El incierto futuro de las instituciones

Entender el mundo de hoy es una lucha sin tregua porque todo se mueve muy deprisa. Las cosas cambian a una velocidad superior a la capacidad del ser humano para adaptarse a las novedades, cuya comprensión exige además un marco y unos nuevos paradigmas cognitivos. Como afirma Zygmunt Bauman, «la incertidumbre es el hábitat natural de la vida humana pero es la esperanza de huir de dicha incertidumbre la que constituye el auténtico motor de nuestros empeños».

Ahondando en esa incertidumbre, las instituciones y sus líderes, jerarquías y escalafones, tienden a ser reemplazados por individuos que ejercen funciones de liderazgo efímeras. Cada situación -cada problema- está gestionado por aquel que se supone mejor y más ducho en cada determinada materia en cada determinado momento. En principio, es la competencia de los individuos la que regula la jerarquía. Así, la Iglesia, los partidos políticos, los parlamentos, los senados, el matrimonio... se configuran como instituciones idealmente estables pero que, paradójicamente, están en un eterno proceso de renegociación, son una tarea pendiente siempre de reajuste, realidades de carácter no definitivo.

Zapatero dirige el Gobierno socialista, Rajoy manda en el principal partido de la oposición. Pero la característica principal en las relaciones de red en PP y PSOE, por ilustrar con un ejemplo de política, no es otra que la flexibilidad, la extraordinaria facilidad con que puede modificarse la composición del aparato. Aunque sus dueños, Zapatero y Rajoy, tengan la sensación de gozar de un control total sobre las obligaciones y lealtades en el seno de sus formaciones, lo cierto es que el rasgo clave de su gestión es la pelea por mantenerse a flote y salvar su liderazgo sobre un entramado de unidades conectadas por lazos muy frágiles.

Las vacilaciones que desprende el funcionamiento de las instituciones que operan como constantes en la sociedad se complementa con la incertidumbre, digamos, identitaria. Antes las fronteras eran rígidas, estaban bien custodiadas y perfectamente delimitadas. Hoy son borrosas y permeables; la fluidez de afiliaciones y la mezcla es la norma.

En este momento, la población de cualquier país se define a partir de una serie de diásporas. Toda ciudad de un cierto tamaño es un conglomerado de enclaves diferenciados por etnias, religiones y estilos de vida. No hay lugar en el planeta que se libre de este desafío que apunta en todas direcciones creando tensiones hacia dentro y hacia fuera. Los movimientos sociales van ocupando el lugar de los sindicatos, los grupos de espiritualidad de la Iglesia, las juntas de vecinos de los partidos desangrados y descoloridos. Es el fenómeno, en palabras de Vicente Verdú, por el que «los vecinos toman el mando».

En el corazón de estas brumas palpitan los dos grandes ejes sobre los que pivota la preocupación de las personas concebidas en su esencia individualista: libertad y seguridad. La preeminencia de esas aprehensiones personalistas explica que el yo resitúe al resto del mundo en su periferia particular. De ese modo se descompone la centralidad del centro y se quiebran, tal vez de forma irreparable, los vínculos entre esferas de autoridades estrechamente ligadas. El desmembramiento y la inutilización de los centros ortodoxos corren paralelos a la centralidad emergente de un yo huérfano.

Tanto la identidad del grupo como la del individuo están constantemente naciendo, lo que incapacita a las viejas instituciones para seguir ejerciendo su función tradicional. Cada nueva forma de la identidad produce más ansiedad, deseos de otra reforma, de una nueva identidad libre. Al mismo tiempo aumenta el miedo a la inseguridad, y por lo tanto surgen nuevos deseos de protección.

Las condiciones asumidas para la felicidad se están desplazando desde la esfera de la política hacia la individual, entendida como el ámbito de empresas o tareas fundamentalmente individuales en el que se despliegan recursos detentados y administrados a título personal.

