El independentismo, un ataque al espíritu

Los protagonistas de la Transición tuvieron presente la advertencia de la Historia y cualquiera que fuese su posición dentro del espectro ideológico que se formó a la muerte de Franco, desde Fraga a Carrillo pasando por los que apostaron por el centro político bajo el liderazgo de Adolfo Suárez o un socialismo que quería reconvertirse a la socialdemocracia, tuvieron muy presente las huellas trágicas que constan en el devenir histórico de España.

El cuadro a contemplar abarcaba casi dos siglos de guerras internas, de pasiones violentas y de odios y revanchas disgregadoras que alcanzaron su cénit en el fratricidio brutal de la Guerra Civil del 36, pues en todas las épocas son siempre quienes detentan el poder los que determinan las condiciones en que ha de desenvolverse la sociedad. La característica que definía a los dirigentes en los siglos XIX y XX, hasta el hito que significó la muerte de Franco, era la de exclusión del adversario y la imposición a machamartillo de la idea política propia. Esta visión de nuestra Historia estaba presente incluso en el inconsciente colectivo que asistió con miedo y/o esperanza a la muerte del General.

Por ello, los protagonistas de la Transición apostaron por lo contrario que había identificado a los señores del poder de la Restauración y de las dos Repúblicas. Aquellos se aplicaron a laminar al adversario, los de la Transición se esforzaron por integrar las diferencias. El resultado sería una Constitución aprobada casi por aclamación en el año 1978, desde Tarifa al Finisterre y La Junquera.

He aquí, pues, una manifestación de la excelencia que prevaleció en la etapa suarista. Mas, como en toda obra humana, siempre hay un «pero» que se ha mostrado fatal: fue la Ley Electoral concebida para facilitar el sistema de oligopolio de dos partidos nacionales en alternancia, conviviendo con pequeños partidos que se abrieron hueco territorialmente apelando cuestiones identitarias y relatos falseados que han llevado a un nacionalismo con el pecado original del pasado, es decir lo excluyente.

Al problema descrito se añaden consecuencias nefastas. Citemos las más denunciadas:

A) Falta de democracia interna en los partidos.

B) Una «Ley de hierro» que les asegura el control por las élites.

C) Desafección de los ciudadanos respecto a los políticos aunque mantengan un suelo de voto fijo a las siglas.

D) Creciente mediocridad curricular en la clase política convertida en nómina de empleados sin criterio propio frente a las consignas del jefe.

En fin... añádase lo que cada uno estime para llegar a la consecuencia más grave de todas, como es la falta de liderazgos con visión que inspiren a la ciudadanía.

El ejemplo que ofrece la situación provocada por un personaje como Artur Mas que ha emprendido una huida hacia adelante cual pollo sin cabeza y nos muestra el contagio masivo que se puede provocar con el juego de los sentimientos artificiosamente creados. No descubre nada nuevo, ya los marxistas tardíos, al releer su celebrado axioma de «la religión es el opio del pueblo», llegaron a la conclusión de lo difícil que es imponer una doctrina sobre los sentimientos. Por eso el nacionalismo catalán se impuso a la tarea de construir creencias y valores con un relato de bucle sentimental, sobre una historia falseada, con un importante aderezo muy catalán como es el del «dinero que nosotros tan bien administramos y se lo llevan los españoles menos listos y laboriosos», una idea que ha animado a Esperanza Aguirre a sugerir catalanizar España.

Es verdad que los nacionalistas han creado un serio problema, porque han podido actuar desde la más absoluta deslealtad constitucional, convencido de que todas sus actuaciones, desde esa deslealtad, quedaban impunes: la manipulación de la conciencia colectiva, cada vez más fácil si se tiene el control de la educación y de los medios de comunicación y la excitación de la insolidaridad en tiempos de crisis e incertidumbre, incide en lo ya sabido, esto es que la creación de sentimientos bien afianzados asegura su objetivo final. Sólo hay una manera de afrontar el problema creado y es apelar a los «principios» y no olvidar las enseñanzas morales que podemos extraer de la Historia. A saber: la Constitución es la Ley de Leyes. Y las leyes determinan la vida en sociedad. Sócrates fue condenado a muerte por un Tribunal por no aceptar a los dioses y «corromper» a sus discípulos pero, incitado a salvarse con la huida, Sócrates aceptó la muerte bebiendo la cicuta para ejemplificar su sometimiento a la Ley.

¿Qué es eso del derecho a decidir sólo una parte de España si se rompe su unidad? Cierto que desde la templanza que aporta el temperamento flemático, aderezado de la cualidad gallega de no mostrar tensión emocional ante la provocación, cabe explicarse su falta de respuesta, pero admita Rajoy que la defensa de principios que atañen al ser de España entra de lleno en su responsabilidad y no admite tibieza. Como buen cristiano que es, debería tener presente la palabra de Dios «escribe el ángel: conozco tus obras y no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero sólo eres tibio. Por eso voy a vomitarte de mi boca» (Apoc. 3,15).

Todos hemos heredado la Historia de España, pero un presidente es responsable de esa herencia durante su mandato. Abraham Lincoln lo entendió tan intensamente en los momentos más duros de la guerra de secesión que siempre apeló a los padres fundadores para defender la unidad de los Estados. Y entonces, como ahora, el gran principio para tomar decisiones era la Ley, algo que el nacionalismo catalán y los aturdidos por el ruido generado con su escalada progresiva quieren ignorar.

Artur Mas debería haber sido ya requerido en estricto y obligado cumplimiento por parte del Gobierno de España del mandato que confiere el Art. 155.1 de la Constitución. Y, sin embargo, se está dando lugar a una derivación mísera del debate: convertir en cuestión de beneficio económico la pertenencia a España «si ustedes se quedan podrán mantenerse en la Unión Europea», ¿han considerado la deuda que tendrían que pagar?

Tal parece que nadie quiere apelar a lo esencial, siendo lo esencial tan claro y rotundo como son los principios y el respeto a la Ley. Y por lo demás, cualquier exacerbado nacionalista puede acostarse todos los días con un profundo sentimiento geográfico de sentirse europeo y no español, sin que suframos el resto de los españoles por ello.

Abel Cádiz es ex diputado de CDS.

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