El Instituto Gogora: la memoria histórica como propaganda de guerra

El Instituto Gogora fue creado por el Gobierno vasco en 2012, cuando volvió al poder el PNV de la mano del actual lendakari Iñigo Urkullu tras el breve lapso de tres años de gobierno socialista de Patxi López apoyado por el PP.

Urkullu venía de ser presidente del PNV y tenía muy claros los errores que había cometido su partido mientras estaba al mando del anterior lendakari, Juanjo Ibarretxe.

El primero de ellos había sido la beligerancia extrema a favor del independentismo. Con Urkullu en el Gobierno vasco, y tras el final de ETA en 2011, el nacionalismo se moderó en su petición de independencia y continuó la labor de construcción nacional a través de la imposición del euskera y la utilización intensiva del gran recurso propagandístico que se había empezado a poner en práctica con el segundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero: la memoria histórica.

Lo que llamamos memoria histórica se puede definir como la recreación de la guerra civil y de la posguerra franquista bajo los métodos y los criterios de la propaganda de guerra en clave izquierdista y nacionalista. Es decir, en la clave de quienes perdieron aquella guerra y que ahora acaparan el poder político en España. Y no sólo coyunturalmente en el Gobierno central, sino sobre todo en los Gobiernos de las autonomías vasca y catalana.

Autonomías donde el dominio nacionalista, desde el inicio de la transición hasta hoy (y a diferencia de lo que ocurre a nivel nacional, donde ha habido alternancia) es estructural, sin alternativa posible (salvo en lapsos muy concretos de tiempo y a cargo de uno de los aliados con el nacionalismo: el socialismo), lo que genera en esas autonomías una dinámica de imposición cultural e ideológica sin respuesta posible desde las propias instituciones.

El Instituto Gogora, que tiene su sede en Bilbao, en el edificio del Archivo Histórico vasco (lo que genera una confusión de instituciones que en nada favorece la objetividad investigadora), actúa como financiador de todas las actividades que los historiadores al servicio del nacionalismo le dictan en cada momento. A sabiendas, además, de que nada tiene que temer de una coyuntura política en la que, salvo catástrofe inimaginable, el nacionalismo siempre gobernará.

La memoria histórica construida por sus activistas histórico-políticos, historiadores profesionales, académicos y universitarios, verdaderos comisarios culturales del nacionalismo vasco, se convierte así en un caso particular de propaganda de guerra aplicada no ya a un episodio actual, como pudiera ser la guerra de Ucrania, sino a un periodo del pasado, como la Guerra Civil y la posguerra franquista. En ella podemos descubrir todas las características definidas hace décadas por los teóricos de la llamada propaganda de guerra:

1. La memoria histórica permite mantener viva la memoria de la guerra, asimilando en el papel de víctimas de entonces a quienes actualmente ostentan el poder y en el papel de verdugos a la oposición, que queda así estigmatizada e inhabilitada para alcanzar el poder.

2. Como en toda propaganda de guerra, la mentira cumple un papel necesario, de modo que se agigantan las maldades del enemigo y se minimizan las propias, que siempre quedan convertidas en daños colaterales e involuntarios. El ejemplo más conocido es el de las víctimas del bombardeo de Guernica, cuya evidencia histórica desmiente el número que determinó sobre el terreno el lendakari de entonces, José Antonio Aguirre, pero que la memoria histórica se empeña en sostener y que hace unos días el presidente del Senado, el socialista Ander Gil, volvió a corroborar.

Al ser el de Guernica el bombardeo estrella de la memoria histórica, los nacionalistas se permiten incluso exigir que el Gobierno de la España democrática y constitucional pida perdón al pueblo de Guernica. Esto empezó con Mariano Rajoy como presidente y ha continuado con Pedro Sánchez, pero de manera sensiblemente más tímida, por razones obvias.

3. La memoria histórica se convierte en memoria democrática, de manera que sus víctimas lo son también de la democracia, aunque sepamos que la Segunda República estuvo gestionada desde el inicio de la guerra (y desde antes también, pero más solapadamente) por agentes revolucionarios al servicio de los designios del Moscú soviético. Por esta identificación exclusiva y excluyente con la democracia, la memoria histórica despoja a las víctimas del otro bando, por el hecho de haber sido homenajeadas por el franquismo, de todo hálito democrático, aunque muchas de ellas lo fueran indudablemente. Es el caso de Gregorio Balparda entre otros muchos.

