El impulso salvaje

Para las más de 100 mujeres de las artes y las letras francesas que firmaron el manifiesto en favor de la «libertad de importunar», publicado en Le Monde, el impulso sexual es «ofensivo y salvaje». El proyecto de «domar» el sexo, la aspiración de moralizarlo, precede a la religión y a las feministas, es anterior a los arciprestes y por doquier parece condenado a fracasar. Las normas que pretenden regular el impulso salvaje se pierden en la noche de los tiempos y se hallan documentadas en los códigos sumerios, las antiguas leyes indias y, como no, la Biblia.

La conflictividad sexual no es una ocurrencia maliciosa de la «tradición judeocristiana», como muestra la supervivencia secular de los puritanismos. Por el contrario, el conflicto hunde sus raíces en la evolución misma de nuestra naturaleza, algunos de cuyos mecanismos darwinianos han dejado de ser arcanos misterios. Aunque hombres y mujeres necesitamos cooperar para proteger a los niños (de ahí la utilidad social de cosas como el apego amoroso y el matrimonio), excuso recordar que los intereses de uno y otro sexo también difieren y que los hombres y las mujeres sencillamente no son clones. Los psicólogos evolucionistas o los antropólogos lo tienen bien documentado.

Pero si no creen a los humanistas, confíen en los biólogos, pues la diferencia empieza a ser visible a nivel celular. Mientras que las células sexuales femeninas son «caras» y escasas, las masculinas son «baratas» y sobreabundantes, una diferencia bastante anterior a la socialización que explica por qué las decisiones que tienen que ver con el sexo como norma general son más costosas para las mujeres que para los hombres.

Con permiso de los ideólogos, si el conflicto sexual es una característica permanente de la naturaleza humana, no lo son sus remedios, que varían drásticamente a lo largo de la historia. La «doma» tradicional pretendía embridar el impulso femenino, fuente de innumerables desdichas según creencia común, mediante virtudes como la devoción, el autocontrol y la discreción, mientras que la doma moderna, digamos feminista, está más centrada en amedrentar al macho, al que considera en general «tóxico», y propone su propia receta: igualdad y empoderamiento.

Esta doma de la masculinidad «demoníaca», por usar el término favorito del antropólogo Richard Wrangham, ha cosechado éxitos y fracasos. Algunos de estos últimos son claramente perceptibles en la masculinidad supertóxica representada por los magnates acosadores de Hollywood y otros depredadores capaces de escalar las cimas sociales haciendo caso omiso de las advertencias educativas. Pero estos accidentes, aunque desafortunados y preocupantes, no pueden servir para cuestionar una tendencia histórica que sigue apuntando a un declive de la violencia –incluyendo la sexual–, una mayor predisposición hacia virtudes como la paciencia y el aplazamiento de las gratificaciones, y un incremento del protagonismo social de las mujeres en el mundo «civilizado» que se acelera en las sociedades liberales modernas.

Las artistas francesas tampoco se oponen a esta tendencia. Pese a las críticas furibundas provocadas por el manifiesto de Le Monde, las firmantes no aspiran a recuperar el patriarcado, excusar las agresiones sexuales o poner en solfa la igualdad entre hombres y mujeres. Lo que hacen es señalar al menos dos peligros en las corrientes sociales actuales.

En primer lugar, que la doma moderna del sexo esté yendo demasiado lejos (¿acaso es equiparable robar un beso con una violación?), sofocando incluso los impulsos sexuales salvajes pero normales, molestos pero legalmente tolerables; una llamada de advertencia que cobra más sentido si cabe en unas sociedades que, contra presunciones culturales comunes desde los años 70, en realidad cada día practican menos sexo a tenor de algunos estudios.

En segundo lugar, que esta doma de las masculinidades tóxicas esté sirviendo para asignar a las mujeres un debilitador y ultraprotector «estatus de víctimas eternas» que coarta su desarrollo moral en lugar de empoderarlas, en paralelo a una culpabilización masiva de los hombres bajo el supuesto de que ellos siempre se benefician de una cultura usurpadora y heteropatriarcal.

En el mejor de los casos esta es una verdad a medias, tal como han intentado explicar feministas desafectas con la teoría del patriarcado, pero no con la idea de igualdad, como mi amiga Susan Pinker –invitada en Euromind hace unos meses, el foro de debate que coordino desde Bruselas–, la irredenta Camille Paglia y un conjunto menos conocido de académicas y estudiosas de todo el mundo.

No puedo dejar de mencionar que el manifiesto también saca a la luz un inconveniente de las sociedades posmodernas y posliberales atemorizadas por sus propias diferencias: el creciente uso, en nombre de altos principios emancipatorios, de una «tolerancia represiva» contra libertades que se creen propias de otros tiempos. Lo evidencia el «auto de fe» al que se ha visto sometida la propia Deneuve en Francia, en parte liderado por la ex ministra de los Derechos de las Mujeres, Laurence Rossignol, y secundado por una serie de periodistas y activistas que han pasado el historial de la actriz por un escrupuloso cedazo moral. Todo esto –no nos engañemos– ha sido un aviso eficaz para desactivar o desaconsejar los pequeños conatos de apoyo hacia el manifiesto por parte de mujeres en España.

A fin de cuentas, me pregunto si la «libertad para molestar» que enarbolan las artistas francesas no será sino una versión sexual de la «libertad para perturbar» en la esfera pública que aún defienden en Europa filósofos liberales como Paul Cliteur, a quien también hemos tenido el honor de acoger en Euromind. Viejas ideas liberales luchando por sobrevivir a una tendencia cultural regresiva que, en el corazón de sociedades que aún creen ser abiertas, favorece de hecho la identidad de grupo frente a las libertades individuales.

Teresa Giménez Barbat es escritora y eurodiputada.

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