El iberismo

Por Santiago Petschen, catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 28/09/06):

Las relaciones históricas de España y Portugal están caracterizadas por fuertes contrastes. Por una parte, junto a la cercanía geográfica (ámbito peninsular, larga frontera común, cruce de grandes ríos, similar base rural) se ha dado un fuerte paralelismo social y político. Debido a ello, Teófilo Braga, ya en el siglo XIX, no pudo menos que describir el caminar conjunto de España y Portugal como parte da orden natural das coisas. Por otra, se han establecido entre los dos países enormes distancias que han llegado hasta nuestros días.

Hace unos cuantos años, las inversiones españolas en Portugal y las portuguesas en España eran escasísimas. Las españolas eran superadas incluso por las belgas, las suecas y las japonesas. Y entre los productos importados de cierta entidad, sólo figuraba el de la leche, por ser necesaria en el área metropolitana de Lisboa. Ahora, España exporta más a Portugal que a toda América.

El orden natural al que llevaba la geografía fue distorsionado por la geopolítica. El fuerte control de Gran Bretaña sobre Portugal y su comercio, y la existencia del imperio colonial del país vecino -condicionamientos relacionados entre sí-, causaban entre ambos países un notable alejamiento. Pero cuando, en determinado momento histórico, el influjo inglés descendió debido a las hostilidades entre británicos y portugueses en Suráfrica, y las relaciones quedaron enmarcadas por su cauce espontáneo, el iberismo empezó a florecer como creación portuguesa influyente en España.

Un poeta como Antero de Quental derrochó entusiasmo e ingenio al cantar las grandes creaciones de lo que él llamó la raza ibérica: su espíritu de independencia, su oposición al dominio romano, su capacidad de liberarse del yugo feudal, la realización de grandes epopeyas oceánicas. Y en un orden negativo, para Quental, tanto los españoles como los portugueses se vieron atrapados por un mismo espíritu de injusticia: la ambición de la colonización.

El iberismo desarrollado en Portugal originó también un pensamiento político. Teófilo Braga estableció un plan concreto de Federación Ibérica en cuya construcción España debería aceptar importantes condiciones: organizarse como República, dividirse en territorios autónomos formando una federación, admitir en dicha federación a Portugal que sería así la mayor y más fuerte unidad del conjunto, establecer en Lisboa la capital de la Federación Ibérica.

Semejante idealismo no podía menos que tener su incidencia en Cataluña. El poeta Joan Maragall, en un artículo publicado en 1906 en el Diario de Barcelona, dijo que la naturaleza ibérica, por su suelo, por su cielo y por su gente, parecía la tierra prometida para concretar el ideal de un nuevo federalismo, no ya político sino también humano en el sentido más profundo de la palabra. Tiempo después, el periodista Gaziel escribió en 1963: "Pocas veces la insensatez humana habrá establecido una división más falsa. Ni la geografía, ni la etnografía ni la economía justifican esta brutal mutilación de un territorio único". Y concretó la dimensión política de su pensamiento introduciendo a Cataluña en el quehacer del acercamiento peninsular.

Entrados los dos países en la Unión Europea, la geopolítica no sólo ha dejado de obstaculizar el acercamiento mutuo sino que lo impulsa positivamente. Gaziel acertó en su visión determinante de la Historia: "No serán las voluntades de los hombres sino las leyes de la Historia las que alterarán la actual estructura de la Península Ibérica". Afirmación que se concreta en esta otra: "La mejor forma de producirse esa evolución será dentro de una Europa unida".

Ésta es la situación que afrontamos ahora. En el momento de la Unión Europea en el que los Estados parecen mostrarse menos solidarios que otras veces, es necesario que se produzcan acercamientos geográficamente parciales que podrían preparar una cooperación reforzada en todo el conjunto de la vieja Europa. Si no es así, en la Unión Europea de los 27 difícilmente se podrá conseguir la profundización política. El acercamiento añade, además de la económica, otras numerosas perspectivas de relación.

Las lenguas, al margen de lo político y de lo económico, tienen unas reglas de difusión que se apoyan en sus propias estructuras. Debido a la naturaleza lingüística del castellano, los erasmus portugueses que llegan a la Universidad española entienden la lengua desde el primer día, sin haberla estudiado nunca. Al cabo de tres semanas hablan portuñol. Y al final de curso, algunos comenten menos faltas de ortografía que los españoles más rezagados. Portugal -en contrapartida a la facilidad de dejarse penetrar por el castellano- halla su gran campo de influjo en Galicia. Los complejos del pasado fueron superados. Y en el marco de la Unión Europea y en el de las relaciones transfronterizas, el acercamiento de Portugal a Galicia y el de Galicia a Portugal es cada vez más sólido y profundo.

La división de España en comunidades autónomas inclinó recelosamente al ciudadano portugués a votar mayoritariamente que no en el referéndum de la regionalización portuguesa. Las partes de un Portugal fraccionado caerían más fácilmente en manos de las fracciones españolas situadas al otro lado de la frontera.

Hace algunos años, tras una ponencia que leí en el Instituto de Defensa Nacional de Lisboa, en un portugués macarrónico, dialogué con los militares sobre las relaciones entre los españoles y los portugueses, y surgieron algunas quejas. Entonces pregunté: ¿están ustedes mal con los gallegos? La respuesta inmediata fue: ¡Nooo! ¿Están mal con los andaluces? Tampoco. ¿Mal con los catalanes? De ninguna manera. ¿Mal con los vascos? En absoluto. Y así seguí: los extremeños, los aragoneses, incluso los manchegos y los madrileños. Para todos los mencionados mostraron los dialogantes su simpatía. Sólo apareció un cliché, resquicio de irreductibilidad, el de los castellanos viejos. Entonces les dije: no tienen ustedes nada que temer. Portugal y Castilla La Vieja cuentan con parecido número de kilómetros cuadrados. Pero sobre la misma extensión se encuentran, en Portugal, diez millones de habitantes, y en Castilla La Vieja, sólo algo más de dos millones. La estadística, tan favorable a Portugal, produjo en el auditorio desconocedor del dato una sorpresa. Se disipó con ello una percepción errónea.

Ya dijo Jean Monnet que las dificultades entre los pueblos suelen ser muchas veces artificiales. En aquel coloquio, el iberismo utópico de Teófilo Braga había sido traducido a un pragmatismo más modesto pero más eficaz. Así son muchas de las relaciones existentes hoy entre los españoles y los portugueses, que, como atestigua una encuesta reciente, van dejando paso a una relación bastante más fluida.