El ideario de Ciudadanos

Ciudadanos está considerando revisar sus principios. O adaptarlos a una nueva realidad, otra fórmula que también he leído por ahí. Me cuesta entenderlo. La idea de revisar los principios, en un partido, resulta absurda. Los principios identifican a un partido y, como tales, resultan inmodificables sin que el partido cambie, sin que sea otro partido. Es como ir a jugar al fútbol y decir “sí, pero ahora cogeremos el balón con la mano”.

Más absurdo todavía es apelar “al paso del tiempo”. Un principio no caduca. Tampoco pesa ni huele. Esas son predicaciones sin sentido referidas a principios. ¿Han caducado los derechos humanos? Los principios (intemporales) permiten valorar las (cambiantes) situaciones, como justas o injustas, y proporcionan un norte, guían políticas. Si acaso, cambian las propuestas institucionales en los que cuajan. Cambios en las circunstancias conducirán a abordar de una nueva manera el reto de siempre. Hemos sustituido las cartas por los e-mails, pero no ha cambiado el objetivo: la comunicación.

Según parece, Ciudadanos se presentaría ahora como liberal progresista, demócrata y constitucionalista. No es mucho decir. En el mejor de los casos, una obviedad. Es como estar a favor de la gravitación universal. Progresista, a estas alturas, cobija cualquier contenido: nadie se dice reaccionario. Y el compromiso con la Constitución se le supone a cualquier partido, también a quienes aspiran a modificarla. Por supuesto, algunos no respetan la Constitución, pero eso es un problema judicial, no un perfil político. La Constitución es un lugar de encuentro donde resolver discrepancias razonables entre ciudadanos con distintas concepciones. Pero, claro, eso no exime a cada cual de precisar las suyas. Como principio general, no identifica a nadie.

La fórmula anterior, socialismo democrático y liberalismo progresista, informaba bastante más. Por lo pronto, capturaba la herencia natural, igualitaria, que asociamos al ideal de ciudadanía. Si se me permite condensarla en un lema lo haría en la fórmula “ninguna desigualdad sin responsabilidad” (Jahel Queralt, Igualdad, suerte y justicia). La idea es sencilla: venir al mundo en cierta familia, región o con ciertos talentos no responde a ninguna elección voluntaria y, por lo mismo, no puede justificar castigos o premios. Sirvió de fundamento a las revoluciones democráticas en su crítica a las sociedades estamentales, sostenidas en privilegios de sangre, y, ahondada, está detrás de las sufragistas y de la lucha por los derechos civiles y los derechos sociales. Con matices, hoy la asumen liberales con lecturas (que no se agotaron en Popper o Hayek) y socialistas sin primitivismos.

Por supuesto, la trama ideológica de un partido no se sostiene en un único principio. Desde la doble tradición citada, el principio anterior se ha de compatibilizar con otros a favor de una razonable igualdad, imprescindible en una democracia saludable: en sociedades profundamente desiguales no hay un mínimo mundo de experiencias compartidas en las que asentar las deliberaciones. Sobre tales principios, y algún otro más, distintas filosofías políticas pueden construir un proyecto político común, sin incurrir en vaciedades o en parches intelectuales. Son suficientes para sugerir líneas de acción, propuestas.

Dentro de las dimensiones convencionales del espacio electoral, esas coordenadas lo situarían en algún lugar en el ámbito de la izquierda. No es una mala noticia, si preocupa el voto potencial. En nuestro extravagante escenario político proporcionan una línea de demarcación, una rotunda identidad ideológica, frente a la izquierda reaccionaria que señorea el paisaje, dispuesta a defender unidades de decisión (soberanías) sostenidas en identidades culturales, esto es, dispuesta a romper la unidad de distribución y de justicia que es la nación de ciudadanos. Cuando se asumen tales supuestos, cualquier apelación a la igualdad solo muestra su vacua condición, su inconsistencia intelectual.

Antes esos extravíos, Ciudadanos dispone ahí de un territorio franco, acorde con su trayectoria. Sin patrioterismos, estaría en condiciones de fundamentar en razonables principios de igualdad entre ciudadanos una solvente crítica al mayor reto político de nuestra sociedad. No hay proyecto común, de todos, que no pase por cuestionar ideales centrados en acabar con el Estado, el único instrumento disponible de realización de la justicia distributiva.

Los argumentos anteriores, en el plano de los principios, no pueden convencer a nadie. Uno no se hace socialista o liberal por rentabilidad electoral. Un partido se identifica con una propuesta de intervención regida por unos principios y, si acaso, al intervenir sobre la realidad, procura corregir las ideas de los votantes. No se acomoda a estas. Si no, todos al PP o, en Cataluña, a ERC. Con todo, tales consideraciones resultan obligadas cuando, para justificar la depuración ideológica, se apela a los potenciales votantes, a las demandas: “Es por donde llegan los votos” o, en una versión ceñida a Cataluña, “debemos recoger el voto huérfano del nacionalismo moderado”. Por supuesto, importa atraer nuevos votantes. Exactamente eso: atraerlos, conducir sus reclamos a un lenguaje ciudadano, que es exactamente lo contrario de acompasarse a su mundo mental original, de incorporar una palabrería nacionalista que está en el origen del mal que padecemos. Esta palabrería, sostenida en inquietantes supuestos, hay que desactivarla antes de que nos desactive. Existe un deprimente experimento natural de los peligros de confundirse con el paisaje: la entera historia del PSC.

Por lo mismo, tampoco vale apelar a los resultados conseguidos, al argumento “nuestros votantes proceden del PP”. Por lo dicho y, sobre todo, porque es autoconfirmatorio, porque una vez se decide competir en el espacio del PP, va de suyo que los votos —y los militantes— procederán del PP. Pero no muchos. Porque no hay que engañarse. El espacio de la derecha está perfectamente cubierto. Lo que no hay, y resulta extraordinario, es una izquierda comprometida en serio con una sociedad de ciudadanos libres e iguales. La existente, la izquierda reaccionaria, está atrapada en una retórica de comunidades culturales compactas como fundamento de la vida política heredera de los viejos argumentos que el historicismo alemán levantó contra los ideales de la Revolución Francesa, esos mismos que sostienen los Lepenes del mundo. Una mitología que no resiste el contraste con los hechos ni con los principios, pero que nutre a Podemos en sus momentos inteligibles y que han comprado y cebado los socialistas cuando han tocado poder en Galicia, País Vasco, Cataluña, Valencia o Baleares.

Un partido no es un proyecto, sino un instrumento para realizar un proyecto. El éxito de partido, ciertamente, no garantiza el éxito del proyecto. Eso sí, su fracaso es condición suficiente del fracaso del proyecto. Una razón para pensárselo mucho antes de reconsiderar sus fundamentos. No se puede volver a empezar cada mañana.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Es uno de los firmantes del llamado “manifiesto de los intelectuales” que dio origen a Ciudadanos.

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