El impacto de una neutralidad forzada

El 28 de junio de 1914, Cambó estaba en París y asistía, en Longchamps, al Grand Prix. De repente, percibió cierta agitación en la tribuna presidencial. Pronto se extendió por el hipódromo la noticia: el archiduque Francisco-Fernando había sido asesinado en Sarajevo. Cambó regresó aquella misma noche a Barcelona. La noticia fue recibida en España sin dejar margen, desde el primer momento, a ningún tipo de intervención. La neutralidad vino impuesta por la inercia de la política exterior española de los últimos dos siglos y por la situación interna de España. El Gobierno Dato optó sin titubeos por mantener a España al margen de la Gran Guerra, pese a los tratados que vinculaban a España con la Triple Entente. Lo que no fue óbice para que los españoles se dividiesen hasta el paroxismo en aliadófilos y germanófilos, llevados por su habitual pulsión cainita.

Dato creía -con toda razón- que España carecía de motivos y de recursos para entrar en guerra, de manera que no le fue difícil renunciar al axioma que había guiado la política exterior española durante el siglo XIX: si Francia e Inglaterra van juntas, marchar con ellas; si separadas, abstenerse. En esta ocasión, España se abstuvo pese a que Francia e Inglaterra iban juntas. Las razones quedan claras en un memorándum que Dato dirigió al Rey: la participación en la guerra “pondría de manifiesto nuestra falta de medios y de preparación militar (…) Con sólo intentarla arruinaríamos a la nación, encenderíamos la guerra civil, y pondríamos en evidencia nuestra falta de recursos y de fuerzas para toda campaña. Si la de Marruecos está representando un gran esfuerzo y no está llegando al alma del pueblo, ¿cómo íbamos a emprender otra de mayores riesgos y de gastos iniciales para nosotros fabulosos?”. Tan verdad era lo que Dato decía al Rey, que un diplomático español -el marqués de Villa-Urrutia- lo denunció así años después: “No es cierto, aunque se haya creído y se haya dicho, que las naciones que tomaron parte en (la guerra) solicitaran nuestra ayuda y nos pusieran en el caso de negarla. Todas estaban en el secreto, que sólo los españoles ignoraban y que años después se hizo público con el derrumbamiento de la Comandancia de Melilla, que tan dolorosa sorpresa produjo en el país”. Por su parte, Cambó también sostuvo lo mismo con otras palabras: “Porque se va a la guerra para alcanzar un gran ideal nacional, sentido por todos, querido por todos, en holocausto del cual se queman todas las discordias y se rehace la unidad espiritual del pueblo”, mientras que en España sólo existen “algunos pseudoideales de bandería capaces únicamente de sostener una guerra civil”.

El Rey también fue partidario de la neutralidad desde el principio, dado que el horizonte de su política internacional se agotaba en Portugal y Marruecos. No obstante, la suya fue una neutralidad escorada del lado francés, como reconoció Poincaré en un artículo publicado en La Nación de Buenos Aires acabada la guerra. Muchos años después, ya en el destierro, Alfonso XIII respondió al periodista Julián Cortés Cavanillas que “el acontecimiento de más trascendental importancia y de mayor beneficio en la vida política, social y económica de España durante su reinado” fue “la neutralidad durante la Gran Guerra”.

Ahora bien, la forzada neutralidad de España no fue un hecho inocuo, sino que, tras una fase inicial de desconcierto, originó una cadena de reacciones que, durante el conflicto, alteraron las principales bases de la estructura productiva del país, y, en la posguerra, provocaron una grave crisis cuya salida final fue la dictadura de Primo de Rivera. La guerra provocó, de un lado, la contracción del mercado internacional, y, de otro, la ilimitada demanda de los países beligerantes a España. En consecuencia, subieron vertiginosamente los precios de las materias primas y de las manufacturas, poniendo fin a la estabilidad característica de los lustros precedentes. Agricultores, industriales y comerciantes se beneficiaron de un modo fabuloso, mientras que una gran masa de población -obreros, empleados y funcionarios- padecía de forma creciente e intolerable: encarecían los productos y sus ingresos se mantenían al mismo nivel. Pero, al terminar la guerra, cambió de nuevo el decorado: la inflación y la retracción de la demanda redujeron drásticamente los márgenes de beneficio, provocando que los grupos patronales iniciasen una fuerte campaña para conseguir más altos niveles de protección mediante medidas arancelarias, fiscales, crediticias y comerciales. Esta fue la última fase de la crisis que -en palabras de Francisco Bernis, Las consecuencias económicas de la guerra, 1923- se hizo patente en “el ánimo de los empresarios y capitalistas enriquecidos de liquidar las existencias a precios de guerra y mantener una política de altos precios en España”. Total, que la situación social se hizo insostenible, las instituciones políticas fueron incapaces de canalizar la protesta, y el sistema buscó la salvación en un general. La crisis económica suele provocar la crisis política.

Juan-José López Burniol

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