El incómodo caso boliviano

Evo Morales, en una ceremonia indígena en Cochabamba. REUTERS
Evo Morales, en una ceremonia indígena en Cochabamba. REUTERS

Conseguir que el poder de un individuo o de un grupo sea aceptado por la comunidad supone alcanzar cierto tipo de legitimidad. Desde hace más de dos siglos ésta configura una autoridad sometida a reglas (leyes) que son producto del pacto entre la gente (Constitución). El poder emana del pueblo, las autoridades son elegidas y el imperio de la ley es el marco definitorio de toda actuación. La soberanía popular incorpora la idea del establecimiento de mayorías suficientes para alcanzar y ejercer el gobierno. Pero la construcción de mayorías resulta complejo en sociedades fragmentadas donde conviven identidades y lealtades múltiples que se solapan. En ese escenario hay proyectos que buscan construir hegemonías que den respaldo a la acción política. El último siglo ofrece una rica evidencia de ese quehacer cuyo ejercicio se simplifica entre expresiones vinculadas a proyectos grupales institucionales con vocación de transversalidad y otras ligadas a liderazgos personalistas muy fuertes. Es el continuo que se extiende desde los partidos “atrápalo todo” a los caudillos mesiánicos.

Bolivia es un caso de análisis interesante al darse un proceso político vinculado indisolublemente al liderazgo de Evo Morales. Surgido de un sindicato de productores de la hoja de coca, tras un infructuoso intento en 1993 fue elegido diputado cuatro años más tarde con Izquierda Unida obteniendo en aquel momento la mayor votación a nivel nacional (62%). Inmediatamente y a través del Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP) se incorporó refundando el Movimiento al Socialismo (MAS). Fue candidato presidencial en 2002 con MAS-IPSP alcanzando el 21% de los sufragios. Su éxito electoral arrollador en las elecciones presidenciales de 2005, tras la turbulenta gestión del presidente Sánchez de Lozada y las fuertes movilizaciones populares contra la implementación de políticas neoliberales, así como de la descomposición del sistema de partidos fuertemente afectado por la corrupción, le supuso ser el primer presidente elegido en primera vuelta desde el retorno a la democracia. Evo Morales obtuvo el 53% de votos ampliando su amplia mayoría en 2009 y 2014 con porcentajes del 64% y del 61%, respectivamente.

Al amparo intelectual de Álvaro García Linera, un exguerrillero buen conocedor de Gramsci y de Negri, Morales construyó un espacio político propio que, a diferencia de Venezuela y de Ecuador, ha venido generando resultados económicos notables. Gracias a los altos precios de las materias primas, que en este caso se centran en el gas, y del incremento de la inversión pública la economía boliviana ha crecido en la última década por encima de la media de la región.

Sin embargo, la concentración del poder en una lógica de pura coherencia con el sentido de la hegemonía gramsciana choca con la heterogeneidad de la sociedad boliviana expresada desde la heterogeneidad de los pueblos indígenas originarios a los sectores medios urbanos. Las elecciones municipales de 2015 evidenciaron esta diversidad con resultados menos favorables para el oficialismo que no ganó las alcaldías de las principales ciudades del país y cuyo porcentaje acumulado de votos bajó. Esta situación donde Morales no concurría pone de relieve la dependencia del MAS de su liderazgo. Una consulta popular celebrada en febrero de 2016 para reformar la Constitución de 2009 permitiendo la reelección presidencial indefinida dificulta la posibilidad de la continuidad del presidente al conseguir la posición contraria a la reforma el 51% de los sufragios. Diez meses más tarde, el congreso extraordinario del MAS entiende que aquel estrecho resultado fue producto de una insidia y propone que Evo Morales sea de nuevo candidato en 2019 “sin apartarse de la legalidad”.

Construir una hegemonía sobre una persona tiene un componente instrumental evidente. La mercadotecnia facilita centrar el mensaje, se simplifica la complejidad del discurso y muchas sociedades se ven confortadas en la necesaria identificación con una figura paternal. No obstante, la corrupción crece y la imagen del líder se deteriora. Según el índice de corrupción de Transparencia Internacional Bolivia se encuentra en el 16º lugar de 25 países latinoamericanos y la gestión de Evo Morales es aprobada por el 46% de la población, 30 puntos menos que hace apenas dos años.

Manuel Alcántara Sáez es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Salamanca.

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