El hundimiento

Hace tres años se estrenó una excelente película de O. Hirschbiegel titulada El hundimiento. Relata los últimos momentos del nazismo, cuando la ciudad de Berlín estaba siendo arrasada. Eran las escenas del final de una guerra propiciada por un régimen absolutamente cruel en una de las mayores ignominias, si no la mayor, de la historia de la humanidad. Adolf Hitler, el alemán (nacido en Austria) loco que condujo a un pueblo que se dejó enloquecer, estaba encerrado en un búnker seguro mientras la capital sufría el acoso final de las tropas aliadas para poner fin a esa deplorable guerra (como todas). Sin perjuicio de la valoración histórica, lo más expresivo de la cinta cinematográfica es subrayar el contraste y la disociación entre lo que acontece fuera y dentro de ese búnker en el que se encierra el poder, o, en este caso, lo que quedaba de él.

Sirva este introducción (sin hacer ningún paralelismo entre los personajes ni el estado de la ciudad) para reflexionar sobre la capacidad casi patológica que tienen frecuentemente los gobernantes de meterse en un agujero cuando todo se desploma por culpa de sus errores. Generalmente, esto va unido a un elevado grado de soberbia al negarse a admitirlos aunque el mundo o la ciudad se hundan.

Son múltiples los ejemplos de bunkerización. Acaso el mas reciente a nivel global sea la obstinación de los dirigentes que enviaron tropas para invadir Irak. La inmensa equivocación de aquella decisión y lo que vino después es evidente para toda la humanidad... salvo para ellos mismos. A un nivel más cercano y local, se aprecian los mismos síntomas en lo que está sucediendo con reiteración en Barcelona. Es una ciudad muy acogedora y llena de encanto. Por ello, lo que acontece es algo que, desde Madrid, da profunda pena.

Evidentemente, toda obra pública (igual que las internas en los propios hogares) conlleva molestias, problemas y, a veces, fallos generadores de más incomodidades. En Madrid lo hemos padecido también. Después de que Alberto Ruiz-Gallardón, como presidente de la comunidad autónoma, lograra convertir el metro de esta ciudad en uno de los más modernos y extensos de Europa, luego, ya como alcalde, pretendió (y consiguió) desarrollar en muy poco tiempo un ambicioso programa de modernización viaria de la capital (por cierto, sin apoyo del Gobierno central).

Además de que el esfuerzo inversor (y la paciencia ciudadana también) fue sostenido y constante durante muchos años (el de Barcelona es compulsivo y cíclico), se supo preparar a la población, que asimiló que esas incomodidades del momento eran imprescindibles. Pero hay algo más en el caso de Madrid. Cuando se produjeron algunos problemas (muy menores, frente a los de Barcelona), se supo dar la cara, ofrecer disculpas, actuar rápidamente y mostrar cercanía al ciudadano paciente. Además, hubo una supervisión constante. Su gran triunfo electoral de marzo demuestra que los ciudadanos percibieron esto.

En el caso de Barcelona, algunas de estas actitudes no se han producido. Destaca la de la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, cuyo comportamiento político resulta pa- tético. Si la gestión de infraestructuras ha evidenciado errores clamorosos, peor ha sido y es la reacción de los responsables. Desde pretender, casi cuatro años después, echar las culpas al Gobierno anterior, hasta reaccionar con enorme soberbia y pretender luego esconderse (corriendo, como una cobarde) en un búnker, todo ha sido un despropósito. Si a los jueces debe exigírseles formación "de la vida" (ministro de Justicia dixit), a los ministros debería requerírseles algo más que puro mérito partitocrático.

Tras los últimos hundimientos, la anunciada (luego rectificada) rescisión del contrato a la empresa encargada de las obras revela pura improvisación. Alguien más debería asumir su responsabilidad. Esta es también de carácter político. Y no basta anunciarlo en- fáticamente y no hacer nada. Las obras ferroviarias en Barcelona, con miles de personas que pare- cían refugiados en tránsito masivo, se han revelado una chapuza. Pero hay algo importante en la política, más allá de los aciertos o errores o incluso la eficacia: la credibilidad. Y esta ha quedado muy dañada. La soledad del PSOE hace que este miércoles el propio presidente de Gobierno tenga que comparecer en el Congreso. Es previsible que deslice unas palabras de disculpa y comprensión hacia los ciudadanos. Pero esto, ahora, es muy insuficiente, como su visita electoralista un día sin viajeros. Su credibilidad exigiría una acción que supla la falta de generosidad de una ministra amarrada a su puesto. Por mucho menos, el propio Zapatero reclamó la dimisión del titular anterior de Fomento, Álvarez Cascos.

La persistencia en mantener a la ministra bunkerizada daña la confianza ciudadana en los políticos. Además, con este modo de actuar, en Catalunya el propio PSC puede sufrir una alta abstención en las elecciones de marzo y desaprovechar las cualidades de la candidata Carme Chacón, tan amante del cine. Si hace casi cuatro años el espectacular resultado socialista aquí les dio la mayoría en el Congreso, ahora la deficiente gestión y, sobre todo, la prepotencia pueden ser una grieta que advierte del riesgo de hundimiento.

Jesús López Medel, diputado del PP por Madrid.