El impacto de la crisis sobre la democracia

La crisis es la primera de nuestras preocupaciones, pero que con ella la democracia pueda ir deteriorándose —a pesar de que se acumulan los síntomas, el último, volver a una televisión pública, mero instrumento de propaganda del Gobierno—, es cuestión que sigue en la penumbra.

Habría llegado el momento de cambiar el mercado laboral, reajustar la política social, la fiscalidad, las instituciones financieras, controlar las Comunidades Autónomas, todo habría que cambiarlo, menos corregir las deficiencias de nuestra democracia, por no cambiar, ni siquiera una ley electoral que tan descaradamente favorece el bipartidismo.

Desde la caída del bloque soviético, la democracia representativa por vez primera no compite con otras opciones. Ha llegado a la cima de su prestigio, pero habría que retroceder a los años treinta del siglo pasado para encontrar tamaño distanciamiento de las instituciones democráticas establecidas. Pese a que después del paro, la segunda preocupación de los españoles sean los políticos, estos no se dan por aludidos, escudados en la expectativa de que la crisis difumine valoración tan negativa.

En suma, cuando la democracia parece indiscutible, arrecia con fuerza la crítica a sus instituciones. Paradoja que en un primer momento podría explicarse por la misma consolidación de la democracia: que se critique cada vez más y mejor podría interpretarse como prueba de que estuviese más y mejor arraigada. Si se detecta una mayor crítica interna en un partido, asociación o institución, es señal de la buena marcha democrática, hasta el punto de que tal vez cabría afirmar que cuánto más críticas, más patente quedaría su buen funcionamiento.

Para dar cuenta del aumento de denuestos a la democracia se podría añadir un segundo argumento, y es que, al encontrarse sin competencia imaginable, criticarla implica mucho menor riesgo. En la “guerra fría” excederse en las críticas del modelo occidental se interpretaba como prueba de preferir el soviético; así que se andaba con mucho tiento a la hora de criticar la democracia representativa.

Aunque haya que tomar en cuenta las dos explicaciones anteriores, el malestar generalizado rebasa con mucho la mera confirmación del buen funcionamiento de la democracia y, desde luego, es algo de mucho mayor calado que una mera reacción coyuntural ante el comunismo, o su caída. Que el fenómeno no es tan simple queda de manifiesto en el hecho de que lustros antes del derrumbamiento de la Unión Soviética ya se detectaba un enfado creciente. En los años setenta, la izquierda hablaba de la “crisis de legitimidad del capitalismo tardío” y la derecha, de la creciente “ingobernabilidad” de las democracias establecidas. Con todo, en los últimos tiempos la irritación con el funcionamiento de la democracia se extiende a una velocidad preocupante, hasta el punto de que incluso en una minoría —que en algunos países europeos por desgracia crece a buen ritmo— se condensa en actitudes claramente antidemocráticas. De ahí que convenga distinguir las críticas y frustraciones que provienen de contraponer el ideal de lo que debería ser la democracia con su funcionamiento real, de aquellas otras que subrayan los males que se denuncian como consecuencia necesaria de unos principios que no podrían dar otros resultados, es decir, de la crítica de la democracia en cuanto tal. Incluso en una situación de relativa calma chicha como la de Alemania desde la unificación —los sueños se habían hecho realidad— con índices socioeconómicos entre los mejores de Europa, el concepto que ha terminado por prevalecer para designar las relaciones de la población con la política es Verdrossenheit, una mezcla de enojo y fastidio. El concepto de Politikverdrossenheit,hastío de la política, comporta una doble dimensión: de una parte, supone una valoración negativa de los políticos y de todo lo que tenga que ver con la política; de otra, un simple desentenderse de la política, por desinterés o cansancio. Ante la política el ciudadano se irrita, o pasa de ella.

¿De dónde proviene enojo tan generalizado? Formulemos una primera hipótesis. En un mundo con tantas y tan grandes mutaciones en todos los ámbitos sociales, económicos, políticos, las instituciones se muestran cada vez menos capaces de responder a los nuevos desafíos, pero, pese a esta manifiesta impotencia, permanecen petrificadas sin tener previsto, ni siquiera para un futuro más o menos lejano, mudanza alguna. Que las instituciones permanezcan inamovibles, cuando se producen tantos cambios y tan rápidos, explicaría el desasosiego que se detecta. El malestar lo produciría la velocidad del cambio con un anquilosamiento de las instituciones que, no solo son cada vez menos operativas para resolver los problemas a los que se enfrentan, sino que con su ineficacia salta a la vista el uso que de ellas hace una clase política que las utiliza como fuente exclusiva de poder y riqueza, que es lo que en un sentido lato habría que llamar corrupción. En suma, la velocidad del cambio social produce vértigo, a la vez que las aguas estancadas, inmundicia.

Para dar cuenta del amplio malestar que invade a Europa, el hecho crucial es una eficacia a la baja para resolver los problemas que son competencia de las instituciones. Para disimular esta tendencia se recubren de una falsa apariencia, mostrándolas muy distintas de lo que realmente son, con lo que aumenta hasta extremos insoportables la discrepancia entre realidad y apariencia —algo que, por lo demás, se da en toda sociedad— obligando a los ciudadanos a comulgar con ruedas de molino, con la amenaza de que, si se negaran a ello, se les difamará de enemigos de la democracia. Esta ambigüedad, cuando no confusión general, desemboca en una utilización de las instituciones para fines ajenos a los establecidos: y en esto consiste el concepto más amplio y genérico de corrupción. La falta de adecuación de las instituciones a las necesidades sentidas, con una ineficacia en aumento, es el problema de fondo; su utilización para fines espurios, la llamada corrupción, un subproducto derivado. De ahí que robustecer los controles como forma de combatir la corrupción, a la larga se revele poco eficaz, al menos mientras no se ataque la cuestión de fondo, la inadecuación creciente de las instituciones políticas a las exigencias económicas y sociales que al comienzo del tercer milenio demandan las sociedades europeas.

La crisis de la democracia no es un fenómeno circunstancial que pudiera resolverse con algunos arreglos superficiales, sino que exige cambios sustanciales, de esto somos cada vez más conscientes, pero también del escaso consenso que existe sobre su posible contenido y alcance. No solo a la izquierda se le ha hundido el suelo bajo los pies, arrastando consigo todos sus supuestos anteriores, es que la tesis de la derecha de que todo se reduce a librar a la sociedad y a la economía de las garras del Estado, si bien marcha en la dirección que indica la internacionalización de la economía, no nos engañemos, lleva en su seno el desmontaje del Estado social, pedestal sobre el que se levanta la democracia establecida.

Es necesario reaccionar a tiempo ante el sistemático desguace del Estado democrático, que se justifica como un elemento imprescindible para salir de la crisis, así como prestar mayor atención a las nuevas formas de organización democrática que vayan surgiendo en la sociedad.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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