El increíble reloj de Chilpancingo

«No peca el que siga su vocación», dijo Shakespeare. Así que mientras se acerca el final del año y mis conciudadanos hacen promesas para el futuro, yo, como nos toca a los historiadores, no pienso en 2013. Vuelvo, en cambio, hacia el pasado, hacia 1913 o 1813. Ambas fechas me recuerdan el mismo rincón del mundo: la población mexicana de Chilpancingo, en el estado de Guerrero. Allí en 1813 José María Morelos convocó la primera gran asamblea constitucional de la independencia mexicana; allí ese mismo año se decretó la abolición de la esclavitud en México. Allí también, en la Catedral de la Asunción, se acordaron los famosos 23 Sentimientos de la Nación, garantizando las libertades fundamentales a los mexicanos y proponiendo la justicia social: la abolición de privilegios, la igualdad ante la ley, la «moderación de la opulencia», y la mejora de la condición de los pobres. Allí mismo en 1913, para conmemorar el centenario de aquellos momentos heróicos y apasionantes, se celebró un episodio clave de la revolución mexicana, la toma del sitio por Emiliano Zapata y las fuerzas del movimiento campesino.

Ahora, en vísperas de los centenarios de sucesos tan inspiradores, Chilpancingo tiene un monumento digno de su conmemoración. O por lo menos tiene medio monumento y no sé si las autoridades locales, regionales y nacionales tienen suficiente valor -o quizás suficiente dinero- para llevarlo a cabo. En 2007, miembros del Gobierno regional decidieron conmemorar el bicentenario mexicano con una estructura de esplendor excepcional y de utilidad pública en la promoción de la educación, el turismo y la cultura. A través de varias consultas con artistas y con las autoridades federales, acordaron añadir una dimensión mundial y cósmica al grito del pueblo, erigiendo un enorme reloj de sol, del nuevo tipo diseñado por el gran constructor de instrumentos científicos, el inglés William Andrewes, conocido como erudito en ciencias y practicante en artes. No se trataba, por supuesto, de un reloj de sol cualquiera. Los relojes de sol tradicionales funcionan a partir del concepto de latitud geográfica, que determina la elevación del sol en el firmamento; los de Andrewes son únicos por ser relojes de longitud e incorporan un mapa del mundo que permite al espectador ver la relación entre el meridiano del lugar que ocupa y el resto del planeta. El cosmógrafo del siglo XVII, Franz Ritter, fue el primero que esbozó el concepto de gnomon longitudinal, pero sin lograrlo. Inspirándose en el texto de Ritter, Andrewes dedicó una docena de años en convertir el concepto en realidad.

En el caso del reloj de Chilpancingo, según el diseño de Andrewes, toda la historia de la ciudad, sobre todo en su relación con los movimientos independentistas y revolucionarios, se narrará al paso del gnomon por la faz del reloj, iluminando a cada momento inscripciones y escenas grabadas relativas a los acontecimientos históricos que allí sucedieron en una fecha y hora de años pasados. Además, Chilpancingo se colocará en un inmenso contexto mundial, ya que un mapa enorme indicaría a cada instante la hora en varios lugares del planeta y los sucesos que allí se hubiesen desarrollado a la par de los grandes logros de la historia chilpancingana. En cada uno de los sectores de la bóveda abierta, en forma de una esfera armilar, que coronara la obra, vendrían grabados los nombres de los estados constituyentes de la república mexicana, con el lema: «Equidad en Justicia». Estatuas en bronce de Morelos e Hidalgo, acompañados del cosmógrafo Fray Andrés de Urdaneta, explorador de la ruta a México por el Pacifico, presidirían el conjunto.

