El horror de Noruega y la libertad de expresión

"Podemos ignorar la yihad, pero no podemos evitar las consecuencias de ignorar la yihad". Esa fue la primera reacción de la bloguera antiislámica estadounidense Pamela Geller tras la noticia de los atentados terroristas en Noruega, y en su página web, Atlas Shrugs (Atlas se encoge de hombros), colocó el enlace a un vídeo anterior de una manifestación a favor de Hamás en Oslo. Cuando nos enteramos de que el asesino de masas no era un terrorista islámico sino un terrorista antiislámico, cuyo manifiesto de 1.500 páginas estaba lleno de citas de escritores como ella, Geller se encogió de hombros como Atlas: "Es un maldito asesino. Punto. Es responsable de sus actos. Él y solo él. No ha habido nada de ideología".

"Nadie ha explicado ni puede explicar qué tienen que ver las supuestas opiniones antiyihad de este individuo con el hecho de que haya asesinado a unos niños", protestó Robert Spencer, de Jihad Watch, otro bloguero al que Breivik citaba y elogiaba. A los "luchadores de la libertad" como él mismo, decía Spencer, no había que meterlos en ese mismo saco.

Bruce Bawer, un estadounidense residente en Oslo que escribió una jeremiada sobre la toma de Europa (Eurabia) por parte de los musulmanes, se mostró más considerado. Tras tomar nota de que, en su manifiesto de los Neocaballeros Templarios, Anders Behring Breivik "cita de forma elogiosa y con detalle mi trabajo y menciona mi nombre 22 veces", Bawer reflexiona, con una desolación que le honra: "Es escalofriante pensar que esas notas que yo había escrito para el blog en mi hogar del oeste de Oslo a lo largo de los dos últimos años las estaba leyendo y copiando un futuro asesino en su hogar del oeste de Oslo".

¿Qué relación hay, pues, entre sus palabras y los actos cometidos por Breivik? ¿Qué consecuencias debe tener para la forma de tratar a unos escritores a los que este asesino de masas citaba en términos tan elogiosos?

En primer lugar, las personas como Geller y Spencer, y mucho menos Bawer, más atento, no son responsables de lo que hizo Breivik. Es un error tan grande declararles cómplices de asesinato de masas como proclamar que los escritores musulmanes no violentos (aunque a veces autoritarios y extremistas) son cómplices de los terroristas musulmanes que atentaron en Nueva York, Londres y Madrid. Dado que ellos llevan muchos años haciendo precisamente eso, sería tentador sentir cierta pizca de satisfacción al ver que a Geller y compañía les ha salido el tiro por la culata. Pero no debemos actuar como ellos. No son cómplices. Punto.

Sin embargo, si es ridículo sugerir que no existe ninguna relación entre la ideología islamista y el terrorismo islamista, también lo es decir que no hay ningunaconexión entre la visión alarmista de la islamización de Europa que difunden estos autores y lo que Breivik creía estar haciendo. ¿"Nada de ideología"? Por supuesto que sí. Una parte importante del manifiesto de Breivik es una evidente repetición -con frecuentes citas sacadas y recortadas de Internet- de las historias de horror que escriben sobre Eurabia, tan debilitada por el veneno del multiculturalismo y otras enfermedades izquierdistas que se somete sin lucha a una situación de dimitud bajo la supremacía musulmana. Su mente, claramente desequilibrada (otra cosa es que esté loco en sentido legal), salta de ahí a la conclusión de que el Caballero Justiciero (él mismo), en su soledad, debe dar un toque de atención heroico y brutal que despierte a esta sociedad debilitada, una señal aguda, como explicó a los investigadores noruegos.

¿Qué hay que hacer con esas palabras tan inflamatorias? Una respuesta, muy popular en algunos sectores de la izquierda europea, es: "¡Prohibirlas!". Si la idea engendró el hecho, impidamos la idea. Habría que añadir una nueva serie de términos y sentimientos ofensivos y extremistas a la ya larga lista de palabras dentro del "discurso de odio" que son procesables en uno u otro país de Europa. Hace unos años, la entonces ministra de justicia alemana, Brigitte Zypries, logró que la UE aprobara una "decisión marco" para la multiplicación paneuropea de esos tabúes; por suerte, no se ha llevado a la práctica todo lo que ella pretendía.

Por suerte, digo, porque es una vía equivocada. No va a hacer desaparecer esas ideas, solo hacer que pasen a la clandestinidad, donde se enconarán y se harán más venenosas. Congelará el debate legítimo sobre temas importantes: la inmigración, la naturaleza del islam, los hechos históricos. Dará a gente tan repugnante como David Irving la oportunidad de proclamarse mártires de la libertad de expresión. Llevará a los tribunales a personas fantasiosas como Samina Malik -una vendedora de 23 años procesada en Reino Unido por escribir unos pésimos versos en los que glorificaba el martirio y los asesinatos de los yihadistas-, pero no a los hombres que de verdad ejercen la violencia.

Contra la incitación directa a la violencia debe caer, siempre y en todas partes, todo el peso de la ley. Los textos ideológicos que alimentaron la locura de Breivik, en mi opinión, no cruzaron esa línea. Permitir la manifestación de las fantasías militantes de los extremistas, tanto islamistas como antiislámicos, es el precio que pagamos por tener libertad de expresión en una sociedad abierta.

¿Quiere eso decir que no hay que darles respuesta? Por supuesto que no. Precisamente porque el precio de prohibir esas palabras es demasiado alto, y de todas formas sería imposible hacerlo en la era de Internet, es por lo que debemos hacerles frente en combate abierto. Un campo de batalla fundamental es la política, y los políticos de los grandes partidos europeos, viendo el éxito electoral de los partidos populistas y xenófobos, están dedicándose a apaciguar, en vez de levantar la voz contra los mitos extremistas. Otro terreno es el de los medios llamados convencionales. En un país como Noruega -y en Reino Unido-, la radiotelevisión pública y la prensa de calidad responsable son la garantía de que, aunque se difundan opiniones radicales, los peligrosos mitos que proponen estén acompañados de datos, reflexión y sentido común. Para quienes aún leen y escuchan esos medios, claro está.

¿Pero qué sucede cuando uno se informa a través de los periódicos sensacionalistas y demagogos, como los que tanto le gustan a Rupert Murdoch? ¿O en una cadena de televisión que siempre es sectaria, como las de Silvio Berlusconi en Italia o Fox News (también de Murdoch) en Estados Unidos? La noche de los asesinatos de Oslo, la presentadora invitada en el programa de Fox News The O'Reilly Factor, Laura Ingraham, informó de "dos atentados mortales en Noruega, que parecen ser obra, una vez más, de extremistas musulmanes". Después de contar lo que se sabía de los ataques, continuó: "Mientras tanto, en Nueva York, los musulmanes que desean construir la mezquita en la Zona Cero han logrado una victoria legal...". Malditos musulmanes, que ponen bombas en Oslo y mezquitas en Nueva York.

¿Y si uno obtiene sus informaciones de lo que ocurre en el mundo, sobre todo, a través de Internet? El caso de Breivik vuelve a mostrar que la red es un recurso fantástico para quienes quieren buscar con la mente abierta. En solo unas horas, se obtiene una cantidad de información para la que antes hacían falta semanas e incluso seguramente un viaje al país en cuestión. Ahora bien, cada vez existen más pruebas de que el funcionamiento de Internet puede contribuir también a cerrar las mentes, reforzar los prejuicios y alimentar las teorías de la conspiración.

En Internet es demasiado fácil encontrar a las otras 1.000 personas que comparten tus opiniones pervertidas. Y entonces entras en una espiral viciosa de pensamiento de grupo que refuerza el peor tipo de ideología: una visión del mundo sistemática y coherente que está totalmente alejada de la cotidianeidad humana. El manifiesto de Breivik, con sus interminables citas sacadas de la Red, es ejemplo perfecto de ese proceso.

No hay soluciones fáciles. "¡Prohibidlo!" es la respuesta equivocada. El verdadero reto es descubrir cómo aprovechar al máximo la extraordinaria capacidad de Internet para abrir las mentes y reducir al mínimo su tendencia a cerrarlas.

Por Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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