El inmenso poder de Mohamed VI

En comparación con el año 2000, el primero del reinado de Mohamed VI, hoy hay en Marruecos más corrupción, menos estabilidad política, menos respeto por las normas jurídicas y menos libertad de expresión; además, el Estado es menos eficaz y la calidad de la legislación apenas ha mejorado. ¿Quién afirma todo esto? Ni más ni menos que el Banco Mundial. La filial del banco que se encarga de evaluar la gobernanza de sus países miembros publica todos los años una serie de índices que miden los resultados obtenidos por los diferentes Gobiernos. Su última entrega no sólo es severa en términos absolutos con el reinado de Mohamed VI, sino que también lo compara, desfavorablemente para él, con los últimos años del de su padre, Hassan II.

Sorprenden estos resultados cuando se piensa en ciertas iniciativas y en todo lo que se ha llevado a cabo en Marruecos bajo su reinado. ¿No es un avance democrático la celebración regular de elecciones legislativas y municipales libres? ¿O no constituye la multiplicación de proyectos de infraestructuras una dinámica favorable al crecimiento económico? ¿No ha crecido la economía más rápidamente desde que subió al trono Mohamed VI? ¿No suponía el trabajo del Tribunal de Equidad y Reconciliación una ruptura capital con el oscuro pasado de violaciones de los derechos humanos? ¿No ha sido la reforma jurídica del estatuto de la mujer una revolución que ha venido a modernizar la sociedad?

En realidad, la evaluación del Instituto del Banco Mundial sólo sorprenderá a quienes se han limitado a un análisis superficial de los acontecimientos que han tenido lugar durante estos últimos 10 años. Pues si bien es cierto que no todo ha sido negativo, ha habido graves fallos de gobernanza.

Empecemos por la omisión más evidente de Mohamed VI en el proceso de modernización del país: la reforma de sus instituciones. Marruecos sigue funcionando conforme a una Constitución votada en 1996 que sanciona el poder efectivo de la monarquía sobre el aparato del Estado. Aunque en la Constitución se menciona nominalmente la separación de poderes, sus disposiciones garantizan la concentración absoluta de esos poderes en manos del Rey. De esto se desprenden dos consecuencias importantes: una justicia que no goza de independencia alguna; y un Parlamento debilitado, en gran medida reducido al estatus de cámara de registro. Esta ausencia total de contra-poderes significa que quien detenta verdaderamente la autoridad del Estado, el Rey, no es responsable ante los ciudadanos cuyos asuntos administra.

Pero no sólo existen las instituciones políticas; existe también la cultura política. Es una idea generalizada que, en los procesos de transición, las élites en el poder mantienen el control del Estado, pero permiten que se desarrolle una cultura de apertura, la cual facilita la evolución suave hacia la democracia. Esta cultura se manifiesta en una mayor libertad de expresión y en el acceso al ágora de unos actores anteriormente proscritos. ¿Ha permitido Mohamed VI que se instalara esta cultura? Los telediarios de las cadenas nacionales nos dan algunos elementos con los que responder a la pregunta: en los boletines de noticias, que están íntegramente consagrados a la glorificación del monarca, no se oyen nunca las voces disidentes. Cierta prensa escrita independiente se aventuró en terrenos editoriales menos ortodoxos, pero ha tenido que pagar muy cara su temeridad. Pocas son hoy las publicaciones que se atreven a refutar la hegemonía real.

En el plano político, la puerta continúa cerrada a las organizaciones que rechazan el estatus del Rey. El grupo islamista Justicia y Beneficencia, que se considera un movimiento político con profundas raíces populares, sigue prohibido y sus dirigentes y militantes son perseguidos. Nadia Yassine, figura emblemática del movimiento e hija de su cabeza espiritual, Ahmed Yassine, fue demandada judicialmente por haberse atrevido a decir que prefería el sistema republicano al monárquico.

La sociedad civil ha visto transformarse la implicación social de la monarquía en estrategia de control del campo social. Dos instrumentos se utilizan para eliminar de los circuitos de financiación y de ayudas a las ONG demasiado independientes para el gusto real: uno es la fundación Mohamed V, controlada por el Gabinete Real que se encarga de combatir la pobreza; el otro, la Iniciativa Nacional para el Desarrollo Humano, un organismo creado para coordinar los esfuerzos del Estado y de la sociedad civil, en el que el Ministerio del Interior ha terminado teniendo un papel central de control.

