El infierno sin el déspota

La ejecución de Sadam Husein en la horca, convicto de crímenes contra la humanidad, clausura el capítulo más turbulento y tenebroso de la historia de Irak desde el golpe de Estado militar y el regicidio de 1958, pero es muy poco probable que contribuya a mejorar la situación de un país caótico que se desangra en una guerra civil de carácter étnico bajo la ocupación de una potencia extranjera. Podría ocurrir incluso que la insurgencia de los sunís conozca un nuevo impulso, mientras el país se hunde en el abismo fratricida, a juzgar por esa extraña mezcla de los gritos de júbilo con los de tristeza y venganza que resuenan en todos los rincones.

Resulta prematuro especular con el juicio final que la historia reservará para el tiranicidio legalizado, pero no cabe duda de que la ejecución de la sentencia será rechazada no solo por los abolicionistas de la pena capital, que en Europa constituyen una inmensa mayoría, o los que deploran el retroceso de la justicia internacional, sino igualmente por los que denuncian las numerosas irregularidades del proceso o los que reputan inmoral la utilización de una persona, incluso aunque sea un malvado, como un peón o instrumento de una determinada estrategia utilitaria y globalizadora, por muy execrables que sean los crímenes o muy loables que parezcan los objetivos. Pero, como asevera Le Monde, "muy pocos derramarán una lágrima por Sadam".

La pena capital contra el carnicero de Tikrit, por más que se tenga la convicción de que no resuelve ningún problema, debe enmarcarse en un orbe árabe-musulmán donde resulta moneda corriente, no solo contra la disidencia política, sino contra todo tipo de delincuentes. En ese estadio de la evolución histórica, Sadam es, a lo sumo, el símbolo de los líderes que, a pesar de las inmensas riquezas, recorrieron un camino tortuoso e infame de represión para acabar frustrando la modernización de la sociedad y la humanización de la política.

Irak es un país devastado, lleno de cementerios y poblado de viudas, huérfanos y lisiados, en guerra inacabable desde 1980, cuando Sadam invadió Irán. La responsabilidad del tirano es indiscutible, pero su terrible legado no mitigará las previsibles y funestas consecuencias inmediatas de su ahorcamiento. Y las perspectivas parecen sombrías. Los chiís mayoritarios piensan que todas las calamidades son el resultado de la política irresponsable y genocida de Sadam desde 1979, pero sus partidarios, aunque sean minoría, vituperan el procedimiento de un tribunal que consideran sectario, emanación de un Gobierno ilegítimo apoyado por una potencia extranjera.

Capturado hace poco más de tres años, los detalles poco gloriosos de su detención no enfriaron los ánimos de muchos de sus partidarios, hasta el punto de que su humillación televisada solo sirvió para recrudecer la escalada de la violencia. Prisionero de los norteamericanos, autoproclamado "mártir" de la perfidia de sus enemigos, su desaparición no cambia ninguno de los datos fundamentales de la tragedia iraquí y no permite, por tanto, ninguna conjetura esperanzadora. Constituye un acontecimiento dichoso para los chiís y los kurdos --aunque estos quizá hubieran preferido verlo condenado también por genocidio--, y una desgracia añadida para la minoría suní.

Vista desde Estados Unidos, a la luz del deterioro constante de la situación sobre el terreno, la ejecución del déspota ya no suscita los sentimientos de alivio y esperanza que promovió su captura hace un año. El desenlace ya estaba integrado en los análisis tanto de la Administración republicana como del informe Baker-Hamilton o de los sectores demócratas que preconizan la retirada. Las encuestas revelan que los norteamericanos están persuadidos de que los beneficios del derrocamiento del tirano y ahora de su muerte no compensan en ningún caso el desastre sobrevenido, los miles de muertos y la incongruencia estratégica en una región en crisis permanente. Para Bush, la ejecución tiene también el sabor de la venganza contra el hombre que pretendió matar a su padre en 1993, mediante un atentado preparado después de la primera guerra del Golfo. Fiel a su enfermiza megalomanía, Sadam hizo colocar un mosaico con la cabeza de Bush padre en la recepción del hotel Rashid de Bagdad, en el lugar preciso para que fuera pisoteada por todos los huéspedes. El mosaico fue destruido por los primeros marines que entraron en la capital iraquí en abril de 2003 y derribaron la estatua del dictador.

El desquite no ayudará a Bush a resolver el dilema en que se halla desde que los electores desautorizaron su empresa en las legislativas del 7 de noviembre. Casi con toda seguridad, la ejecución de Sadam será una nueva ocasión perdida para modificar las líneas maestras de una ocupación militar que convirtió la victoria de 2003 en una pesadilla que debilita la posición mundial de la superpotencia. Tampoco es seguro que vaya a insuflar una nueva energía al tambaleante Gobierno de Bagdad, desgarrado entre las milicias antagónicas, los escuadrones de la muerte, los terroristas suicidas y las exigencias norteamericanas. La situación es infernal y sus actores desbordan el campo de los partidarios del ajusticiado.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.