El interés de Colombia por la paz

En noviembre se cumplía el segundo aniversario del inicio de las negociaciones de paz para acabar con el conflicto armado en Colombia y el avance en las conversaciones auguraba una celebración optimista. Nadie se esperaba el secuestro del General Rubén Darío Alzate, la abogada Gloria Urrego, el cabo Jorge Rodríguez y los soldados Paulo Cesar Rivera y Jonathan Andrés Díaz.

Por lo que sabemos hasta ahora, que la guerrilla haya intentado aprovechar el fallo de un general de alto rango para ganar protagonismo estratégico en la mesa de negociación no es de extrañar. El Presidente Santos tomó la decisión de suspender temporalmente las negociaciones de paz hasta que las FARC-EP liberaran a los secuestrados. Un movimiento que parecía destinado a demostrar que no ha perdido la capacidad de dar respuestas contundentes a la lucha armada.

En otra época de la historia de Colombia, este episodio podría haber supuesto el fin de las negociaciones pero, hoy en día, ha quedado como un capítulo más del proceso de paz. Ahora bien, a la pregunta de por qué los recientes secuestros no han generado una ruptura de las negociaciones, cabría responder que fue gracias a una receta de voluntades e intereses encontrados, tanto dentro del país como en la mesa de negociación.

Las negociaciones de paz son fruto de la intensificación de una lucha armada del Estado contra las FARC-EP, que logró decantar la balanza en favor del gobierno durante el mandato del expresidente Álvaro Uribe. Muestra de ello son las recientes tácticas de combate utilizadas por la guerrilla, su dispersión territorial hacia las regiones fronterizas del país y la declaración del cese de hostilidades unilateral anunciada hace tan solo unos días. Hechos como estos dan cuenta del debilitamiento y de la oportunidad que supone para las FARC-EP el actual proceso de paz como método para intentar recuperar legitimidad social y asegurar una posible participación política.

Por otro lado, este proceso de paz también ha sido forjado gracias al apoyo social que el colectivo de las víctimas del conflicto armado y varios sectores de la sociedad colombiana dieron al proceso en las últimas elecciones presidenciales de principios del 2014. Para este colectivo, el reconocimiento por parte del gobierno y de las FARC-EP sobre la necesidad de reparar a las víctimas permite fortalecer la organización y la dota de un marco institucional que ampara a los más de 7,000,000 de afectados por medio siglo de violencia, entre desplazados, desaparecidos, secuestrados y víctimas mortales. En esta nueva etapa se ha permitido la identificación, la reparación y la participación de estas víctimas en las mesas de negociación.

Hoy en día en Colombia se respira un aire de reconciliación distinto. Ya sea por un sentimiento altruista, por un cansancio colectivo ante el conflicto, o por haber llegado a la conclusión que la paz puede ser la clave para el desarrollo y el crecimiento económico del país. Aunque aún no dejan de ser nada desdeñables los sectores de la sociedad que siguen considerando la guerra como la mejor solución al conflicto armado, el hecho de que el sector privado se haya unido a la sociedad civil y a la iglesia católica -bajo el paraguas de campañas como “Soy capaz” o foros sociales como “Reconciliación Colombia: más diálogo, más región, más acción”- son un indicador del cambio social. Un claro indicio de que en Colombia existe potencial para seguir adelante con el proceso de reconciliación.

Por último, el proceso de paz supuso para el Presidente Juan Manuel Santos la carta de su reelección en las últimas elecciones celebradas en el primer semestre del 2014. Por eso, para este gobierno conseguir la firma de estos acuerdos supone no sólo una cuestión de interés nacional sino también de cumplir con el compromiso social que ha adquirido.

Aun cuando la suma de intereses en favor de la paz es superior al de las pruebas por las que hay que pasar, los recientes secuestros vividos en Colombia no dejan de ser un capítulo desafortunado que erosiona el margen de tolerancia de la sociedad para aguantar más desdenes de las FARC-EP. Y esto es algo que ni el Estado colombiano ni las FARC se pueden permitir. Sobre todo, cuando la sociedad colombiana está expuesta a dos dinámicas y discursos paralelos, en La Habana y en Colombia, sobre el futuro del país.

En los dos años de negociaciones en Cuba se ha hecho evidente la existencia de una situación dual. Por un lado, una atmósfera constructiva que ha conseguido la firma de tres acuerdos que atañen a la raíz del conflicto; por otro lado, una estrategia de comunicación negativa llevada a cabo por las FARC-EP que envía señas contradictorias a la sociedad colombiana sobre su verdadera voluntad de acabar con la lucha armada. Las ruedas de prensa, los artículos publicados en la página web de las FARC-EP, los secuestros y ahora la declaración de un alto al fuego unilateral de carácter indefinido son una muestra de ello.

En Colombia la situación se torna cada vez más compleja debido a la multipolaridad de factores que amenazan con erosionar el proceso de paz y la estabilidad de un futuro post-conflicto. En primer lugar, porque la lucha armada sigue a la orden del día. El estado colombiano no sólo debe hacer frente a las agresiones de las FARC-EP sino, también, a otros grupos guerrilleros como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las redes del crimen organizado, el impacto del narcotráfico y la presencia de Bandas Criminales Emergentes (Bacrim). En segundo lugar, porque el alto grado de polarización política del país impide que este proceso de paz se convierta en una política de Estado. El gobierno de Santos no sólo tiene el reto de conseguir firmar un acuerdo de fin del conflicto en La Habana sino, también, saber negociar la estabilidad política en Colombia.

Sin lugar a duda, el hecho de que las FARC-EP hayan decidido liberar a los secuestrados hayan anunciado un alto al fuego unilateral de carácter indefinido y que las negociaciones de paz se hayan reiniciado son un claro reflejo del interés por parte de la guerrilla de que el proceso dé buenos resultados. No obstante, la vulnerabilidad de las negociaciones de paz es aún considerable y la complejidad del conflicto es tal que una declaración del cese de hostilidades –como ya ha sucedido en otros años- no es sustancial si no se lleva a cabo dentro de los acuerdos del mismo proceso, si no involucra a otros grupos armados y si no consigue algún tipo de garantía internacional. De lo contrario, el más mínimo error podría volver a poner a prueba todo el proceso y el compromiso de buena parte de la sociedad colombiana.

Paula de Castro, analista y colaboradora de CIDOB.

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