El carácter estético del monumento sería clásico, pero el diseño incluye alusiones discretas a la herencia indígena, para recordar la gran tradición de los astrónomos precolombinos. En el mapa del mundo, hecho en granito y grabado en relieve -que, si se termina, será el mayor existente- los océanos se representarán con agua corriente, convirtiendo el conjunto en un inmenso espejo que lanzará destellos de sol. El reloj será el mayor reloj de sol del mundo, incorporando la mayor esfera armilar que nunca se haya construido. El proyecto, cuando se aprobó entre el Gobierno regional y las autoridades federales en 2010, iba a ser ambicioso y prometedor -y supongo que bastante costoso-, pero merecería la pena por su audacia técnica, su valor educacional, su potencia turística, su profundidad simbólica y su belleza artística. En 2010 el presupuesto se autorizó y las obras comenzaron en serio. Por ahora, empero, lo que se ve en la colina destinada a la obra son unas columnas troncadas y el monumento medio hecho, en un triste estado de abandono. No me explico bien por qué el trabajo está estancado, pero lo veo como una tragedia. No se puede concebir un monumento más digno de celebrar la historia del país en el bicentenario de su declaración de independencia. Andrewes es, tal vez, el artista más original de nuestra época, cuyas creaciones pervivirán durante siglos, atrayendo cada vez más admiración. Y el reloj de sol de Chilpancingo promete ser su obra maestra.

Conozco bien la calidad de la destreza de Andrewes porque tenemos un reloj suyo -más modesto, por supuesto, y de menor alcance que el de Chilpancingo- en el campus de mi universidad, en Notre Dame. La confección inmensa y opulenta de bronce y mármol -más bien de gabro, un tipo finísimo de piedra, la preferida de los grabadores de monumentos funerarios- se encuentra ante los departamentos de Astronomía y Física, para manifestar la congruencia de sabiduría y fe, arte y ciencia. Todos los días, un montón de turistas se congrega alrededor del reloj para admirar y aprender. Se sienten ante una obra sin precedentes, forjando un vínculo entre espacio y tiempo, recuperando el sentido de pertenecer a un universo inmenso e inmanente.

Efectivamente, un reloj creado por Andrewes es una especie de summa artium et scientiarum, como si Santo Tomás de Aquino trabajara en tres dimensiones. Allí verás reunidas la habilidad de un artesano, la imaginación de un artista, los conocimientos de un académico, la visión cósmica de la ciencia y la aptitud técnica de un gran ingeniero. Andrewes reunió las habilidades de un polímata en una carrera curiosísima, que le llevó de profesor de diseño en Eton a director del Museo de Instrumentos Científicos de Harvard, antes de dedicarse a crear nuevos instrumentos que reflejaran la tradición de las ciencias del pasado.

Andrewes tampoco peca en seguir su vocación. Un reloj de sol responde al ritmo de la naturaleza. Su corazón es eterno. Es una obra que reúne toda la exactitud de la ingeniería industrial con una tecnología universal, que funciona perfectamente sin emplear mecanismos ni gastar recursos energéticos. No se mueve, sino mide el movimiento del universo. Lo único que pudiera interrumpir su marcha sería un cambio en el rumbo de la Tierra por el espacio, o un desvío en el eje del planeta. «Si un reloj de sol deja de funcionar -cuenta Andrewes - no regañe al relojero, sino a Dios».

México es un país de heroísmo y frustración, condenado siempre a añorar la gloria de su pasado sin alcanzarla, de sentirse en el umbral de la grandeza sin experimentarla. En una carta dirigida a las autoridades del estado de Guerrero el año pasado, Linn Hobbs, de la cátedra de Ciencias Materiales e Ingeniería Nuclear del Massachusetts Institute of Technology, comentó que «Chilpancingo tiene una oportunidad sin parangón de demostrar al mundo la importancia de la revolución mexicana, que lanzó la trayectoria de la nación, en su peregrinaje independentista, hacia la creación de una gran democracia y una cultura vibrante». Me parece justo. Espero que cuando se celebre el bicentenario del Congreso de Chilpancingo, dentro de pocos meses, algo de aquella gloria, una centella de esa grandeza, se develarán entre las columnas para honrar el lugar, conmemorar la historia, iluminar la ciencia y mejorar el mundo.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

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