4. Para la memoria histórica, las víctimas propias no quisieron la guerra, sólo se defendieron frente a quienes se alzaron contra un gobierno legítimo. De modo que los partidarios de la memoria histórica actual quedan así instituidos con la categoría de gobierno legítimo de por vida: la legitimidad del poder sólo les corresponde a ellos. Los otros, sus enemigos, en caso de alcanzar el poder, serían unos usurpadores y sólo lo conseguirían mediante procedimientos fraudulentos. Los casos de corrupción en el PP habrían venido a ratificar este prejuicio.

5. Como la memoria histórica confiere a sus partidarios un halo de legitimidad en el uso y disfrute del poder, va de suyo que las actividades culturales que organiza disponen de financiación asegurada e institucionalizada, inalcanzable para sus contradictores. El ejemplo paradigmático es el de las jornadas convocadas para este año con motivo del 85 aniversario del bombardeo de Guernica los próximos 27 y 28 de abril. La propia directora de Gogora, Aintzane Ezenarro, dará cuenta en la apertura de dichas jornadas del proyecto de ley de memoria histórica y democrática vasca pendiente de aprobar por el Parlamento vasco. Así, las jornadas cobran un marchamo de oficialidad que sirve para consagrar la única ideología presente en las mismas.

6. En dichas jornadas intervendrán los partidarios de la memoria histórica vasca, navarra y catalana, así como figuras señeras nacionales e internacionales de esta corriente histórica, como Ángel Viñas y Paul Preston. Todo lo demás no cuenta, empezando por el principal conocedor del bombardeo de Guernica, el colectivo local Gernikazarra Historia Taldea y su revista Aldaba, expresamente excluidos del evento.

7. Por supuesto, también ha quedado excluida la presencia de Carlos Olazábal, uno de los principales especialistas en la Guerra Civil en el País Vasco en el ámbito del centroderecha. Olazábal no es académico, en el sentido de que no es profesional universitario de la historia, como lo son la mayoría de los partidarios de la memoria histórica. Lo que demuestra que la memoria histórica ha copado los departamentos universitarios y que los currículos y la financiación pública están sometidos a su criterio. Trabajar en contra de esa corriente supone tener que hacerlo desde fuera de la universidad y los circuitos oficiales.

8. En la última obra de Carlos Olazabal, 4 de enero de 1937: ¿El Gernika del PNV?, son tres los puntos principales o más sensibles, fundamentados con abundancia de documentación irrefutable, que se oponen radicalmente a los criterios de la memoria histórica.

El primero, el de los acontecimientos vividos en Bilbao el 4 de enero de 1937, cuando el responsable de la seguridad era el Gobierno vasco del lendakari Aguirre y su consejero de Interior (y luego personaje mítico de la izquierda aberzale) era Telesforo Monzón (los retratos de Aguirre y Monzón conforman la portada de este último libro de Olazabal). Aquel día fueron masacrados 116 detenidos en los Ángeles Custodios, 60 en la cárcel de Larrinaga, 55 en la Casa Galera y ocho en El Carmelo.

En total, 239 personas identificadas con nombres y apellidos. Además de los 51 asesinados en la cárcel de Ondarreta de San Sebastián y de otros 14 en Tolosa, hasta alcanzar casi 500 personas eliminadas en retaguardia en toda la Guipúzcoa republicana antes de su caída en el curso de la guerra.

9. El segundo episodio clave del libro de Olazabal es la batalla de Villarreal, dirigida personalmente por el lendakari José Antonio Aguirre, al que apodaron Napoleonchu por su corta estatura y su desmesurada pretensión de imitar al genio militar francés. Esa batalla desmonta la presunción de la memoria histórica de que la intervención en la guerra del nacionalismo fue puramente defensiva.

Por el contrario, la ofensiva en toda regla, con enorme superioridad en medios y personal, lanzada por el ejército vasco para alcanzar Vitoria y romper el cerco de Franco sobre Vizcaya, acabó en un total fracaso y, peor aún, en la muerte de más de 1.000 soldados en combate, por 160 del bando nacional. El Gobierno vasco se negó luego a dar los nombres de los muertos, lo que provocó una manifestación de mujeres ante la Diputación de Vizcaya.

10. No por menos conocido resulta más decisivo el último episodio de este libro contra la memoria histórica. El gobierno de José Antonio Aguirre, integrado por tres consejeros del PNV, dos republicanos, dos socialistas, un comunista y uno de ANV (nacionalismo laico), sacó por barco, tanto en joyas como en valores mobiliarios depositados en los bancos de Bilbao, un total de 6.500 millones de pesetas de la época mientras negociaba a diferentes bandas su rendición con el ejército de Franco.

Cuando entraron los nacionales, no quedaba nada de valor en ninguna sucursal bilbaína. Se lo habían llevado todo.

Pedro Chacón es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.

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