Quizá ahora y desde una perspectiva más tranquila resulte más sencillo hablar de lo acaecido con la flotilla de Gaza. Hay sin embargo algo que sigue siendo difícil de explicar: la enorme distancia que existe entre la percepción israelí de los hechos y la que tiene el resto del mundo. Cuando se leen las respuestas dadas por políticos y ciudadanos israelíes a los muchos interrogantes planteados es inevitable asombrarse por lo mucho que recuerdan a las de los líderes sudafricanos de los años setenta: no nos preocupa lo que pueda pensar el mundo, para Sudáfrica el sistema del apartheid es el más conveniente.
Así, mientras que todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo en calificar el ataque israelí como una violación descarada de las leyes internacionales, la opinión de la población y el Estado de Israel va justo en el sentido contrario. Y mientras Occidente se empeña en subrayar la ilegalidad manifiesta del bloqueo como causa primera y origen de este conflicto, Israel insiste en mantenerlo a toda costa, al tiempo que implementa una serie de medidas destinadas no solo a reforzarlo sino a conseguir el estrangulamiento de la zona.
Estas diferencias pueden verse incluso en los adjetivos utilizados por los medios y los políticos israelíes: según ellos no se trata de una flotilla "pacífica", sino más bien de un grupo de fanáticos partidarios de Al Qaeda cuya única obsesión consiste en destruir al Estado de Israel. Pero ¿qué pasa si los ciudadanos palestinos de Israel deciden apoyar a la flotilla como de hecho hicieron algunos? Pues pasa que respetables personas se transforman ipso facto en cómplices necesarios de los terroristas. El sangriento abordaje desencadenó también toda una serie de turbias maniobras ya que, automáticamente, el Gobierno se lanzó a promulgar distintas medidas cuyo único objetivo parece ser la deslegitimación de todos los ciudadanos israelíes de origen palestino con la intención declarada de privarles de su ciudadanía y, de paso, acabar también con los judíos israelíes que hubiesen apoyado a la flotilla y/o al BDS (Movimiento por el Boicot, Sanciones y Desinversiones contra el Estado de Israel).
Por eso, en lugar de seguir dando vueltas al problema de la flotilla, lo que la opinión internacional debería hacer es revisar la postura que mantiene con respecto a Israel, puesto que es ahí, precisamente ahí, donde subyace el principal obstáculo para la paz. A continuación, me gustaría explicar brevemente el proceso que llevó a la decisión de atacar la flotilla.
En lo más alto de las jerarquías política y militar del Estado de Israel sobresalen dos nombres: Ehud Barak y Benjamín Netanyahu. Son los que están detrás del brutal ataque que dejó noqueado a medio mundo y escandalizado al otro medio, acción que el Gobierno y la prensa israelíes decidieron disfrazar como un simple acto de autodefensa para mejor explicárselo a su público. Aunque uno de ellos procede de la izquierda (Barak, ministro de Defensa, es del Partido Laborista) y el otro, de la derecha (Netanyahu, el presidente), su opinión sobre Gaza y la flotilla se basan en la misma manera de ver el mundo.
Durante cierto tiempo, Barak sirvió como comandante bajo las órdenes de Netanyahu en un cuerpo militar equivalente a lo que hoy conocemos como los marines americanos. Ambos formaron parte también de una unidad idéntica a la que en junio asaltó el barco turco. Por lo que se refiere a la franja de Gaza, su forma de pensar la comparten prominentes miembros de la élite militar y la mayoría del electorado judío.
Por lo demás, todos sabemos que Hamás fue el único Gobierno del mundo árabe elegido de forma democrática. Pues bien, nada más nacer decidieron eliminarlo, primero del mapa político y, después, del militar. ¿Razones? Para empezar, porque sigue en la brecha resistiendo desde 1967, fecha en la que Israel ocupó toda Cisjordania y la franja de Gaza, y resiste no solo lanzando cohetes, casi siempre en respuesta a la muerte de alguno de sus activistas en manos del Ejército israelí, sino también y sobre todo, negándose a aceptar "la clase de paz" que Israel quiere imponerles.
Por lo que respecta a la élite política israelí, esa clase de paz forzada no parece negociable; consiste, más o menos, en entregar a los palestinos un control y soberanía limitados sobre la franja de Gaza y ciertas partes de Cisjordania exigiendo como contrapartida que abandonen la lucha por la independencia y la liberación de su tierra y se contenten con esos tres pequeños bantustanes que seguirían además bajo férreo control israelí.
