Todos conocemos esas imágenes del París liberado, en los días en que el fulgurante desembarco de Normandía presagia el fin de la última Gran Guerra. Estamos en agosto de 1944. Heridos, fatigados, los nazis abandonan la capital gala y la Resistencia toma las calles al asalto. Ahora el campo de batalla se ha desplazado a la ciudad del Sena, que hace fuego con todas sus balas en la calurosa noche de verano. Es la hora de la verdad, escribe Albert Camus entre ráfagas de ametralladora y explosiones lejanas: «Hoy acaban cuatro años de una historia monstruosa y de una lucha indecible en los que Francia se ha enfrentado con su vergüenza y su furor».
¡Cuatro años de ocupación nazi! ¡Cuatro años bajo el régimen pro-alemán de Vichy! Para muchos es la hora de olvidar aquel tiempo con olor a traiciones, silencio y asesinatos. Para otros es la hora de alimentar la falsa creencia de que han derrotado al enemigo y se han liberado por sus propios esfuerzos. El mismo De Gaulle ratificará en seguida esta visión complaciente de la historia, esta operación inmediata de sutura nacional, y no pocos franceses que han vivido la ocupación de espaldas a los sacrificios de la Resistencia darán rienda suelta a la impostura descargando las iras de la venganza sobre los amigos y simpatizantes de los nazis. A partir de ahora, agosto de 1944, habrá una sola Francia, unida en el mito de la Resistencia, y un cuerpo extraño, los colaboracionistas, los traidores, que para seguir adelante deben ser perseguidos, marcados, castigados. Tras los tanques aliados, entre las balas de la libertad que silban todavía en París, llega también la hora de la caza, de las detenciones sumarias y los arrestos indiscriminados, de las denuncias y los ajustes de cuentas, de las mujeres con la cabeza rapada y los hombres aturdidos, todavía en pijama, arrastrados a golpes y empujones hasta la plaza del pueblo. Tiempo de ruido y furia: la depuración.
«Ante todo no reconozco vuestra justicia. Vuestros juegos y vuestros jurados han sido escogidos en forma tal que descarta la idea de la justicia. Hubiera preferido la corte marcial. Hubiera sido más sincero y menos hipócrita.»
Quien habla tan orgullosamente es Pierre Drieu La Rochelle, rebelde contumaz y colaboracionista confeso, cuyo Adiós a Gonzague, que acaba de publicar Alianza Literaria junto a la novela El fuego fatuo, me ha traído, estos últimos días, la memoria de aquellos idealistas temerarios que reivindicaron los fascismos como la corriente salvadora de Europa y vivieron su apoteosis bélica como una pasión, como un sueño, como un programa político de exterminio y redención.
Todo esto sucedió apenas ayer, y sin embargo nos parece de otro mundo. Tan lejano que hoy somos incapaces de ver que antes de deshonrarse por sus crímenes, el fascismo constituyó una esperanza formidable y peligrosa, el ataque y la supuesta vacuna de un liberalismo que agonizaba y se hundía en todos los frentes. Desde la marcha sobre Roma y con el atractivo de la doctrina de los hechos, sedujo no sólo a las masas sino que contó con valedores y portavoces entre muchos intelectuales, comenzando con el filósofo Heidegger, uno de los grandes sabios del siglo XX.
Pero entre aquellos intelectuales que se asomaron a la cuna del monstruo, pocos encarnan tan cruda e ingenuamente la fascinación del poder totalitario como el culto, elegante y refinado Pierre Drieu La Rochelle, quien buscó en la turbia aventura nazi el último aliento para una Europa que, en su opinión, se desmoronaba, carcomida de caducos y decadentes sistemas parlamentarios, atenazada por la doble barbarie de los mercados de Wall Street y las hordas del Kremlin.
