El inquietante Xi Jinping

¿Es posible que los comunistas chinos se hayan vuelto tolerantes? La autorización que el Gobierno de Xi Jinping ha concedido a los padres chinos para que tengan dos hijos en lugar de uno ha sido saludada en Occidente como un avance democrático. Extraña aprobación: ¿no debería asombrarnos que un gobierno, sea cual sea, decida el número de hijos por familia? ¿Se admitiría a otro país un reglamento semejante? Desde luego que no. China es la única que se beneficia de una especie de excepcionalismo cultural, como si los chinos no fueran como usted y como yo, apasionados por la libertad y deseosos de decidir por sí mismos el tamaño de su familia. Esta sinolatría de Occidente es una enfermedad del espíritu antigua y profunda: la indiferencia hacia Liu Xiaobao, premio Nobel de la Paz, encarcelado durante once años por ser un escritor demócrata, es testimonio de ello. Ningún intelectual europeo o estadounidense de renombre ha pedido su liberación, y tampoco ningún gobierno.

Esta nueva política familiar china no tiene nada de liberal. Levanta acta del error cometido por Deng Xiaoping, que impuso el hijo único en 1979. La principal consecuencia, hoy en día, es haber dejado a los padres longevos sin el apoyo de la familia, ya que en China no existe ningún sistema de jubilación, excepto en las grandes ciudades; antaño los hijos se repartían la carga de sus padres ancianos. Segunda consecuencia trágica: al no poder tener más que un hijo, la preferencia por los varones ha llevado a un inmenso desequilibrio entre los sexos. En este momento «faltan» en China 50 millones de mujeres, lo que hace que el matrimonio sea imposible para un número equivalente de hombres. Este desequilibrio lleva a una competencia violenta entre los hombres y a la prostitución masiva.

No he mencionado las razones económicas que llevaron a la política del hijo único y, ahora, a la de los dos hijos. La versión oficial es que Deng Xiaoping teme que demasiados hijos frenen el desarrollo de China, un cálculo estúpido porque el desarrollo lleva a los padres espontáneamente, siempre y en todas partes, a reducir de forma voluntaria el número de hijos, sin que el Estado los obligue. Esta era la tendencia en China desde la década de 1970 y es actualmente el caso de India. O Deng Xiaoping era un mal economista, o bien su política tenía otra finalidad inconfesable: controlar a la población, incluso en el dormitorio. La prueba es que, en nombre del hijo único, el Gobierno ha creado una gigantesca Policía de familia, más temida y odiada que cualquier otra forma de represión del Partido. Esta Policía secuestra a las mujeres embarazadas y las obliga a abortar. Ahora bien, el paso de uno a dos hijos no desmantela esta Policía: su poder de intrusión y control permanece intacto. En lo que a esto respecta, Xi Jinping no es más liberal que Deng Xiaoping. Sus motivos económicos me dejan igual de perplejo: pretende que el paso a dos hijos va a relanzar el crecimiento económico que ahora languidece. Pero ¿por qué iban a obedecer los padres las órdenes del Partido sabiendo que la educación de sus hijos es cara, pues en China todo es de pago, incluidas las escuelas y la sanidad? Anunciar que este segundo hijo aumentará la población activa es también poco convincente: harán falta veinte años y, por otra parte, China dispone aún de inmensas reservas de mano de obra, ya que un tercio de la nación está constituido por campesinos pobres dispuestos a emigrar a las ciudades cuando tengan derecho, lo que no es el caso, pues sigue existiendo el Hukou, o «pasaporte interior», que hace del emigrante un ciudadano de segunda.

Por lo tanto, Occidente se equivoca al creer que la economía es el único motor del Partido comunista chino. Su principal preocupación sigue siendo el control de la sociedad, sobre todo cuando la economía se ralentiza. Prueba de ello es la censura casi total de internet, que prohíbe a la mayor parte de los chinos acceder a una página extranjera. En este momento, las detenciones de abogados de las libertades civiles son masivas; dentro de poco no quedará ni uno que pueda quejarse. La práctica maoísta de la denuncia acaba de ser restablecida: se anima a los buenos ciudadanos a llamar al 12339 si localizan a un espía. Son sospechosos de espionaje «los ricos cuya actividad no está clara, los que tienen propósitos subversivos y critican al Partido, los misioneros, los periodistas que trabajan para medios de comunicación extranjeros y los empleados de las organizaciones no gubernamentales».

Arriesguémonos a plantear una hipótesis que definiría el régimen de Xi Jinping, que sabe que no podrá invertir la ralentización económica. Esta se debe al agotamiento del modelo de Deng Xiaoping basado en la explotación de una mano de obra barata y pobre en innovación. Hasta ahora, Xi Jinping no ha propuesto otro modelo que dé más poder a los emprendedores y menos al Estado. Por temor a las revoluciones de la población y en el seno del Partido, Xi Jinping elimina a sus rivales con la excusa de la lucha contra la corrupción, refuerza el control de la sociedad y de la información, y alimenta un nacionalismo agresivo contra Japón y Estados Unidos, extendiendo la zona marítima china. Solo la sinolatría beata paraliza a Occidente, siempre más dispuesto a apaciguar a los dirigentes chinos que a abrir los ojos ante sus inquietantes ambiciones.

Guy Sorman

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