Hubo un tiempo en el que las cosechas determinaban la dispersión de la riqueza. Un mal año agrario hacía más pobre a la mayoría campesina, el índice Gini se disparaba y la hambruna, al eliminar a los más humildes, restauraba el equilibrio igualitario. Todo eso desapareció con la industrialización, la modernidad, la extensión del sufragio y la fiscalidad redistributiva. Las diferencias de rentas pasaron a depender más de las diferencias de productividad, de la capacidad para acumular capital humano, de la habilidad para aprovechar las oportunidades de mercado y, sobre todo, del gigantesco esquema redistributivo de fiscalidad progresiva y subsidios que empezó a construirse con el cambio del siglo XIX al XX. El reciente trabajo de Prados de la Escosura (‘Desigualdad y libertad económica, ICE’, 2019) ha puesto de manifiesto cómo la desigualdad aumentó drásticamente durante la segunda mitad del XIX hasta el cambio de siglo, cómo ha disminuido desde entonces y, sobre todo, cómo la redistribución fiscal hace descender la desigualdad a menos de dos tercios de la desigualdad de mercado.
La permanencia y aceptación de un sistema que desvía una parte sustancial del PIB desde los individuos de alta productividad -los que más aportan a la riqueza colectiva- hacia los de baja productividad -que apenas la aumentan-pone de manifiesto que, como predijo Adam Smith hace casi tres siglos, el sentimiento que anima al propio interés es compatible en nuestra sociedad abierta con la compasión y la benevolencia. El sentimiento general a redistribuir en favor de los débiles es patente, incluso en sistemas políticos abiertos y descentralizados en los que las decisiones fiscales las toman mayorías parlamentarias, porque no sólo hay gente que no puede ayudarse a sí misma, sino que, además, hay aspectos del mercado -desde la herencia (Rawls) hasta las mismas reglas e instituciones del juego- que sesgan el resultado en contra de algunos participantes y que merecen, en cualquier sociedad decente, la corrección protectora de árbitro externo. Incluso Hayek lo reconocía (‘The Mirage of Social Justice’, 1976) como un deber moral compartido que redunda en bien de todos porque mantiene la fábrica social apoyada sobre las inclinaciones afectivas smithianas de la benevolencia y la compasión sin abandonar las reglas del mercado. Junto al deseo competitivo y de búsqueda del propio interés los individuos nos apreciamos a nosotros mismos como sujetos morales, es decir, nos dignificamos (o creemos dignificarnos) cuando los demás reciben de nosotros una ayuda a sus capacidades y competencias, es decir, a su propia autorrealización. Al final, la benevolencia y la generosidad han facilitado que la redistribución a gran escala se haya convertido en un rasgo definitorio de las democracias avanzadas.
Sin embargo, ni los filósofos más creyentes en la benevolencia podrían haber imaginado el grado alcanzado por la redistribución. El Estado de bienestar no sólo pone en riesgo el equilibrio financiero de los estados, sino que hipoteca su futuro: si la transacción entre contribuyente y beneficiado se hace a través del Estado y al margen del sistema de precios, el consumidor de beneficencia demandará cada vez más sanidad, educación, vivienda, transporte o cualquier otro servicio público. Cuando el precio es cero, la demanda es infinita y la utilidad marginal decreciente de las transferencias se convierte en un claro fallo del Estado. Tocqueville ya intuyó este problema cuando analizó en su ‘Democracia en América’ los efectos de la extensión del sufragio hacia electores con menos capacidad contributiva: «Sienten ahora [con la democracia] muchos deseos desconocidos cuya satisfacción es imposible sin recurrir al Estado»; pero, gracias a la progresividad fiscal, «bajo los gobiernos democráticos los que votan por más impuestos pueden escaparse fácilmente de la obligación de pagarlos» (vol. I, cap. 5).
