El imposible tercer espacio catalán

Es un falso tópico al que no ha renunciado el PSOE ni siquiera en la etapa en la que ha apoyado la aplicación del 155 en Cataluña: la raíz del desafío secesionista está en el recurso de inconstitucionalidad que interpuso el PP en julio de 2006 contra la reforma del Estatut. Da igual que la sentencia del Constitucional de 2010 reconociera el sentido de aquel recurso al tachar 14 artículos del nuevo texto estatutario. El tópico sigue activo para el PSOE. En lugar de enfrentarse a una autocrítica que señale como primer causante del regreso del «problema catalán» a Zapatero, que fue quien destapó esa caja de Pandora prometiendo lo que no podía prometer y nadie le había pedido que prometiera, así como permitiendo que dicha reforma se aprobara en referéndum, Sánchez vuelve a la carga con ese ficticio reproche. En la primera sesión parlamentaria de control a su Gobierno, que tuvo lugar el pasado 20 de junio, instaba al PP a que hiciera una reflexión sobre «la estrategia que siguió en la oposición contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña». Resultaba bien elocuente –tanto como alarmante– el gesto rotundo, convencido, convicto de asentimiento con el que Carmen Calvo movía la cabeza y suscribía esas palabras de su líder durante el cara a cara que éste mantuvo con Rafael Hernando en aquella sesión. Resultaba elocuente, sí, de la grave disposición de esa ilustre representante del zapaterismo en el Gobierno Sánchez a tropezar dos veces con la misma piedra. En vez de hacer, tanto ella como su nuevo jefe, una reflexión de signo rectificador sobre los viejos errores, instan a los demás a reflexionar sobre la «ineludible necesidad» de volver a cometerlos.

El imposible tercer espacio catalánLa explicación de esa fatal persistencia hay que buscarla más en el campo de las tácticas que en el de las convicciones. El llanto sanchista por el Estatut cercenado era simplemente el preámbulo de la visita de Torra a La Moncloa y es el banderín de enganche al que los socialistas recurren para emprender su enésima búsqueda de un imposible tercer espacio entre el nacionalismo catalán subido al monte y la derecha supuestamente «incapacitada» para el diálogo. Da igual, en efecto, que esa supuesta incapacidad para el diálogo de la derecha sea un lugar tan común como refutable. Da igual que esa visita a La Moncloa de un presidente de la Generalitat en rebeldía no nos la pueda vender hoy Sánchez como inédita porque tiene como obvios antecedentes referenciales las que Mas y Puigdemont le hicieron a Rajoy en julio de 2014 y en abril de 2016, respectivamente. Da igual, porque Sánchez nos la vende como inédita y como la mayor audacia política que conocieron los siglos. Da igual que el PP no adelantara ni un solo paso en la aplicación del 155 sin contar con el PSOE ni que la respuesta marianista al se distinguiera por un perfil extraordinariamente bajo. Da igual que a Rajoy y a Sáenz de Santamaría se les reproche hoy precisamente su tibieza en dicha respuesta. Da igual, en fin, que el llanto de Sánchez por el mutilado Estatut sea tramposo a todas luces, pues carga contradictoriamente la responsabilidad del denostado recorte estatutario en el PP mientras elude enfrentarse al Tribunal Constitucional, que es el que lo hizo efectivo.

No podía ser de otro modo. La contradicción es el cemento de toda operación populista y lo es de ésta en la que ahora anda metido el socialismo español. Se repite la historia de Zapatero aunque, a diferencia de aquél, Sánchez se haya buscado para su Gobierno un par de rostros de apariencia constitucionalista que hagan presentable su temeraria pirueta y le permitan salir airoso de ese callejón sin salida lógica. La salida es un desafío a la razón. Es la contradicción de la contradicción, o sea un Borrell que ordena a sus embajadores que respondan al discurso secesionista como Morenés a Torra en Washington, pero a la vez tolera las embajadas catalanas «siempre que sean constitucionales», lo cual es obviamente un oxímoron. Borrell es la gran clave del Ejecutivo de Sánchez y de los planes de este último. ¿Es el actual ministro de Exteriores el freno al desafío independentista o más bien la tapadera de las cesiones que se le hagan a éste? ¿Es el conmovedor y voluntarista posibilismo democrático estrellándose contra su imposibilidad o el constitucionalismo-trampa que legitime y perpetúe la ilusión del sanchismo? ¿Cómo se explica su papel en un Gobierno que «agradece» al tribunal de Schleswig-Holstein que le haya hecho el trabajo sucio de librar a Puigdemont del cargo de rebelión?

La izquierda en general lleva muchos años en eso: en la ficción de una tercera vía en Cataluña y el País Vasco que le desmarque de la derecha; en una busca del tiempo perdido, una proustiana nostalgia por la época en que ese tercer espacio aún era fácilmente dibujable frente a un conservadurismo anterior a Aznar que aún no había iniciado el camino de las concesiones y con el que resultaba fácil marcar distancias. En lo que toca al PSOE en particular, el tercer espacio es ya una cultura, una superstición, un atavismo. Y antecedentes, si no teóricos, al menos retóricos le sobran para ello. Los tiene en Maragall y en Montilla; en el jaureguismo y en el patxismo vascos así como en la recurrente invocación federalista que propone convertir el Senado en una «cámara territorial» como si los nacionalismos no tuvieran ya bastante con la desproporcionada sobrerrepresentación que les otorga el actual sistema electoral. ¿Una «cámara territorial» para qué? ¿Para que tengamos a los Torra y los Urkullu hasta en la sopa?

En realidad, el tercer espacio catalán siempre ha sido una quimera, pero una quimera que da votos. Le dio a Zapatero la Secretaria General del partido contra todo pronóstico en 2000 gracias al apoyo del PSC y después le regaló una legislatura en las generales de 2008. La promesa, que no cumpliría, de salvar el Estatut, entonces en manos de un Tribunal Constitucional que tardaría dos largos años más en pronunciarse, le proporcionó al PSOE en aquellos comicios un millón de votos prestados del nacionalismo catalán. ¿Está Sánchez en lo mismo? ¿Se ha propuesto jugar, como lo hizo Zapatero, la electoralista y fraudulenta carta de ese mismo nacionalismo que, si bien no saldrá satisfecho en sus demandas de máximos, tampoco tiene nada que perder en esa reposición del escenario de 2008? ¿Va a amagar Sánchez una relectura generosa del Estatut que reformule en términos más tramposos, más aparentemente legales, más «blandos» algunos de los viejos artículos cercenados y le preste otro millón de votos catalanes en las generales de 2020? Hay más que indicios para temer esa repetición de la jugada. Aun suponiendo que ese «retoque sanchista» del Estatut fuera de nuevo impugnado y de nuevo rechazado por el Constitucional, la sentencia llegaría demasiado tarde –en 2022, pongamos por caso– y cuando ya nadie pudiera quitarle lo bailado en La Moncloa.

No. No estamos en la víspera del adiós de Cataluña sino en el tostón del eterno retorno, en lo de siempre, en el Día de la Marmota. El futuro es el pasado. Aunque su plan es de ruptura, una vez más los nacionalistas tienen, paradójicamente, la llave de la gobernación de España. Y una vez más el PSOE se lanza a la busca del tiempo perdido; de El Dorado o el Santo Grial de esa tercera vía que es imposible en el espacio físico, pero electoralmente rentable en el hiperespacio simbólico. ¿Y Borrell? ¿Qué pinta en todo esto? Borrell, no Pedro Duque, es el verdadero astronauta del Gobierno.

Iñaki Ezkerra, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *