Montesquieu en el Prefacio de El espíritu de las leyes escribe: «No he sacado mis principios de mis prejuicios, sino de la naturaleza de las cosas» y, de hecho, toda su filosofía social está impregnada del principio programático de examinar las cosas tal como son y no como los dogmas o los prejuicios puedan deformar. Este imperativo de realidad venía siendo ya desde la época renacentista una línea cada vez más predominante en el método de análisis de la sociedad y de sus problemas, en el sentido de que la observación y la experiencia son reconocidas como las vías ciertas que conducen al conocimiento de los mismos.
De manera particular, la Ilustración española en el siglo XVIII se caracteriza por una especie de avidez de realidad a la hora de hacer la crítica de la nación y elaborar un proyecto de progreso y bienestar para el país, que la diferencia del cierto ensimismamiento y fantasmagorías que caracterizó a parte de la política de la época barroca, y que constituye una de sus características más positivas, incluso si se compara con la fascinación por el pensamiento abstracto, desligado de las realidades concretas de tiempo y lugar, que predominó en buena parte del pensamiento francés de la época.
En la actualidad, tras las desastrosas y a veces terribles experiencias de los últimos dos siglos a las que condujeron políticas que partían de principios abstractos o de utopías basadas en pretendidas leyes históricas, una de las cualidades que, por lo general, más se valora en los proyectos políticos y en la personalidad de los políticos en particular, es la de su capacidad para basarse en la realidad y detectar la auténtica naturaleza de los problemas que se presentan en las sociedades de nuestro tiempo. El gran historiador de las ideas Isaiah Berlin ha señalado que, una de las características del político eficaz es la de poseer una capacidad desarrollada de «evaluación no generalizadora de situaciones específicas», ligada a una «percepción» intuitiva de lo que es empíricamente viable; la capacidad para distinguir «las alternativas reales que pueden realizarse en un momento dado de las alternativas realizables, tal vez, en otros lugares y en otros tiempos, pero no en la sociedad o periodo en cuestión».
Si aplicásemos estas pautas del «buen juicio en política» y del político eficaz, habría que radiografiar la política llevada a cabo por el presidente del Gobierno Zapatero, de manera particular en un tema tan importante y grave como el del terrorismo y cómo derrotar a la organización ETA, así como -en otro plano distinto, tangencial pero paralelo a éste- el del fenómeno del nacionalismo independentista en general.
No es mi intención explayarme aquí sobre el problema ético acerca de la negociación política con una organización terrorista -en cualquier caso, reprobable tal como se ha llevado en la pasada legislatura desde mi punto de vista-, sino apuntar que las pretensiones por parte del Gobierno de acabar con la organización terrorista no se fundamentaban en el imperativo de realidad, sino en un sustituto de éste, nunca explicado del todo a la sociedad y que al final ha sido fallido, entre otras cosas porque -tomo prestadas, de nuevo, las palabras de Berlin- «no existen sucedáneos de un sentido de la realidad».
La negociación del Gobierno con ETA partió, en mi opinión, de un presupuesto metodológico de política democrática erróneo y peligroso. Me refiero a la premisa repetida hasta la saciedad y aceptada de manera muy generalizada, de que todo jefe de Gobierno elegido democráticamente tiene el derecho y la obligación de experimentar nuevas formas para acabar con el terrorismo. Porque una cosa es que, efectivamente, la política antiterrorista -como cualquier otra del ámbito político- corresponde de manera fundamental, aunque no exclusiva, al Gobierno y, otra, el que una política de Estado en asunto tan importante y complejo como éste debe tener en cuenta la experiencia colectiva que se había ido acumulando a lo largo de 30 años, en la que, además, la sociedad española se había dejado jirones de piel muy dolorosos.
Como dijera Stuart Mill, a la verdad sólo se llega cotejando diversas opiniones y experiencias, y el eliminarlas lleva a inmiscuirse en el proceso competitivo a través del cual una generación aprende de los errores o de los aciertos de las otras. El método de la prueba-error, aplicado a la lucha antiterrorista durante ese largo periodo, ha sido muy didáctico de manera contundente acerca de la naturaleza del terrorismo nacionalista y de que, pese al intento de haber permitido espacios políticos y públicos de actuación a sus correas de transmisión y terminales mediáticos y de otro tipo (llámese Herri Batasuna o cualquier otra de la sopa de letras con las que sucesiva o simultáneamente se denominaban), lejos de haberles atraído a planteamientos democráticos, o al menos neutralizarlos, por el contrario se fue ampliando la cancha de su actuación en los terrenos político, mediático y financiero. Y, por el contrario, cuando se le ha combatido con todos los medios legítimamente democráticos y eliminado, o reducido al máximo, sus espacios de actuación e influencia es cuando se le ha abocado a una situación de mayor debilidad. La lucha antiterrorista, pues, no puede ser un «juguete» colocado caprichosamente en manos de cualquier nuevo presidente o Gobierno que, por falta de sentido de la realidad acerca de la naturaleza del fenómeno y por hacer tabla rasa de la experiencia acumulada durante los gobiernos de diferentes tendencias, lleve a experimentos de ingeniería política abocados al fracaso, como se ha comprobado.
La fallida política frente a ETA llevada a cabo por el actual Gobierno -aparte de la discusión acerca de si ha habido o no negociación política- se ha basado con toda evidencia en una falta de sentido de la realidad. ¿Cuáles eran los datos o referencias que, pretendidamente, disponía y había verificado el presidente del Gobierno que le llevaba al optimismo de creer que ahora se daban las condiciones para que los terroristas dejaran de utilizar la violencia sin hacer concesiones políticas ni basarse en el chantaje, y que nunca fueron comunicadas ni a la oposición ni a la ciudadanía en general, ni antes de la tregua, ni durante ella, ni una vez rota? Por otra parte, ni el más laxo baremo democrático podría justificar el hecho, entre otros, de que, tal como el mismo presidente del Gobierno llegase a desvelar, no se había dicho la verdad acerca de no haber tenido contactos con al organización terrorista tras el atentado de la T-4 en Barajas.
Max Weber escribió que son tres las cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. En el caso de Rodríguez Zapatero, dejando aparte la primera (la pasión al servicio de una causa, que se presupone tendría que ser la defensa de la libertad y la democracia para el conjunto de la nación española), habría que poner en entredicho -especialmente en lo que se refiere a su política antiterrorista y frente a los nacionalismos separatistas- las otras dos cualidades: la responsabilidad para con esa causa como orientadora de su acción y la mesura en cuanto «capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas».
En ocasiones, el fracaso proviene de resistirse a aquello que mejor funciona en cada campo, de ignorarlo u oponerse a ello a favor -como señaló Isaiah Berlin- «de un deseo por desafiar todos los principios, todos los métodos en cuanto tales, de abogar simplemente por la confianza en una buena estrella o en la inspiración personal: es decir, mera irracionalidad». En la tragedia griega lo importante no era la entrada en la escena sino cómo se salía de ella, y la sociedad española se encuentra en estos momentos en esa misma tesitura debido a la pretendida buena estrella de un presidente un tanto visionario.
Marguerite Yourcenar, en sus Memorias de Adriano, escribió que «la vida es un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado». Al presidente Zapatero le faltó acabar de adiestrar al salvaje caballo que es ETA y buena parte del nacionalismo separatista para así, luego, poder plegarse a los movimientos de la vida.
Alejandro Diz, profesor de Historia de las Ideas en la Universidad Rey Juan Carlos.