El independentismo que va y viene

El nacionalismo catalán raramente ha aprendido de sus errores porque en gran parte se basa en que los errores sean siempre cosa ajena. Después de las tesis de la concordia, eso llevó al estoicismo de la conllevancia. Hoy fomenta un determinismo discordante en el propio seno de la sociedad catalana y en la trama de España. Así el independentismo va y viene como una fórmula que tiene bastante de burbuja.

Como primeros implicados, los ciudadanos de Cataluña manifiestan su perplejidad en las encuestas y al mismo tiempo perciben que el ritmo de la política nacionalista es de taquicardia, precisamente cuando más falta haría un pulso sereno, claridad en horas tan difíciles. En su libro sobre Cambó y refiriéndose con crudeza a la Cataluña política, Pla decía: “Vivimos en el país de las soluciones y solo hace falta plantear una cosa para que lluevan de todas partes como el pan bendito”.

Ocurre ahora. Al ser tan ardua la gestión de la crisis económica, el liderato de una sociedad compleja y el laberinto de un nacionalismo que —como es el caso de Convergència— pretende solventar las discrepancias sobre la financiación autonómica abraza la sombra de un independentismo inarticulado y sin sustancia intelectual apreciable, de un lenguaje más bien arcaico y contrapuesto a la dinámica de la sinergia y la cooperación.

Artur Mas ha hallado la solución y es una versión no excesivamente creativa de la vieja ambigüedad: postular como salida lo que es un enredo semántico ideado para captar voluntades, en un panorama de insatisfacción e incertidumbre tan acentuado que la gestión política de la Generalitat consiste en esquivar como sea las relaciones entre causa y efecto. Tendrán la palabra los electores en noviembre y será de interés constatar el volumen del abstencionismo, un incremento o una reducción, tal vez manteniéndose en los altos porcentajes que se producen en toda elección autonómica a diferencia de las elecciones legislativas. Algo tiene que ver con ese dato la evolución del socialismo catalán, sin visión a largo plazo, bloqueado y dividido por sus complejos de insuficiencia nacionalista.

Ya observaba Pla las caras largas cuando la actuación se topa con una dificultad, cuando surge una contrariedad naturalísima que no había sido prevista. Hoy Artur Mas pide una mayoría indestructible para avanzar hacia la independencia de Cataluña. A saber cómo se construyen las mayorías indestructibles en sociedades que albergan los conflictos del mundo actual, las tensiones generacionales, los intereses legítimamente contrapuestos, la intricada manera de ejercer el pluralismo. Propugnar mayorías indestructibles es otra contradicción semántica. Las mayorías no son destructibles ni indestructibles: pertenecen a la voluntad popular, a la decisión de los individuos y no a un arquetipo colectivo de los territorios.

Tiene un interés muy actual la idea de instituciones “inclusivas”. Las concebidas por la Constitución de 1978 tienen una complexión estable, perfectible como todo, pero su ADN es la continuidad, según consensos que se realimentan por el simple hecho de un sistema de convivir. Eso es: las instituciones dan cuerpo a la coherencia de una sociedad, de su naturaleza política y al mismo tiempo su solidez y continuidad, así como su transparencia, son necesarias para el buen crecimiento económico, al igual que la unidad de mercado. Son instituciones que se modulan y transforman según la ley para que el conflicto quede encauzado.

En busca de una aceptación anchurosa de la sociedad catalana en el instante más álgido de la transición, el retorno de Josep Tarradellas en 1977 y la restauración de la Generalitat fue una operación de envergadura, como lo sería el Estatut de 1979, significativo de una amplia redistribución territorial del poder del Estado. Tarradellas proponía una Cataluña autocrítica, integrada e integradora, sin particularismo. En 2006, el segundo Estatut tuvo más de problema que de solución, un error de la clase política catalana que fue tergiversado hasta el punto de darle figura de agravio.

Desde entonces, contribuir al impulso del tifón ha sido una tarea político-mediática de cierto estruendo, pero sin las amplísimas conexiones sociales requeridas al proponerse un vuelco histórico como es una propuesta de secesión. Décadas después de la Transición, la sentimentalidad de ese independentismo que va y viene parece haberse adueñado de la opinión pública catalana, pero en buena medida es un efectismo engañoso. En realidad no es que las opciones posibilistas estén agotadas. No es que la vía del catalanismo autonomista ya no pueda demostrar su validez. Es que el nacionalismo ha decidido carecer de otra alternativa que tener en vilo a la ciudadanía, agregar inseguridad a la economía, ahondar en la ambivalencia semántica y forzar un distanciamiento con el conjunto de España, como exacerbación de una queja que la buena política podría ir acotando si se lo propusiera. En el mejor de los casos, esas cosas van y vienen, pero dejan algunos desperfectos.

Valentí Puig es escritor.

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