Los nacionalistas británicos partidarios de la salida de la Unión Europea se han comportado como genuinos europeos de nuestros días. Al igual que muchos franceses, alemanes, griegos o austríacos en elecciones recientes, se han dejado llevar por sus sentimientos de miedo al futuro, la inmigración descontrolada o las amenazas a la seguridad y les ha movido la rabia hacia unas elites a las que perciben como demasiado despegadas de sus intereses vitales. En el camino hacia el precipicio que supone el abandono de la Unión Europea han sido jaleados por políticos oportunistas, que venden soluciones sencillas y rápidas a esos problemas una vez ellos ocupen el poder. El populismo es un truco de magia repetido demasiadas veces, pero en momentos de incertidumbre global atrae la atención de un público enojado. El desprecio por las lecciones de la historia, los hechos y el dictamen de los expertos ha triunfado en una campaña exagerada y demagógica.
Los que han votado por desconectar al país de su principal mercado y del único proyecto político de civilización e interdependencia al que pertenecen, la integración europea, se han disparado en el pie. La ironía es que al Reino Unido nunca le había ido mejor desde la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno británico tenía todo a favor para «declarar victoria»: la Unión Europea de 28 miembros no camina hacia un súper-Estado y el proyecto más exitoso es el mercado y no la moneda común. Los funcionarios británicos acumulaban la máxima influencia en los puestos de Bruselas y cortaban trajes de lana inglesa para su país cuando era preciso. Desde 1973, desde Londres se ha contribuido de forma decisiva a dar forma a la actual UE, desde la puesta en marcha del mercado interior al impulso del comercio con terceros países, pasando por una orientación favorable a la libertad económica. La afirmación del ideal del Estado de Derecho en el plano europeo y la labor del Tribunal de Justicia de la UE no hubiera sido posible sin el aprendizaje del sistema del Common Law inglés.
Pero los estrategas de la ruptura han negado los enormes costes de desatar este huracán y han pasado por alto la ausencia de una diplomacia de recambio a la pertenencia a la UE. Millones de británicos han votado movidos por un sentimiento irracional, demostrando que la flema británica y el pragmatismo inglés son solo una cara de esta sociedad. Como todo gran país decantado a través de muchos siglos, no está libre de desorientarse y perder años y generaciones por caminos solitarios.
El mayor responsable de poner a su país y al conjunto de la Unión en esta situación de debilidad e incertidumbre ha sido David Cameron. En contra de la mejor tradición de democracia representativa que encarna su país, ha jugado a la democracia directa con el resultado de dividir al Reino Unido. Hasta que se le ocurrió convocar el referéndum, la pertenencia o no a la UE no era una preocupación ciudadana. Se trataba de un debate interno en el partido conservador ante la presión del nacionalismo inglés del UKIP. En vez de llegar a un pacto entre sensibilidades conservadoras, como siempre había hecho esta formación política centenaria y flexible, Cameron ofreció la consulta. Desde la indolencia de quien entiende que la política no es tan complicada como la pintan, además, no ha sabido evitar que el campo del Brexit defina los términos del debate –soberanía e inmigración– y plantee el voto como una revuelta contra las elites de Londres. La frivolidad le ha llevado a jugarse el futuro de su sociedad a una carta, como había hecho en el caso escocés. A pesar de su esmerada educación, nunca entendió que hay preguntas que nunca deben hacerse. Merece pasar a la historia como un caso de ludopatía política no diagnosticado a tiempo. Al doloroso divorcio con la UE se llegará tras una negociación compleja, que debería incluir un marco positivo de relaciones con el Reino Unido, para reflejar la profunda interdependencia real a ambos lados del Canal de la Mancha. Por entonces Escocia puede haber vuelto a votar sobre su independencia, esta vez con el argumento del ingreso en la UE. Mientras la onda expansiva del huracán recorre una Unión debilitada y asediada por múltiples crisis, el Consejo europeo hará bien en afrontar el lenguaje del soberanismo con algo más que el pragmatismo de despacho. Los populismos en ascenso electoral, en sus distintas versiones de extrema izquierda, ultraderecha y nacionalismo radical, tienen en común su menosprecio de los 70 años de unidad europea.
Tras el shock del referéndum, el Parlamento europeo se reúne el martes próximo en sesión urgente. Va siendo hora de poner en sordina el mantra del «más Europa» como respuesta balsámica a una situación que amenaza con desbordarse. Los gobiernos de Berlín y París hacen bien en negarse a centralizar más poder en Bruselas sin contar con sus ciudadanos. El despotismo ilustrado y la tecnocracia de Bruselas –la «suave tiranía», en expresión de Jacques Delors– son parte del problema. Por eso la UE necesita aprovechar esta crisis para renovar su legitimidad. El futuro del Estado del bienestar, los presupuestos nacionales o las reformas económicas se han convertido en asuntos europeos. Necesitamos abordar la tarea pendiente de definir con más claridad quién gobierna Europa, cómo están representados los ciudadanos y qué mecanismos de rendición de cuentas sirven para fortalecer la democracia a escala continental. En vez de vender mejor los éxitos innegables de la integración pasada, es preciso hacer sentir a todos los ciudadanos que son ellos los dueños de un proyecto con ideales y futuro. Nada menos que una Unión plenamente compatible con las identidades nacionales, que trabaja con eficacia y transparencia por su bienestar, la seguridad y la prosperidad compartida. La juventud británica ha votado masivamente a favor de la permanencia: un buen reto sería conseguir que dentro de una década quieran que su país vuelva a ocupar su sitio en Europa.
José M. de Areilza Carvajal, profesor y Cátedra Jeann Monnet-ESADE y secretario general de ASPEN INSTITUTE ESPAÑA.