El imposible duelo independentista

La derrota es insoportable. Más todavía cuando se daba por segura algún tipo de victoria, o al menos unos beneficios suficientemente gratificantes para las enormes inversiones realizadas en la construcción de un tan altísimo castillo de esperanzas. Estaba construido en la arena, es cierto, y todos lo sabían en su fuero interior, aunque convirtieron en costumbre su ocultación detrás de otro castillo todavía más alto, hecho de tergiversaciones, exageraciones y mentiras.

De todo ello ha surgido toda una cultura de la falsificación y de la falacia argumental de la que será muy difícil prescindir el día en que sea necesario regresar a la normalidad. Es de una ingenuidad prodigiosa pensar que convencerán a alguien, sino a quienes ya están convencidos, con las abundantes comparaciones insultantes del independentismo catalán con los movimientos de los derechos civiles en Estados Unidos, la independencia de India o la lucha contra el apartheid en Sudáfrica. O, para coronar el disparate, buscando semejanzas entre el caso Dreyfus y el proceso en el Tribunal Supremo.

El imposible duelo independentistaEl mundo paralelo construido por el independentismo es ahora el mayor obstáculo para el reconocimiento de la realidad en que se encuentran sus dirigentes y, lo que es más importante, sus seguidores y votantes. La gran mayoría de los líderes e intelectuales del independentismo, aun conociendo que han sido derrotados y que no habrá independencia ni nada que se le parezca, sigue encelada en la negación de la evidencia, que es la primera reacción de quien se enfrenta a la necesidad del duelo. Son muchos ya los que se han adentrado en las siguientes famosas fases del proceso de aceptación de una muerte —que es de lo que se trata en el plano de un proyecto político—, después de superar solo interiormente la negación, la primera, aunque sigan callados y sin admitirlo en público.

Unos están en la ira y lo demuestran en la radicalización y la virulencia de sus expresiones públicas. Otros han llegado a la negociación, que como todos sabemos es con uno mismo, y se muestran mansamente dispuestos a la aceptación de un referéndum o algo que se le parezca, aunque no se le llame de autodeterminación, con tal de que se pregunte sobre la independencia. Apenas se habla de los que han pasado ya a la siguiente, la más silenciosa, la de la depresión, aunque las deserciones o, mejor dicho, los abundantes mutis por el foro de ciudadanos refugiados de pronto en la vida privada y profesional después de muchos años de activismo público, permiten intuir que está produciendo efectos devastadores entre quienes fueron en su día estusiastas procesistas. A la última, la de la aceptación, se diría que oficialmente nadie ha llegado, aunque son muchos los que tienen la clara aunque oculta conciencia de que ya están al cabo de la calle y así lo confiesan cuando se les sonsaca en privado.

La palabra para describir la capacidad de enmascaramiento de la derrota es resiliencia. Ya que hemos sido derrotados, ya que no somos capaces de aceptarlo y de regresar a la vida normal, vamos a seguir fingiendo y creando ficciones que permitan la supervivencia del sueño de la victoria. Todo este esfuerzo se dirige, ante todo, a quienes los han apoyado y permitido con su voto, esperanzados y crédulos seguidores de los castillos de mentiras y tergiversaciones, y todavía persisten en seguir dispuestos a otorgarles la confianza electoral.

En una democracia viva una derrota como esta tiene su adecuada respuesta en las urnas. Quienes no han cumplido sus promesas y han mentido a sus electores con esperanzas vanas y objetivos inalcanzables pagan el precio en las elecciones y permiten así que sean otros quienes busquen nuevos caminos para encauzar las ideas y los deseos políticos del electorado desengañado. Eso es lo que los líderes del independentismo han querido evitar a toda costa. Esa es la razón profunda por la que Puigdemont no llamó a las urnas el 27 de octubre y prefirió la ficción de una declaración unilateral que no llevaba a nada. Después de prometer solemnemente que aquella era la última legislatura autonómica, el regreso a las urnas constitucionales españolas iba a merecer un castigo del electorado que se quiso eludir entonces y que, por supuesto, se ha seguido eludiendo y posponiendo tanto tiempo como ha sido posible.

La fórmula que se escogió era todavía peor en cuanto al cumplimiento de los compromisos y a la ocultación de la derrota. La proclamación inconsecuente de la nueva república, tan solemnemente prometida a sus seguidores, es uno de los mayores engaños que puede poner en práctica un político que cuenta con una mayoría de gobierno. El vacío político exhibido en los días siguientes era merecedor de un doble castigo. De entrada, el que pudiera corresponder a la justicia, perfectamente obligado con los perdedores de quienes fracasan en su pretensión de cambiar un régimen político en vulneración de la legalidad constitucional. Pero, sobre todo, merecían la reprimenda de los engañados electores a la primera ocasión en que fuera posible preguntarles por el comportamiento de los dirigentes en los que habían confiado.

Hay que subrayar la superioridad del segundo castigo, eludida en este caso en las elecciones del 21 de diciembre de 2017, gracias a la habilidad de los dirigentes independentistas para construir otro castillo más, el tercero, este todavía más alto, con el martirologio de las cárceles y del exilio. Primero esperanzas, luego mentiras y, al final, un santoral de mártires han sido los tres capítulos de esta fantasía construida en el aire. Sin la huida de Puigdemont a Bruselas hubieran sido todavía más discutidas y discutibles las prisiones preventivas e incluso el caso de la supuesta rebelión. Sin la presidencia en el exilio también hubiera sido más improbable la victoria de Junts per Catalunya sobre Esquerra Republicana. Los presos y los exiliados actúan como el escudo que oculta y protege ante la realidad de la derrota. Mientras ellos estén en el extranjero o en la cárcel, seguirá viva la mentira que oculta la derrota del procés, porque seguirá viva la leve aunque vana esperanza en la victoria que impide al independentismo enfrentarse a la verdad desnuda de estos seis años estériles.

Esta generación de políticos, que ha conducido tan irresponsablemente a media Cataluña al despeñadero político, merece ser relevada y pasar al olvido lo antes posible. La justicia hará su trabajo y nadie debe interferir en lo que haga, que debe ser y seguro que será justo. Pero desde el punto de vista político, e incluso desde el más grave y severo de la moralidad pública, el castigo que merecen no se lo proporcionarán los jueces, sino las urnas, y deben infligírselo el conjunto de los ciudadanos en las próximas citas electorales. En ellas se medirá de verdad la madurez de los electores y la calidad de la democracia catalana. Y también el futuro de la causa que se dice defender. Una retirada a tiempo y los correspondientes relevos en los liderazgos permitirían mantener una reserva del patrimonio político acumulado, mientras que un derroche inacabable y persistente como el actual puede acabar agotando todas las energías y anular cualquier futuro a un movimiento que se había propuesto una victoria resonante, total, y hasta ahora no ha hecho más que cosechar reiteradas y absurdas, por autoinfligidas, derrotas.

Lluís Bassets

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