como efecto secundario e inconsciente de los procesos sociales. El mundo es ya un conjunto de destinos entrecruzados, de espacios que se solapan, una implicación involuntaria de la que resultan vecindades insólitas y espacios donde se juega un destino común.

Lo que nos pasa es que nuestros destinos están implicados hasta tal punto que compartimos una suerte común. La mundialización es una mezcla de bienes y oportunidades comunes, que nos potencia a todos y nos hace máximamente vulnerables. Es algo que se hace especialmente doloroso en los males comunes que, como las catástrofes, no conocen límites ni se detienen ante ninguna barrera. Los efectos del huracán Katrina y la necesidad de paliar el desastre de manera concertada entre todos es un dramático ejemplo de lo que digo. Aquí se manifiesta otra de nuestras más asombrosas paradojas: que hayamos adquirido el sentido de unidad del género humano más ante lo malo que en vistas a lo bueno, es decir, ante los problemas globales como la paz y la guerra, la seguridad, el medio ambiente, la contaminación, el cambio climático, los riesgos alimentarios, las crisis financieras, las migraciones o los efectos de las innovaciones técnicas y científicas. Son las consecuencias del experimento civilizatorio de la humanidad las que nos sitúan en un entramado de dependencias que nos obligan a tomar en cuenta los intereses de los otros si es que no queremos perjudicar los propios. Algo que carece del moral appeal de la retórica solidaria y dialógica, pero que suscita mayor reflexión y tiene más fuerza integradora que todas las exhortaciones multiculturalistas.

El punto de partida para construir un mundo de bienes comunes consiste en caer en la cuenta de lo que significa la implicación de los diversos espacios en un destino que tiende a unificarse o, al menos, a sacudir cualquier delimitación de ámbitos y sujetos, tal como lo han pretendido siempre las lógicas nacionales. No se puede comprender la situación del mundo actual sin tomar en cuenta el carácter intrínsecamente polémico de la cuestión ¿quiénes somos nosotros? Se trata de un proceso que torna más compleja y más amplia la determinación de la propia identidad, más porosa y más entrelazada con otros destinos colectivos. Esta situación exige revisar los procedimientos de asignación de responsabilidad, los sistemas de representación e incluso las estrategias políticas más elementales.

Podría justificarse esta nueva exigencia por medio de la siguiente analogía. Las revoluciones liberales se hicieron desde el principio de que ningún impuesto era justo si no implicaba una legitimación y una representación correspondiente. En la era de la globalización podría formularse una exigencia análoga de politizar (someter a discusión, establecer la correspondiente representación en orden a legitimar la nueva situación) esos nuevos hechos sociales, esta inédita ampliación del espacio público. Sea lo que fuera, un gobierno de la globalización tendría entonces que ser algo así como un régimen de las consecuencias secundarias, cuyos radios de acción no coinciden con los límites nacionales: el mundo público es más bien todo lo que se percibe como consecuencia irritante de las decisiones de la civilización.

Del mismo modo que estos efectos indeseados no respetan las delimitaciones tradicionales, el mundo común se constituye como una supresión potencial de lo propio y lo extraño; cada vez resulta más inservible la contraposición entre el interés particular y el común, más inútil cuanto más rígido, del mismo modo que se desdibuja la contraposición entre el aquí y el allí. Puede explicarse esta curiosa constelación con la metáfora de que el mundo se ha quedado sin alrededores, sin márgenes, sin afueras, sin extrarradios. Global es lo que no deja nada fuera de sí, lo que contiene todo, vincula e integra de manera que no queda nada suelto, aislado, independiente, perdido o protegido, a salvo o condenado, en su exterior. En un mundo sin alrededores la cercanía, lo inmediato deja de ser la única magnitud disponible y el horizonte de referencias se amplía notablemente. La tiranía de la proximidad se relaja y otras consideraciones entran en juego. Se podría formular esto con una exacta expresión de Martin Shaw: "There are no others". David Held hablaba, en un sentido muy similar, de "comunidades con destinos solapados" para indicar que la globalización de los riesgos suscita una comunidad involuntaria, una coalición no pretendida, de modo que nadie se queda fuera de esa suerte común.