De esta manera el Estado de bienestar nos enfrenta a un nuevo y difícil problema de sentimientos no previsto en ninguna constitución política. La progresividad fiscal como un orden natural y el principio de la utilidad marginal decreciente hacen que la transferencia de recursos sea cada vez menos apreciada y cada vez más desvinculada -al ser provista por un intermediario- de su auténtico origen. Las transferencias fiscales se han convertido en una exigencia, en un derecho de los receptores. La ayuda se ha convertido en exigible, en un derecho demandable al Estado para que lo imponga de manera coercitiva y se ha olvidado que el sentimiento que lleva a considerar una dádiva benevolente como un derecho exigible es el fundamento de la ingratitud, de la incapacidad del reconocimiento y de la apreciación de la ayuda de otros a nuestro bienestar.
El impacto social de la gratitud intrigó a Séneca, Tomás de Aquino, Hobbes, Pufendorf, Rousseau, Weber, Simmel, Rawls y muchos otros. Hace ya casi tres siglos que David Hume, en su ‘Tratado sobre la Naturaleza Humana’, afirmaba: «Of all crimes that human creatures are capable of committing, the most horrid and unnatural is ingratitude» (Libro II, ‘De las Pasiones’). No le faltaba razón. La gratitud alerta sobre las intenciones benevolentes de los otros, incrementa la confianza en el intercambio, y disminuye los costes de transacción del mercado. La psicología económica -véase, por ejemplo, R. Bénabou y J. Tirole, ‘Mindful Economics’, 2016- muestra la influencia de la gratitud sobre la cohesión social y sobre la apreciación de la autonomía individual. La gratitud extiende la aceptación y legitimidad de la cultura del intercambio y la reciprocidad cuando la estructura aceptada de normas no es suficiente para asegurar el cumplimiento de obligaciones recíprocas contractuales. La gratitud extiende no sólo la reciprocidad directa -‘do ut des’- sino también lo que los psicólogos sociales llaman reciprocidad indirecta -yo te ayudo y alguien más me ayuda- y esto fortalece los vínculos sociales y las redes de confianza de los mercados. Por eso el padre de la economía moderna, Adam Smith, contrapuso la benevolencia, el altruismo y la gratitud a la otra gran fuerza -la búsqueda del propio interés- como el otro pilar de la sociedad abierta de mercado.
La ingratitud parece un caso de lo que los nuevos economistas/psicólogos llaman ‘anomalías del comportamiento racional’ -véase Richard Thaler ‘La Psicología Económica’, por ejemplo- porque va contra la maximización de la utilidad del receptor del favor y, además, genera desafección social por parte del emisor. Se lo recordaba Don Quijote a Sancho, «la ingratitud es hija de la soberbia». La larga tradición de arrogancia moral y soberbia en nuestra izquierda ha contribuido también a enconar el problema. Stalin solía decir que la gratitud «es una enfermedad que sufren los perros» porque desde sus planteamientos la generosidad carecía de valor frente a las prerrogativas del proletariado. Desde ese punto de vista, la gratitud implica una especie de vasallaje moral y un vínculo de dependencia. Esto es un serio error. La asistencia no tiene que ser una limosna, ni la gratitud tiene que implicar un vasallaje moral del receptor hacia el emisor. No se trata de situar a una parte de la ciudadanía en situación de inferioridad o deuda moral con respecto a otra; ni tampoco de esperar que el agradecimiento anule la discrepancia y las críticas políticas. La gratitud es un simple acto de reconocimiento y asunción cognitiva que hace explícito para todos el enorme coste de renuncia para algunos individuos, el gran incremento de utilidad para otros, y la gran ventaja del marco institucional que lo permite. Se trata del simple reconocimiento y la apreciación de la contribución de otros a nuestra utilidad y bienestar. Si nuestro sistema político quiere avanzar hacia la igualdad al margen del mercado y sólo a través de la redistribución fiscal, mejor sería prestarle menos atención a su naturaleza de derecho social exigible y mucho más a la apreciación del esfuerzo y renuncia que implica y a los beneficios que causa.
Pedro Fraile Balbín es catedrático de Historia Económica de la Universidad Carlos III.