Así pues, el Gobierno israelí defiende la idea de que Hamás es el obstáculo principal para conseguir esa clase de paz y se trata por lo tanto de eliminarlo. A partir de ahí, la estrategia declarada del Gobierno de Israel consiste en matar de hambre al millón y medio de palestinos que sobreviven en una de las zonas más densamente pobladas del mundo.
El bloqueo se inició en 2006 con la supuesta intención de animar a los habitantes de Gaza a sustituir el actual Gobierno de Hamás por otro que aceptase al pie de la letra los dictados de Israel o que, en su defecto, se sometiera a las exigencias de la más que resignada Autoridad Palestina con sede en Ramallah. Es entonces cuando se produce el secuestro del soldado Gilad Shalit y, como respuesta, el bloqueo se endurece todavía más. Hoy incluye la prohibición de importar todo lo que no sea indispensable para sobrevivir malamente.
Tanto Barak como Netanyahu saben de sobra que este bloqueo no conseguirá mover un ápice la posición de Hamás; es más, puede que incluso estén de acuerdo con el primer ministro británico, David Cameron, cuando afirma que en vez de debilitarlo lo único que consiguen estas medidas es reforzarlo. Y esto es algo que tanto a Barak como a Netanyahu les tiene sin cuidado.
El equipo Barak-Lieberman-Netanyahu no puede responder de otra manera a la realidad de Palestina e Israel porque, simplemente, no sabe. Es por eso que recurren a la fuerza bruta como el único medio de imponer su voluntad utilizando, tanto dentro como fuera de las fronteras del Estado, una propaganda frenética que disfraza sus terribles acciones de un simple derecho a la autodefensa, al tiempo que se esfuerza muy especialmente en demonizar, no solo a los habitantes de Gaza sino también a todos aquellos que acuden en su ayuda, calificándoles de terroristas.
Su estrategia real no declarada es continuar por el mismo camino. En tanto la comunidad internacional no despierte de su sopor, el mundo árabe no reaccione, Gaza siga estrangulada, la economía israelí produzca dividendos y el electorado acepte el absoluto dominio de lo militar sobre sus vidas, el conflicto y la opresión de los palestinos permanecerá como el único horizonte en el pasado, el presente y el futuro de sus vidas. Incluso el vicepresidente norteamericano, Joe Biden, fue humillado cuando se permitieron anunciar ante sus mismas narices la construcción de 1.600 nuevas casas en Ramat Sholomo, el distrito de Jerusalén en disputa, justo el día en que había llegado allí para proponer la congelación de los asentamientos.
Sin embargo, sería un error asumir que el indiscriminado apoyo de los americanos y la débil respuesta de los europeos a la política criminal de Israel sobre Gaza son las razones que sustentan el bloqueo impuesto a Gaza. Lo que probablemente resulta más difícil de explicar al mundo es cuán profundamente se encuentra enraizada en la psique israelí este tipo de actitudes, esta desafiante mentalidad.
Hoy la respuesta internacional se basa en la fútil creencia de que habrá todavía más concesiones por parte palestina, si consiguen prolongar el diálogo con la élite política israelí y las cancillerías occidentales están de acuerdo en creer que la solución de los dos Estados está a la vuelta de la esquina, siempre que nos pongamos de acuerdo para realizar un último esfuerzo.
Nada más lejos de la realidad que un escenario tan optimista como este: cualquier posible solución que fuera aceptable para Israel sería precisamente aquella que ni la más que domesticada Autoridad Palestina ni, por supuesto, Hamás, aceptarían nunca: el fin de la resistencia a cambio del derecho a vivir encarcelados en unos pocos enclaves.
De manera que antes de poder plantearnos otras alternativas -la de un solo Estado democrático donde pudieran vivir juntos judíos y palestinos, que es la que personalmente yo defiendo-, antes incluso de poder explorar nuevas posibilidades para una aplicación más viable de la "solución de los dos Estados", tendríamos que empezar por cambiar la mentalidad del pueblo israelí y de sus dirigentes. Porque es esa mentalidad y su forma de aprehender la realidad la mayor y más insalvable de todas las barreras, si lo que queremos es alcanzar una verdadera reconciliación en la desgarrada tierra de Israel y Palestina.
Ilan Pappé, historiador israelí, presidente del Departamento de Historia en la Universidad de Exeter y codirector del Centro de Estudios Etno-Políticos de Exeter. Su último libro publicado en España es La limpieza étnica de Palestina (Crítica). Traducción de Pilar Salamanca.