El impulso de Brasil

El 13 de junio, la policía militar de São Paulo, con excesivo celo, intentó poner fin a una protesta por las tarifas de autobús con porras y gas lacrimógeno. La práctica de detenciones generalizadas y el lanzamiento de pelotas de goma pudieron dispersar a la mayor parte de la multitud aquella noche, pero no antes de que imágenes y testimonios se distribuyeran ampliamente, con inclusión de ataques a periodistas y transeúntes. Fue la cuarta y mayor manifestación del Movimiento Pase Libre, que había estado haciendo campaña desde principios de mes contra un aumento del 20% de las tarifas de autobús. La indignación se convirtió rápidamente en movilización a velocidad de Twitter de modo que el movimiento inundó las calles de nuevo el 17 de junio, en esta ocasión con más de cien mil personas y con protestas complementarias en otras grandes ciudades. En todo el país, los manifestantes se protegían del gas pimienta con vinagre y reaccionaban a la violencia policial con indignación y más movilización y para el fin de semana no sólo se había revocado la subida de tarifas tanto en São Paulo como en Río de Janeiro, sino que millones de brasileños se habían unido al movimiento con una creciente lista de peticiones, incluidas protestas contra proyectos asociados a la Copa del Mundo y llamamientos en favor de la aplicación de reformas políticas largamente prometidas, como la de la estancada reforma financiera.

El Partido de los Trabajadores (PT) brasileño, actualmente en el poder durante más de diez años, da efectivamente la sensación de estar totalmente desorganizado. Su presidente, Rui Falcão, llamó a los activistas del partido a unirse a la movilización, mientras que otros miembros del partido pidieron a la gente que se mantuviera al margen. El ala juvenil del partido, igualmente, pidió a la coalición de gobierno que fuera más audaz y políticos más progresistas dentro del partido han reaccionado con admiración a las protestas. La propia presidenta Dilma Rousseff, en una declaración televisada, ofreció lo que muchos calificaron de tibia respuesta; una aprobación de las protestas y propuestas pacíficas en favor de mejoras en la educación y la salud y prometió escuchar a la gente en la calle.

El PT, para bien o para mal, se ha convertido en el abanderado de un cierto tipo de izquierdismo pragmático en América Latina. Ahora, después de más de diez años de Gobierno nacional, se ha convertido en moneda corriente hablar del estilo de gobierno del PT como de una combinación de crecimiento económico, orientación basada en el mercado y la atención a la justicia social. Esto ha suministrado material para alimentar una serie de debates interesantes sobre la izquierda y el futuro de América Latina, en el curso de los cuales el modelo del PT se presentaba en la mayoría de ocasiones en contraste, favorable o desfavorablemente, con las propuestas bolivarianas del difunto Hugo Chávez. Estos debates han incidido en el predominio de la norma del mercado y el papel de las políticas redistributivas. Los defensores de la vía brasileña actual apuntan a algunos de sus logros más impactantes: la reducción de la gran pobreza, la recién lograda movilidad social en el caso de la clase media baja, la duplicación del número de estudiantes universitarios y el crecimiento económico según parece imparable. Entonces, ¿por qué demonios la gente toma las calles?

Aunque los activistas de los movimientos sociales nunca han tenido tanto acceso al nivel de gobierno como tienen ahora, un estribillo común es que el Gobierno escucha mucho, pero poco más, sobre todo en cuestiones que entran en conflicto con los intereses de los poderosos. Una reforma agraria largo tiempo esperada se ha estancado; en los problemas medioambientales, el Gobierno se ha puesto del lado de las empresas; en temas urbanos, los promotores inmobiliarios han prevalecido sobre el sentir popular; el programa Bolsa Familia de ayuda a los hogares pobres ha desatendido las voces de activistas contra el hambre progresistas; la supresión de barrios de chabolas bajo la bandera del embellecimiento del paisaje para la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos no ha llegado nunca al debate, ni tampoco el evidente apoyo a un aparato de seguridad de la época de la dictadura. Parte de la energía mostrada en las calles guarda sin duda relación con la decepción y la creciente percepción de que el PT, en última instancia, tampoco es tan diferente de los demás partidos políticos.

Sin embargo, un segundo elemento es que gran número de personas en el Brasil actual se sienten poco motivadas por la política cultural del PT o por su discurso de izquierda. Y muchos de ellos sienten que han sido excluidos del reciente desarrollo económico de Brasil. Por cada avance social importante a cargo del PT –como las ambiciosas reformas relativas a la acción afirmativa– hay retrocesos igualmente irrefutables: en la actualidad, la enseñanza pública de nivel primario está en ruinas y la desigualdad urbana sigue siendo extrema. El rápido desarrollo de Brasil en los últimos años ha sido una senda plagada de contradicciones en la que a los ricos les ha ido muy bien, mientras que muchos otros grupos apenas sobreviven. Para los que quedan atrás, es demasiado pedir que acepten posponer sus aspiraciones en nombre de un ideal progresista esquivo y abstracto, sobre todo cuando otros se han beneficiado mucho. Por último, la presidenta fue notablemente parca en palabras sobre el papel de la policía en el desencadenamiento de las protestas. Uno de los trágicos legados de la época de la dictadura de Brasil es una fuerza policial anticuada y extremadamente violenta, organizada en gran parte como milicias estatales semiautónomas, la policía militar conocida por su mala fama. Es tan violenta que Brasil se ha distinguido durante muchos años por el hecho de matar a más ciudadanos propios que cualquier otro país del mundo, a pesar de carecer de pena de muerte. Que las víctimas policiales son abrumadoramente jóvenes, negros y pobres es indiscutible, pero es algo que los brasileños han seguido aceptando y que el PT no parece dispuesto a recusar, al menos en el periodo previo a la Copa del Mundo y los Juegos Olímpicos.

No sabemos aún adónde llevarán estas protestas ni cuáles serán sus consecuencias para la política del país. Caben numerosas comparaciones: ¿se trata del Ocupad brasileño que no tuvo lugar hace dos años? ¿Es como lo que sucedió en España o Grecia, o es como el movimiento de inhabilitación contra el presidente Fernando Collor de Melo, en la década de 1990? Al igual que otros levantamientos en todo el mundo, pareció surgir de repente, pero el malestar es auténtico y las cuestiones subyacentes vienen de lejos y son complicadas. A diferencia de los casos de Turquía, Estados Unidos o España, sin embargo, Brasil está gobernado actualmente por un partido político comprometido en principio con el diálogo con los movimientos sociales, la democracia participativa y la justicia social y con un liderazgo que en su día estuvo en el punto de mira de la policía por querer cambiar el país. ¿Tendrá imaginación el PT para reconocer en la actualidad los mismos impulsos en las calles de Brasil?
Ana Claudia Teixeira, doctora en Ciencias Políticas por la Universidad de Campinas (São Paulo); Gianpaolo Baiocchi, profesor asociado de Sociología, Gallatin School, Universidad de Nueva York. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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