Este desplazamiento se debe a la desregularización y privatización característicos de la modernidad líquida, así como a la renuncia de las funciones previamente asumidas y realizadas por las instituciones de la comunidad política. En menos de un siglo, el proceso hacia la libertad individual de expresión y de elección ha llegado a un punto a partir del cual el precio del avance en común ha empezado a ser considerado como desorbitado por un número creciente de individuos.

El proyecto de unas condiciones de vida uniformes y universalmente compartidas está siendo reemplazado por el de una diversificación ilimitada y el derecho de ser iguales está siendo sustituido por el derecho a ser y seguir siendo diferentes sin que por ello se nos niegue dignidad ni respeto.

Si la fraternidad implicaba unas reglas vinculantes de conducta, los principios y actitudes de la interacción de redes nacen en el transcurso de la acción y se mantienen con vida gracias a sucesivos actos comunicativos. Carecen de historia previa. Se supone que cada individuo transporta sobre su cuerpo su red singular. Se añaden o se eliminan elementos sin esfuerzo. El curso de la vida y el significado de todos sus episodios soy hoy labores de bricolaje: hágalo usted mismo. El nivel de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido. Como recuerda Milan Kundera, «los focos de los escenarios sólo se mantienen encendidos unos escasos minutos iniciales».

No se valora ni la paciencia ni la perseverancia. La precariedad y la desechabilidad de las identidades individuales y de los lazos interhumanos son las que se presentan hoy en la cultura contemporánea como sustancia elemental de la libertad. La infinidad de oportunidades ofrecidas inhabilita y previene el futuro. Esta transformación se manifiesta en la centralidad asignada hoy a la identidad.

Lo que fuera antes una tarea de toda la vida se reduce a un atributo de un momento. Una persona puede identificar su libertad y su identidad con la posibilidad de cambiar de vestido cuantas veces le venga en gana. Por eso las vedettes de televisión y los políticos no aparecen dos veces con el mismo. «Es divertido buscar en cada momento nuestro propio yo», oí decir a alguien.

La lealtad institucional no es rentable en tiempos en los que, según Kotter, «la credibilidad de los conceptos de negocio, de los diseños de productos, de la inteligencia del competidor, de los bienes de equipo y de todas las clases de conocimiento tienen una vida tan breve».

La trepidante corriente de acontecimientos y los vertiginosos cambios en las reglas del juego afectan a la política y a las instituciones religiosas, entidades vulnerables al cambio pero cuya naturaleza de fondo no es otra que resistirse a él. De ahí que las encuestas muestren un enorme deterioro de las relaciones entre opinión pública y políticos, entre jóvenes e Iglesia.

Políticos y eclesiásticos olvidan con frecuencia que la formación permanente es necesaria a lo largo de toda la vida, hasta para poder elegir con libertad los lugares de paseo de la ciudad en que uno vive. El espíritu de los gestores está en guerra con la contingencia, que es el hábitat natural de los artistas y creadores. Además, los gestores buscan controlar la conducta humana, mientras que los creadores fomentan la libertad. Aunque también es cierto que los antagonistas se necesitan mutuamente.

En contraste con la burocracia estatal, los mercados de consumo prosperan sobre las ruinas e impiden la creación de hábitos o normas. Lo cultural se pone al servicio de proyectos y empresas excepcionales y efímeras buscando visibilidad e impacto. Los acontecimientos son un producto más de consumo que llevan impresa su fecha de caducidad. El largo plazo no está previsto en los objetos a la vista. Se busca visibilidad, impacto y una obsolescencia instantánea. La estética es, en nuestro tiempo, consumida y celebrada en un mundo vaciado y vacío de obras de arte.

Todas las instituciones políticas y religiosas actuales fueron hechas con arreglo a otra concepción del tiempo y del espacio. Hoy ni siquiera disponemos de los conceptos con los que podríamos organizar y expresar nuestros pronósticos.

Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor. Su último libro se titula El camino del peregrino.