El ‘impeachment’ como proceso legal o político

En cuanto Donald J. Trump fue elegido presidente de Estados Unidos, el impeachment, —el proceso de destitución— se puso de moda. Desde entonces he dedicado mucho tiempo a explicar el concepto y su principal característica, que es que consiste en un proceso político, más que legal. Aunque en la Constitución de Estados Unidos está bastante clara la acusación de traición y corrupción, el significado exacto de "delitos mayores y menores" no lo está tanto. Pese a ello, entre los expertos existe el consenso de que se trata de un mecanismo institucional cuyo propósito es apartar de su cargo a los funcionarios que abusan de su poder.

El líder del Senado, Mitch McConnell, lo sabe, porque ha llegado a declarar a los periodistas: "Este es un proceso político. No soy nada imparcial". Pese a ello, el equipo de abogados estrellas de Trump ha concluido su defensa del impeachment con unos argumentos legales que equivalen a decir que "si no hay delito, no hay destitución". Rechazan el proceso de enjuiciamiento de la Cámara no porque Trump no haya hecho mal uso del poder de la presidencia, sino porque no ha cometido un delito. Es decir, no importa que Trump abusara de sus poderes e intentara intimidar a Ucrania para que interfiriera en la campaña presidencial de 2020 en su propio beneficio. No importa si los republicanos permiten que John Bolton testifique y corrobore esto. Lo que sí les importa es si se infringió o no la ley establecida.

"Este argumento es una tontería desde el punto de vista constitucional", dice Frank O. Bowman III, catedrático de derecho en la Universidad de Missouri y autor de High Crimes and Misdemeanors, A History of Impeachment for the Age of Trump. "El consenso casi constante —empezando por el Reino Unido, pasando por las colonias, los Estados norteamericanos entre 1776 y 1787, el Congreso de Filadelfia y desde entonces— es que no es necesario que se haya producido un comportamiento criminal para iniciar el proceso de destitución". Uno de los fundadores de EE UU, Alexander Hamilton, definió las infracciones merecedoras de destitución en El federalista como "aquellos delitos que proceden de la conducta indebida de los hombres públicos o, en otras palabras, del abuso o violación de la confianza pública".

Esta conceptualización del proceso de destitución la hace incluso el propio fiscal general de Trump, William P. Barr, para quien los presidentes que hacen mal uso de su autoridad están sujetos a la posible destitución, según afirmó en un memorándum enviado al Ministerio de Justicia y el equipo legal de Trump cuando todavía estaba en un bufete privado. E incluso uno de los abogados defensores de Trump, el famoso excatedrático de derecho de Harvard Alan Dershowitz, alegó en 1998 que "si hay una persona que corrompe por completo el cargo de presidente y que abusa de la confianza y constituye un grave peligro para nuestra libertad, no es necesario que exista un delito propiamente dicho".

Aun así, este argumento de "si no hay delito, no hay destitución" se utilizó en defensa de Andrew Johnson durante su juicio en el Senado en 1868. El antiguo magistrado del tribunal Supremo Benjamin Curtis, que era el abogado de Johnson, dijo al Senado: "No puede haber delito mayor ni menor sin una ley, escrita o no escrita, expresa o implícita. Debe haber una ley; si no, no hay delito. Mi interpretación es que 'delitos mayores y menores' se refiere a 'delitos contra las leyes de Estados Unidos'". El Senado exoneró a Johnson, al no alcanzar, por un voto, la mayoría de dos tercios necesaria para apartarlo del cargo.

Dicho esto, es discutible si la absolución de Johnson fue por motivos legales o estuvo condicionada por la opinión pública, que estaba nerviosa ante la posibilidad de un proceso de destitución con la guerra civil tan reciente. Lo cual es otra señal de que se trata de un proceso político. El proceso de Johnson en la Cámara de Representantes y su juicio en el Senado se celebraron en el invierno anterior a unas elecciones, y muchos alegaron que habría sido mejor dejar que hubiera sido la gente la que decidiera su suerte.

A pesar ser unas superestrellas legales —Dershowitz es el abogado defensor más célebre de Estados Unidos, y Ken Starr se hizo famoso cuando fue nombrado fiscal especial en el proceso de destitución de Clinton—, el argumento que utilizan los abogados de Trump está en sintonía con la falta de solidez intelectual a la que nos ha acostumbrado su Gobierno en estos tres años. La falta de solidez intelectual que no tiene en cuenta lo perjudicial que puede ser para la democracia y las instituciones del país.

También es muy posible que no haya otra defensa posible. En particular, una que no necesita convencer a los demócratas —que no se van a convencer—, sino dar cierta cobertura política y legal a los republicanos del Senado, que se enfrentan a unas elecciones difíciles en noviembre. Aunque la mayoría de los republicanos están tan aterrados ante la ira de Trump, sus tuits y sus partidarios que no se atreven a ponerse en su contra, otros se presentan a la reelección en estados más moderados, en los que los votantes les preguntarán si han sido imparciales, o no, durante el juicio en el Senado.

Trump y los republicanos están intentando tener todas las ventajas, y probablemente lo van a conseguir. Ya se encargará Mitch McConnell de que sea así. El proceso en el Senado está siendo ya político, vistas la rapidez, la negativa a aceptar pruebas y testigos nuevos y la falta de transparencia, pero la decisión final se basará en un argumento falseado de que no ha habido delito.

Alana Moceri es analista de relaciones internacionales y profesora de la Universidad Europea y IE School of Global and Public Affairs. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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