El hundimiento de Europa

Al principio, la crisis era mundial y financiera. Ahora es sobre todo europea y política, lo que no impide que siga siendo financiera y tenga implicaciones mundiales. Lo más visible de la crisis es lo relativo a las dificultades que atraviesa Europa. Esta, en lugar de aparecer como una aventura formidable, un proceso con la vista puesta en el futuro y auspiciada por ciudadanos entusiastas, se encuentra a la defensiva hasta el punto de que cabe preguntarse si sobrevivirá a la crisis. En lugar de unida y conformada por países que se respetan los unos a los otros, Europa aparece como dominada por la pareja franco-alemana y, en realidad, por Alemania, y no han pasado inadvertidas las actitudes humillantes de Nicolas Sarkozy y Angela Merkel respecto a los jefes de Gobierno griego e italiano. En algunos países se trata sobre todo de acabar parcialmente, o del todo, con el euro. Otros desarrollan la idea según la cual la crisis sería saludable y sugieren sacar partido de ella para salir con más fuerza y reforzar la integración europea. Pero la mayoría de los observadores rechazan ese optimismo desmesurado y consideran que, con Grecia e Italia, hemos estado a dos dedos de la catástrofe. Tienen razón: los problemas de fondo siguen sin estar arreglados.

La crisis no sólo ha hecho aparecer los límites de la acción de los estados europeos frente a un capitalismo que es el de los mercados financieros. También ha sacado a la luz una degradación profunda de los sistemas políticos en Europa.

En varios países las fuerzas políticas en el poder se han visto obligadas a tomar medidas de austeridad impopulares, lo que las ha debilitado considerablemente. En cuanto a las oposiciones, dudan: ¿deben prometer también austeridad, lo que vende sensación de seriedad pero no seduce más que a un electorado limitado? ¿Pueden anunciar políticas de relanzamiento del crecimiento, lo que implica necesariamente más déficit presupuestario, a riesgo de ser acusados de imprudencia o de demagogia electoralista?

Así, la oposición clásica derecha/izquierda se debilita ya que mantenerse o acceder al poder se ve condicionado no ya por programas, proyectos, valores que están en un campo o en el otro, sino por el fracaso de aquellos que, encargados de la gestión, no tienen más remedio que aplicar una impopular política económica de austeridad o dimitir. Lo hemos visto claramente con los gobiernos que se han formado en Grecia y en Italia y que representan, más allá de las disputas partidarias habituales, la garantía y la credibilidad de una gestión financiera, monetaria y económica rigurosa y de conformidad con las indicaciones de Bruselas y, con ello, la esperanza de una salida de la crisis.

El peso de la crisis es tal que impone a los actores políticos sobre todo posicionarse con relación a ella. Lo esencial es lo que dicen, hacen o proponen ante la crisis en una situación cambiante donde a diario importantes acontecimientos económicos y financieros generan nuevas inquietudes. Y así otros grandes temas son o bien abordados en función de las implicaciones de la crisis en las cuestiones afectadas, o dejados de lado y minimizados en el debate público. Los problemas culturales o religiosos, especialmente, no hallan espacio para ser tratados más que con el formato del escándalo y de la emoción, y si conseguimos que se hable de educación, sanidad o vivienda es para preguntarnos sobre ellos en función de la crisis y las dificultades económicas, y no poniendo por delante las perspectivas constructivas y con la vista en el futuro.

En este contexto, los problemas sociales no son abordados, las desigualdades siguen siendo considerables y las lógicas de caída, de movilidad descendente, de exclusión y de precarización que afectan a bolsas enteras de la población siguen produciendo sus efectos de desmoralización y encierro en uno mismo por parte de algunos y de violencia e indignación por otros. Estos efectos, estos temores, estas dificultades son capitalizadas por las fuerzas políticas situadas en los extremos y, especialmente, en la extrema derecha. Así ganan terreno los partidos nacionalpopulistas en diversos países europeos, aprendiendo a conjugar sus tradicionales referencias a la nación, su rechazo a la inmigración y al islam, con temas sociales y propuestas violentas de desmundialización, de salida de Europa o de liquidación del euro.

Y así se forja una imagen nueva e inquietante de los sistemas políticos europeos, que cada vez están menos estructurados por el conflicto entre la izquierda y la derecha y cada vez son más permeables a otro tipo de grupos: los dos primeros pertenecen al sistema clásico pero sus orientaciones se encuentran en los dos campos, en la izquierda y en la derecha. Uno de ellos está formado por los defensores de la austeridad, de Europa, de la razón; el segundo reúne a los partidarios del crecimiento y, por tanto, del déficit presupuestario; el tercero, exterior al sistema de los partidos, habla en nombre de los que quieren acabar con la actual situación promoviendo el cierre de fronteras, el proteccionismo, el retorno de la nación y el final de la Europa política y económica. Y quizá habría que añadir también un cuarto conjunto, formado por aquellos que se sitúan fuera del sistema político, se abstienen de votar y se vuelven invisibles, unos por exasperación, otros por resignación o desespero.

En algunos casos un movimiento social coloca en escena a estos invisibles, pidiendo el regreso del Estado providencia (Israel), preocupándose por el impacto social de las medidas de austeridad impuestas desde el exterior a un país sobreendeudado (Grecia), ocupando Wall Street para criticar el capitalismo financiero (Estados Unidos), criticando el funcionamiento del sistema universitario (Chile) o indignándose (España). La distancia que separa a estos colectivos de los partidos políticos es casi siempre abismal, como si la democracia se hubiera fragmentado, con los actores políticos tradicionales y sus preocupaciones sobre todo económicas por un lado, y en el otro lado algunos colectivos de la sociedad civil. En otros casos es la violencia la que se abre camino con el trasfondo del racismo y la discriminación, desencadenando graves disturbios (Gran Bretaña), también muy alejados de lo que pueden abordar políticamente los partidos clásicos.

De este modo, por todas partes de Europa la descomposición de los sistemas políticos clásicos tiene lugar en beneficio de una recomposición inquietante, definida sin referencias a visiones de futuro o a orientaciones políticas. ¿Qué debates de fondo podemos esperar de actores políticos que se dividen entre rigoristas proeuropeos sin perspectivas, proteccionistas que prometen crecimiento sin tener los recursos para financiarlo, y demagogos populistas? Esta sombría perspectiva se ve exacerbada por la corrupción y los escándalos que a veces asoman y que provocan la indignación de la ciudadanía. Esos escándalos ponen en entredicho a los responsables políticos. Mientras se configuran los grandes equilibrios geopolíticos y cobran fuerza países como China, India o Brasil, la vieja Europa parece hundirse en una crisis total, financiera, económica, social pero también política y moral.

Por Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.

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