Todas estas circunstancias suponen, al mismo tiempo, una extraordinaria ampliación de lo que ha de considerarse como espacio público y una inédita dificultad de configurar espacios comunes para los que no disponemos actualmente de instrumentos adecuados. Esta complicación tiene su origen en la transformación más radical que realiza un mundo que anula tendencialmente sus alrededores, a saber: la dificultad de trazar límites y organizar a partir de ellos cualquier estrategia (organizativa, militar, política, económica...). En el mejor de los casos, cuando sea posible delimitar, ha de saberse también que toda construcción de límites es variable, plural, contextual, y que éstos deben ser definidos y justificados una y otra vez, de acuerdo con el asunto de que se trate. Su consecuencia inmediata es que continuamente se mezclan en cualquier actividad lo interior y lo exterior. Ahora se afirma como una verdad indiscutida -y probablemente sin haber extraído todas las consecuenciasque de ello se derivan- que no hay problema importante que pueda ser resuelto localmente, que propiamente hablando ya no hay política interior como tampoco asuntos exteriores, y todo se ha convertido en política interior. Aumenta el número de problemas que los Estados sólo pueden resolver cooperativamente, al mismo tiempo que se fortalece la autoridad de las organizaciones transnacionales y pierde legitimidad el principio de no intervención en asuntos de otros Estados. Se han vuelto extremadamente difusos los límites entre la política interior y la política exterior; factores "externos" como los riesgos globales, las normas internacionales o los actores transnacionales se han convertido en "variables internas". Nuestra manera de concebir y realizar la política no estará a la altura de los desafíos que se le plantean si no problematiza la distinción entre "dentro" y "fuera", entre "nosotros" y "ellos", como conceptos que son inadecuados para gobernar en espacios deslimitados.

La verdadera urgencia de nuestro tiempo consiste en cosmopolitizar la globalización. Así ha ocurrido siempre a lo largo de la historia, uno de cuyos vectores de progreso ha consistido precisamente en politizar, es decir, convertir ámbitos que estaban entregados a la "naturalidad" (de la tradición, de la autoridad, de la imposición) en cuestiones sobre las que debe discutirse y acordar: desde el trabajo doméstico hasta las relaciones internacionales, pasando por los diversos códigos de conducta o las formas de organización social. Todo impulso democratizador ha partido del escándalo de que hubiera decisiones vinculantes que no se habían adoptado democráticamente. Y así es también en el caso de la mundialización, aunque sepamos que los procedimientos para democratizarla habrán de ser más complejos que aquellos que sirvieron para la configuración de los Estados nacionales.

Lo único bueno de los conflictos es que tienen una función integradora porque ponen de manifiesto que no cabe sino encontrar soluciones cosmopolitas, algo que no es posible sin perspectivas, instituciones y normas globales. Los riesgos desafían la autosuficiencia de los sistemas, los límites y las agendas nacionales, distorsionan las prioridades y obligan a que los enemigos establezcan alianzas. A los espacios comunes amenazados les corresponde un espacio de acción, coordinación y responsabilidad comunes. Es así como suele realizarse el descubrimiento de que la estrategia unilateral resulta excesivamente costosa mientras que la cooperación plantea soluciones más eficaces y duraderas. Cosmopolitizar significa entonces configurar estrategias para autolimitar reflexivamente a los agentes sociales en beneficio de su propio interés; desde el punto de vista cultural, conseguir que las civilizaciones y las culturas comprendan la dependencia que les vincula a otras para la propia definición y el enriquecimiento que suponen los procesos de traducción, intercambio e hibridación. Y desde el punto de vista político implica la búsqueda de un nuevo modo de articular el interés público en un ámbito cuya dimensión y significado apenas conocemos.

Si el contrato social fue inventado para terminar con las guerras civiles, lo que algunos llaman alianza de civilizaciones, otros multilateralismo, y que yo preferiría denominar cosmopolítica, sería el marco que permitiera resolver de manera civilizada, política, los nuevos conflictos que acompañan a la mundialización. Para ello nos hace falta desarrollar toda una nueva gramática cosmopolita de los bienes comunes, agudizar la sensibilidad hacia los efectos de la interdependencia y pensar en términos de un bien público que no puede gestionarse por cuenta propia, sino que requiere una acción multilateral coordinada.