El hundimiento de Cataluña

Por Jorge Trías Sagnier (ABC, 01/03/05):

Si no fuera porque ha dejado tras de sí casi mil muertos, decenas de miles de víctimas y la libertad secuestrada por el miedo y la desolación, el nacionalismo vasco sería una anécdota en la historia de España. Pero, desgraciadamente, el terrorismo independentista ha servido de ariete, de punta de lanza a otros irredentismos mucho más peligrosos. Cuando un grupo de catalanes fue amablemente recibido por Clemenceau en París, en plena conferencia de paz tras la Gran Guerra, y le expusieron sus argumentos en pro del derecho de autodeterminación, el primer ministro les cerró el paso sin contemplaciones: «¡Pas d´ histoires, monsieurs!», y ahí se acabó todo. Eran otros tiempos y nunca se pensó que la «historia» -ese invento de la «nación catalana»- iba a tomar la deriva por la que se ha inclinado. Y, nada menos, que de la mano de un heredero ideológico de Clemenceau: el señor Maragall.

Debió de ser el año 1998, estábamos a mitad de la primera legislatura popular. Recuerdo que Alfonso Guerra, en una de esas tediosas tardes del Congreso de los Diputados, deambulando y perorando conmigo por los pasillos del viejo palacio, me advertía del peligro nacionalista con cuyos partidos estábamos aliados los populares. «España puede derivar hacia una situación como la de Yugoslavia», me decía alarmado una y otra vez. Y un día, preocupado por tanta insistencia, se me ocurrió organizar un almuerzo con Vidal Quadras y Alfonso, para que se conocieran y para hablar de nuestro «dolor» común: España. Nos zampamos un cocido en el saloncito blanco de Lhardy, Alejo recordó la ayuda que le había prestado Montilla en las elecciones de 1995 y el almuerzo fue, en resumen, muy agradable, pero muy siglo veinte, muy antiguo y sirvió para poco. Ahora los suyos, los de Guerra, han dado un paso más. Son los socios, nada menos, que de la Esquerra Republicana, tanto en Cataluña como en el Gobierno de España y, por el momento, aquí no pasa nada, aunque algunos, quizá porque tenemos sensibilidad animal, comenzamos a percibir el maremoto.

El papel que cada grupo nacionalista representa en la tragedia española que se avecina es demasiado evidente como para que pueda permanecer oculto. Unos siembran el terror atentando contra la vida de las personas, otros impiden que quienes no son nacionalistas puedan expresarse con libertad en determinados lugares de España y, por último, un tercer y nutrido grupo de personas se presenta ante la sociedad como la cara amable y dialogante del nacionalismo, siempre respetuosos con la ley, aunque la retuerzan a su gusto. Ya no hay excepciones. Ya no es posible hablar de un nacionalismo «bueno» y de otro «malo», pues cualquier partido nacionalista que opera en España, se llame PNV, CiU, Batasuna o Esquerra Republicana, tiene un único objetivo final: trocear la Nación española y repartirse los apetitosos y suculentos gajos.

El terror ya ha dado sus frutos. Esta es la disyuntiva inmoral que propone el nacionalismo: o prosperan nuestros planes secesionistas o volverá el terrorismo. Y no me refiero sólo al terrorismo criminal, pues hay otra forma de terrorismo, que impide a las personas circular libremente en el País Vasco o expresarse con libertad en Cataluña, mucho más sutil. Se trata del terrorismo «sin», ese que está presente en la vida de vascos y catalanes no nacionalistas desde que salen por la mañana de sus casas hasta que regresan al atardecer, o que les obliga al exilio interior, como reiteradamente denuncia el Foro de Ermua. Hay nacionalistas catalanes y vascos que no matan. Desde luego, la gran mayoría de ellos. Pero me gustaría comprobar a qué quedarían reducidos sus partidos si en la retaguardia no hubiese individuos dispuestos a aterrorizar, con sus crímenes y sus presiones, a la población. Pregunto: ¿A algún padre, en su sano juicio, se le ocurriría enviar a sus hijos a una ikastola, si pudiese elegir con libertad? ¿Qué sería de la lengua catalana si no estuviese apoyada por la imposición? ¿Cuántos diputados habría del PNV o de CiU sin terrorismo? ¿Existirían Batasuna o Esquerra? Nada, no serían nada, absolutamente nada los nacionalismos irredentos en estos inicios del siglo XXI sin el empuje terrorista. A lo sumo constituirían el patrimonio testimonial de una ideología antropológicamente curiosa.

Hubo un tiempo en el que el Partido Popular de Cataluña levantó una bandera. Le dijo a Pujol: «¡Basta ya de imponer el nacionalismo y de restringir la libertad!» Esa noble bandera la elevó, con valor y decisión, Alejo Vidal Quadras a principios de los noventa, y fue seguida y apoyada por el aparato popular en Cataluña controlado por Jorge y Alberto Fernández. Y esa bandera, que no era fácil de enarbolar y de coser, fue animada vivamente por el «Foro Babel» y por alcaldes socialistas de las cuencas del Llobregat y del Besós que vieron en Vidal Quadras lo que Nicolás Redondo Terreros y tantos socialistas vascos vieron en Mayor Oreja o ven en María San Gil: valor, decisión y amor a la libertad por encima de cualquier militancia partidista. Rajoy recordaba hace unos días en el Congreso de los Diputados que «la paz, dijo Cicerón, es una libertad en calma». Era, pues, por esa libertad en calma por la que se levantaron los populares de entonces en Cataluña contra la mordaza nacionalista. El éxito en las elecciones autonómicas de 1995 fue grande; y parecía que el nacionalismo comenzaba a ser frenado. Montilla, el actual ministro de Industria, había sido el principal «agente electoral» que tuvo Vidal Quadras. Ellos, la base socialista catalana, también estaban hartos de que unos nacionalistas -los Raventós, los Serra, los Maragall, los Rubert...- se repartiesen el poder en el PSC.