La expansión desenfrenada del imperio económico del Rey participa de esta misma estrategia de ocupación del terreno a toda costa. El aumento de los negocios del Rey en todos los ámbitos, unido a la corrupción endémica del sistema judicial desalienta la competencia y contribuye a debilitar la competitividad de la economía en general. Se le puede echar también la culpa a la justicia de los pasos en falso que se han dado en la aplicación de la reforma del estatuto de la mujer. Una reforma, amparada por el Rey, que no llega a entrar verdaderamente en vigor a causa de las omisiones y las debilidades institucionales. Nos viene aquí a la memoria un caso histórico: el sha de Irán y su revolución pacífica de 1963. En el caso de Irán, la historia acabó demostrando claramente que el respeto de los derechos de la mujer sólo se consigue en el marco del respeto de los derechos humanos y de la liberación política que permite perpetuarlos. Unos derechos humanos que el régimen de Mohamed VI ha seguido violando. Marruecos no se quedó al margen de los excesos de la guerra contra el terrorismo. Sobre todo con un régimen que no se hizo de rogar y se apresuró a ofrecer sus cárceles y la experiencia nefasta de sus torturadores al Gobierno de Bush. El caso judicial más avanzado actualmente en el Reino Unido de entre todos los de los detenidos en Guantánamo por atentar contra la Administración estadounidense es el de Mohamed Binyam. Este británico de origen etíope afirma que fue torturado en Marruecos. La prensa marroquí se hizo eco, en cambio, del tratamiento similar que habían recibido ciertos ciudadanos marroquíes sospechosos de terrorismo.

Estos últimos años se han caracterizado también por la retirada de Marruecos de la escena internacional. El Rey no ha estado presente en gran número de encuentros importantes. Y ha sucedido con frecuencia que no llegara a recibir en Rabat a altos cargos extranjeros en visita en el país para asuntos cruciales para el reino. El presidente de Argelia, Abdelaziz Buteflika, lo recibió oficialmente con motivo de su segundo viaje por la región, pero él no hizo lo mismo con Christopher Ross, el enviado especial del secretario de la ONU para el Sáhara Occidental. El monarca pretextó que se encontraba visitando el este del país y que no tenía tiempo para recibir al enviado de Ban Ki-moon. Sin embargo, la posición de Marruecos en este asunto debería ocupar un lugar privilegiado en la agenda real.

Con la partida de G. W. Bush de la Casa Blanca, Marruecos ha perdido un apoyo importante con respecto al Sáhara. No parece que el Gobierno de Obama vaya a tomarse muy en serio la propuesta marroquí de otorgar la autonomía al Sáhara Occidental en lugar de la celebración de un referéndum de autodeterminación. En una carta dirigida recientemente al Rey, el presidente estadounidense subrayaba la importancia de "llegar a una solución que responda a las necesidades de la población, en términos de una gobernanza transparente, de confianza en el Estado de derecho y de una administración de justicia equitativa". Una forma de decir que estas condiciones, contrariamente a lo que afirma el régimen marroquí, siguen sin darse. Así, la falta de reformas institucionales se ha convertido en un importante handicap para Marruecos en sus intentos de que la comunidad internacional reconozca la marroquineidad del Sáhara Occidental.

A favor del Rey hemos de decir que heredó unas élites políticas aplastadas por el Gobierno de hierro de su padre. Los últimos años de modernización política del padre no bastaron para regenerar a una clase política debilitada. Ésta no ha sabido o no ha querido enfrentarse a la monarquía en el terreno de las reformas políticas. No sólo las había reducido la apisonadora de Hassan II, sino que también temían desestabilizar a un Rey joven y sin experiencia. Pero después de 10 años de reinado ya no se puede seguir echando la culpa de la ausencia de reformas a la novedad, sino a la falta de voluntad.

Aunque Mohamed VI parecía sincero en su voluntad de modernizar la sociedad marroquí y de combatir la pobreza, pese a sus gestos de apoyo a los necesitados, en realidad nunca quiso pagar el precio político necesario para alcanzar estos objetivos.

Aboubakr Jamai, profesor de Historia de Oriente Próximo en la Universidad de San Diego y fundador del semanario marroquí Le Journal Hebdomadaire. Traducción de Pilar Vázquez