El infierno son los que callan

Voy al cine una tarde de viernes: El infierno vasco, documental dirigido por Iñaki Arteta y rodado entre 2005 y 2008. Media entrada en una de las pequeñas salas del Alexandra barcelonés. Predominan los espectadores de mi quinta. La película recoge los testimonios de 30 ciudadanos vascos no nacionalistas --empresarios, curas, concejales, profesores, periodistas, ertzainas--, que durante los últimos años han optado por el éxodo a lugares más seguros, más amables --aunque no más bellos-- y con mejores condiciones democráticas, huyendo del asesinato, la extorsión y el aislamiento social. Sigo con atención y sin sorpresa alguna las distintas historias, unidas todas por el mismo común denominador: la soledad y el vacío social que envuelven a los asediados. Son cosas sabidas, pero aún impactan. Y me confirman en la idea que he tenido desde siempre --fruto de mi percepción directa de la situación--, en el sentido de que el problema, el auténtico problema, no es ETA, sino que lo constituyen quienes miran hacia otro lado y aquellos que --aun sin hurtar la mirada-- se niegan a actuar en consecuencia con lo que ven, para evitarlo. ¿Por qué sucede así?

Iñaki Arteta--autor también de Voces sin libertad y Trece entre mil-- ha escrito hace poco, con motivo de la presentación de El infierno vasco, que "uno de los miles de tópicos que con frecuencia se han dicho en este país es el de que con la violencia no se consigue nada", lo que no es verdad, pues lo cierto es que "se ha extendido la cultura de que presionando, creando miedo, se pueden conseguir las cosas y se consiguen. De que no es necesario argumentar para justificar ciertas cuestiones, esas que son sagradas para unos pocos. Porque tiene que quedar bien claro que existe un grupo de esta sociedad que es el que tiene derecho sobre todo". Lo que le lleva a una doble constatación. Primero: "España soporta que en el norte exista una sociedad moderna que ha marginado, ha desechado, ha abandonado a una parte de la población". Y, en segundo término, que es evidente --por lo que hace a Euskadi-- "la inversión de valores que ha calado en esta sociedad, (...) que minimiza o ignora los efectos del terrorismo, que ha desarrollado un alto grado de impiedad hacia las víctimas del terrorismo, que tolera con naturalidad el aislamiento de los discrepantes, (y) que ha puesto a estos diferentes ante la tesitura de elegir entre colocarse voluntariamente una diana en el pecho, pasar a engrosar la amplia lista de silenciosos o dejar su tierra".

La conclusión de Arteta es tremenda: "La amenaza que se cierne sobre el futuro de la comunidad vasca no es la permanencia de la violencia de corte político, sino el abandono y el desistimiento. Ese tránsito suave e inodoro al silencio". Lo que significa que el mensaje profundo de El infierno vasco no es un testimonio contra ETA, sino contra las actitudes --muchas de ellas difusas-- que hacen posible la perpetuación, día tras día, de una situación de injusticia radical.

Escapa de este silencio un columnista habitual de Deia --Xabi Larrañaga--, que el pasado 9 de noviembre escribió por segunda vez sobre el último trabajo de Arteta --lo había hecho ya unos meses antes--, destacando de entrada que El infierno vasco solo se proyecta en dos cines de Euskadi --uno en Bilbao, otro en Vitoria y ninguno en San Sebastián--, que solo puede verse en seis cines del resto de España, y que, la tarde que él fue a ver la película, el número de espectadores que contó --28 y todos ellos talluditos-- era inferior al número de paisanos que intervenían en la película como exiliados --30--. Dicho lo cual, Larrañaga hace dos afirmaciones que conviene retener: que "las pelis de Iñaki Arteta deberían mostrarse en nuestras escuelas y televisiones públicas", pues, aunque "yo estoy en desacuerdo con la opinión de algunos entrevistados", esto, "lejos de suponer un problema, anima a la reflexión y me recuerda que esta sociedad es plural"; y que "la presencia de solo 28 espectadores en el único sitio de Bilbao donde se puede ver el filme también es el reflejo de un drama colectivo, una indiferencia marmórea ante lo que está pasando delante de nuestras narices".

Obviamente, no todo el mundo piensa así. Días después, un lector se dirigía --también en Deia-- a Larrañaga y, tras recordarle que "debe ser muy duro cobrar la nómina de un medio que contribuye al mantenimiento del sentimiento nacional vasco", cuando "su comentario encajaría perfectamente en La Razón o en una tertulia de la COPE", cuestionaba que "el nacionalismo vasco excluyente (haya) causado 200.000 víctimas", según había podido leer "casualmente" --días antes-- en El País; y añadía: "El día que hagan un buen documental sobre el intento de aniquilamiento de la identidad nacional vasca, iré al cine. ¿Me acompañará?".

Así las cosas, no tengo cuajo para añadir nada que vaya más allá de repetir las ideas básicas de siempre: que no existe Dios, ni idea, ni patria que justifique quitar la vida o hacer sufrir a una persona; que cuando esto ocurre, no se puede mirar a otra parte; que hay que decir en público lo mismo que se dice en privado; y que, si no lo haces, terminas pudriéndote. Es un destino inexorable.

Juan-José López Burniol, notario.