El incendio de Bolsonaro

El fuego destruyó el Museo de Historia Natural de Brasil. El triunfo de Jair Bolsonaro podría destruir la naturaleza histórica de ese entrañable país.

Ninguna nación tiene una esencia permanente ni un destino ineluctable. La historia de los países, como la de los individuos, está sujeta a determinaciones de toda índole, pero tiene un margen de libertad. En el curso de su historia centenaria, antes y después de su tersa independencia (tan distinta de las traumáticas rupturas de Hispanoamérica), Brasil construyó una sociedad singular que ha correspondido a la imagen espontánea que muchos nos hemos hecho de ella como el país de la libertad natural, de la apertura al otro y a lo otro, de la mezcla étnica y sexual, de la convivencia creativa de culturas. Si esa imagen es verosímil —y creo que lo es—, al elegir a Jair Bolsonaro, Brasil está a punto de cometer un suicidio político y cultural.

No idealizo a Brasil ni niego sus problemas abismales de pobreza y desigualdad, de violencia e inseguridad, de impunidad y corrupción. Son dramas que comparte con muchos países de América Latina (en particular con México) y cuya persistencia reclama la más seria reflexión y la acción más urgente. Pero no puedo creer que, para encarar esos problemas, el país que nos ha dado su literatura, sus artes, su música, su Carnaval y su fútbol, el país de Caetano Veloso y Maria Bethânia, de Machado de Assis y Jorge Amado, de Clarice Lispector y Nélida Piñón, haya entregado el voto mayoritario en la primera vuelta electoral a un líder que niega de raíz su tradición cultural.

Bolsonaro se afilia al más rancio militarismo y se burla de la democracia que, con mucha probabilidad, lo llevará al poder. En sus discursos y frases lapidarias se mofa de las leyes y la justicia. Ha hecho un elogio abierto de la violencia criminal del Estado para acabar con la violencia criminal de los delincuentes. Esa variedad repugnante del populismo tiene ya en América un exponente que con seguridad se llevará muy bien con Bolsonaro. Pero los paralelos políticos de Trump con su inminente colega brasileño me alarman menos que su convergencia en temas morales y sociales. Si las deformidades de Bolsonaro fueran solo políticas, el cuadro sería preocupante, pero su antiliberalismo, su odio a la libertad, es más amplio y profundo. Está hecho de misoginia, racismo y homofobia.

Las redes sociales abundan en frases y discursos de Bolsonaro denigrando a las mujeres (sobre todo si, a su juicio, no son bellas o tienen posiciones feministas) y exhibiendo su desprecio hacia la población de color (“holgazanes”, “mantenidos”). El más aterrador acercamiento que conozco a Bolsonaro es el que —exhibiendo la más heroica flema inglesa— logró el actor y escritor Stephen Fry.

Bolsonaro: Yo me lancé a luchar contra los gais porque el Gobierno propuso dar cursos de educación contra la homofobia a niños de primaria. Pero esto solo estimularía activamente la homosexualidad en niños de seis años. No es algo normal.

Fry: Hay 480 especies animales que exhiben comportamientos homosexuales, pero solo una especie animal sobre la Tierra que exhibe comportamiento homofóbico. Entonces, ¿qué es lo normal?

Bolsonaro: Tu cultura es diferente de la nuestra. No estamos listos para esto en Brasil porque ningún padre jamás se sentiría orgulloso de tener un hijo gay. ¿Orgullo? ¿Alegría? ¿Celebrar que su hijo se volvió gay? De ninguna manera…

Pienso con tristeza en lo que habría pensado Gilberto Freyre, el eminente sociólogo brasileño que en su clásica Casa-Grande e Senzala (1933) recreó una historia y una cultura diametralmente opuestas a las que representa Bolsonaro. Antropólogos posteriores han puesto en entredicho algunas tesis de Freyre, pero a mi juicio no las han refutado. Freyre remite a la geografía histórica de Portugal, tan cercana a África, tan proclive a la aventura marina y a su catolicismo más cálido, el origen de una convergencia entre personas de diversos credos, etnias y colores, que ha sido típica de Brasil.

No es que en el brasileño subsistan, como en el angloamericano, dos mitades enemigas: la blanca y la negra; el examo y el exesclavo. De ninguna manera. Constituimos dos mitades confraternizantes que se vienen enriqueciendo mutuamente de valores y de experiencias diversas.

El racismo de Trump es lamentable pero explicable: lo comparte un sector muy amplio de la población de Estados Unidos que habita el centro y el sur de ese país, donde las huellas del pasado esclavista siguen vivas. El racismo de Bolsonaro es lamentable e inexplicable: afecta a un sector mayoritario de la población cuyo pasado esclavista, siendo imperdonable, fue distinto del estadounidense porque, a diferencia de este, se abría a la confraternidad humana. Esa es la naturaleza histórica de Brasil que Jair Bolsonaro buscará destruir.

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

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