Dandy y asceta. Amigo de Malraux y revolucionario fascista. Efímero director de la Nouvelle Revue Francaise(NRF) y propagandista de una Europa de cuento presidida por la mística nazi... Drieu La Rochelle es todo eso al mismo tiempo, y también el paseante solitario y extravagante del París ocupado, el novelista y escritor de ensayos que piensa que la Historia ha venido a coincidir con su pensamiento. Para este aciago idealista, Hitler es el gran revolucionario y depurador histórico de Europa. Así también le pasó a Stendhal con Napoleón, el conquistador insaciable, y a Ezra Pound con Mussolini, el César visionario. En vano, sus colegas de la NRF, Malraux y Mauriac, intentan hacerle entrar en razón. «¿Acaso Stalin y su sistema de purgas son mejores que la política empleada por la pandilla nazi?», preguntará a cuantos le señalan la represión racista elevada a principio de poder y de Estado, los campos de concentración, los fusilamientos de los opositores, la chata ideología con tufo a cerveza del Führer o de personajes como Himmler, Hess o Goebbels.
Todos conocemos el final de aquella pesadilla sanguinolenta. Los fascismos se hundieron en todos los frentes, dejando tan sólo un vasto reguero de horrores. Pero la historia de Drieu La Rochelle no acaba aquí. La debacle nazi marca la hora de la depuración. Muchos colaboracionistas huyen tras los restos de la Wehrmacht. Él —que es de los que ha jurado y perjurado a favor de los nazis y lo ha leído toda Francia—, no. París es su ciudad: su terruño, su infierno, su amante demasiado maquillada. Sabe, por supuesto, que ya no hay nada que hacer, que está acorralado, que la trampa es tan vieja como el hombre, pero no quiere huir, no quiere ocultarse. Tampoco quiere ser apresado y juzgado sumariamente por los tribunales de De Gaulle. Lleno de impaciencias juveniles, antes de que lo atrapen y ejecuten como al ensayista y crítico literario Robert Brasillach, el niño terrible de Vichy, dirá adiós a todos, suicidándose con barbitúricos y gas en su apartamento de París.
Creía en todo —en el honor, en la verdad, en la cultura...—, diría de él su amigo Lucien Combelle. Pero ¿cómo congeniar ese retrato con el ilusionista de la victoria nazi; con el suministrador de ideas, argumentos y razones que pusieron en marcha el acarreo, desde todos los rincones de Francia, hacia los hornos crematorios, de miles de judíos franceses; con el intelectual que vive las invasiones nazis en un clima de irrealidad, como dentro de un episodio homérico?
No lo sé. Tal vez no haya respuesta aceptable para esa tremenda pregunta. Lo que sí es seguro es que las ideas, las palabras, no son irresponsables y gratuitas. Como dijera George Steiner, ellas generan acciones, modelan conductas y mueven, desde lejos, los brazos de los ejecutantes de cataclismos. Lo que sí es seguro es que Camus tenía razón cuando a las razones de Mauriac en pro del perdón y la caridad para con los propagandistas de Vichy, repuso:
«Nos hizo falta mucha imaginación para ver a miles de franceses honorables señalados todos los días para los peores suplicios por unos periodistas a los que ahora se quiere convertir en mártires. Acaso, como hombre, admire yo al señor Mauriac por no querer aumentar el odio; pero como ciudadano lo deploro, pues ese amor nos traerá justamente una nación de traidores y mediocres y una sociedad que ya no deseamos.»
Leo ahora estas palabras escritas por Camus en 1945, cuando en plena depuración el joven periodista de la Resistencia buscaba la voz justa entre los gritos de aborrecimiento de un lado y los ruegos enternecidos del otro, y no puedo dejar de pensar en las miles de personas que han vitoreado el triunfo de la filo-etarra Bildu en las elecciones municipales del País Vasco. Todo barato y trivial, de categoría ínfima, de una ralea muy baja, como las sandeces que garabatea contra los judíos Drieu La Rochelle en el París ocupado, o como esos franceses de Vichy que primero jalean los desfiles nazis y después de la liberación saltan al cuello de los colaboracionistas más señalados.
Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.