Hoy todo eso es ya historia. Cataluña es un erial. Aleix Vidal Quadras, después de haber sido decapitado políticamente, está cómodamente instalado, de lo cual me alegro, en la vicepresidencia del Parlamento Europeo, donde tiene prestigio y reconocimiento. Jorge Fernández, una de las manos, no sé si la derecha o la izquierda, de Rajoy, es el secretario general de Grupo Parlamentario Popular. También me alegro. A su hermano Alberto le han arrinconado en la presidencia del grupo municipal de Barcelona. De esto ya me alegro menos. A Ignacio Llorens lo echaron de Lérida y el PP perdió el único escaño que ahí tenía. El Foro Babel me parece que ya, ni siquiera, existe. Los líderes del Partit Socialista de Catalunya se han repartido la tarta el poder y, como un solo hombre, incluido ahora Montilla, han enmudecido ante la comodidad. Ahora promueven el «Estatuto del 3 por ciento». Y el Partido Popular de Cataluña... ¡Dios mío! Ya casi ni se ven los rescoldos de ese partido, aunque quizá el escándalo que ha estallado sirva para hacerles ver cuál es el camino correcto y les ayude a ponerse las pilas. Hay miedo en Cataluña. «Mejor no tener problemas», se piensa. No tener problemas de ningún tipo: «que no nos vuelvan a llamar asesinos y a quemar nuestras sedes», dicen. Ha triunfado el terrorismo. Ahora, los populares de Cataluña deberían apostar por oponerse a la reforma del Estatuto, si ello trae consigo el desmantelamiento de la Constitución; y deberían oponerse a que sigan gobernando Cataluña las mafias empresariales y políticas que lo llevan haciendo desde hace 25 años. Si éste es el camino que desde ahora van a seguir, habrán escogido la buena ruta. No es posible, con dignidad, pactar con quienes hicieron posible que De la Rosa fuera calificado como empresario ejemplar; con quienes promovieron a Pascual Estevill al Consejo General del Poder Judicial; con quienes se inventaron tinglados corruptos como Filesa; con quienes utilizaron al CESID para espiar a sus vecinos; o con quienes, según la «vox pópuli», no movían un solo papel, fuesen socialistas o nacionalistas, sin la correspondiente comisión. No es casualidad que la idea mafiosa de organizarse contra el poder para no contribuir a sus gastos, naciese en Cataluña en el siglo XIV, de la mano de la noble familia Montcada, idea que fue exportada inmediatamente a Sicilia, Nápoles y Cerdeña.

En esta hora de España, el problema de nuestro reloj constitucional no se llama Euskadi. Tiene otro nombre: Cataluña. El pueblo español, bajo los efectos de un «schok» emocional, otorgó a los socialistas su confianza el 14 de marzo, en la equivocada creencia de que iban a gobernar, no de que proyectaban disolver la Nación. En este punto de la historia -la historia es muy importante, aunque Zapatero crea lo contrario- son los populares y muy especialmente los populares de Cataluña quienes tienen, pues, una gran misión. Ninguna reforma es posible, ni de los Estatutos ni de la Constitución, sin el acuerdo de las dos grandes fuerzas mayoritarias. Mariano Rajoy, en su mejor discurso y, a la vez, en uno de los grandes discursos parlamentarios de nuestra reciente historia democrática, dijo: «En España, como recoge la Constitución, no existe más nación que la española. Dicho de otra manera: en España solamente hay un cuerpo ciudadano que esté legitimado para elaborar una constitución, es decir, para constituirse en Estado: el conjunto de los españoles». Y ya que los socialistas catalanes se han escorado definitivamente por el nacionalismo local y corrupto, ahora sólo quedan los populares para esa misión que tan brillantemente apuntó Rajoy. Hoy Cataluña se hunde por culpa del lastre nacionalista, y se hunde no como ese «Titanic» al que Félix de Azúa se refería hace años, sino como los prosaicos túneles del Carmelo.Y pretende, en su irrefrenable deriva, arrastrar a toda España. Hay, desde luego, un número cada vez más creciente de catalanes que se arrepiente de haber optado por los socialistas. Les gustaría que aquellos de entonces, aquellos que se enfrentaron a Pujol, aunque ya no sean los mismos, volvieran a levantar la bandera constitucional en Cataluña. Aunque para ese viaje habría que deshacerse de la adormidera nacionalista y volver a sacar todo el valor y el coraje de todos aquellos que dejaron la piel por el camino. En este frío invierno de 2005, sinceramente, dudo que quede algo de aquella grandeza.