El interés general y el papel del Estado

En situaciones como las actuales, de extrema excepcionalidad, es importante reflexionar sobre dos elementos esenciales de la democracia: la defensa del interés general y la dimensión política que existe en toda crisis. El primer punto atañe muy principalmente al Gobierno central, que tiene que actuar siempre, y muy precisamente, en defensa de ese interés general. Esta obligación-responsabilidad es, evidentemente, mucho más relevante en un momento como el que vivimos, con la pandemia de la Covid-19. Para ello, la propia Constitución, en lo que se conoce como Constitución Económica, es decir, el Título VII, dispone en su artículo 128, primer apartado, que “la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Y en el segundo, que “se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio y asimismo acordar la intervención de empresas, cuando así lo exigiere el interés general”.

El constitucionalismo histórico, de base liberal, no solía recoger un papel del Estado en la ordenación de la economía, y no fue hasta después de la II Guerra Mundial cuando los textos constitucionales europeos empezaron a recoger este principio. De hecho, en Estados Unidos, por ejemplo, no existe una fórmula equiparable y su Constitución no prevé la actuación del Estado en relación con el libre mercado. Por eso Trump ha tenido que acudir a una ley aprobada expresamente para apoyar la guerra de Corea a fin de obligar ahora a empresas privadas a producir lo que el presidente de la nación considera imprescindible en este nuevo esfuerzo. Por el contrario, las Constituciones europeas, y entre ellas la española, hacen compatible la economía de mercado (recogida en esos textos fundamentales) con lo que se vino en llamar “economía social de mercado”. En España no se puede aludir al artículo 128 sin reconocer y cumplir el resto de los principios constitucionales.

El enorme desafío, tanto sanitario como económico-social, cargado de incertidumbres, que nos plantea la pandemia de la Covid-19, exige, por tanto, que el Estado asuma ese papel previsto en el artículo 128 de la Constitución, respetando todo su contenido y respondiendo, de acuerdo con nuestra realidad, a la defensa del interés general que se invoca.

Estoy entre los que piensan que la prioridad indiscutible es la defensa de la salud de los ciudadanos. No comparto que se contraponga salud y economía, como un dilema que no admita escapatoria. Un tratamiento decidido de lucha contra la pandemia es coherente con la defensa del interés general y, en mi opinión, la mejor forma de combatir la crisis socioeconómica que inevitablemente nos provoca esta pandemia. Cuanto antes acabemos con el virus, más fácil será salir de la emergencia económica y social.

Por eso el interés general debería llevarnos a tomar todas las medidas sanitarias para frenar y superar la pandemia y todas las que preserven al máximo nuestro aparato productivo, para que la salida socioeconómica sea eficiente. Si no somos capaces de poner en valor nuestro tejido empresarial, desde el autónomo, pasando por las pymes y las cooperativas, hasta las grandes empresas de todos los sectores, interpretamos mal, o sectariamente, el interés general que invocamos. Aunque algunos no lo comprendan, el tejido productivo de nuestro país, del que depende el empleo y el bienestar, es un gran entramado interdependiente, con protagonistas privados y públicos a los que hay que defender y ayudar a superar este desafío.

El primer requerimiento de la acción de gobierno en la dimensión socioeconómica es el diálogo permanente con los interlocutores sociales. Después de atender a las razones de todas las partes, el Gobierno tiene la responsabilidad de decidir. No se trata de sustituir a los actores económicos y sociales, porque nos llevaría a fracasos ya constatados, sino de avanzar en decisiones que permitan salir de la crisis sanitaria, lanzando la actividad con el menor daño para empresas y trabajadores. Por eso hay que tenerlos en cuenta para procesar las decisiones. Los gestos de menosprecio, cuando no de agresiones injustificadas, restan capacidad de presente y de futuro. Las empresas, sea cual sea su tamaño, tienen un conocimiento mucho más preciso de la realidad en la que se mueven y, por tanto, de cuáles son las condiciones que les pueden permitir enfrentarse a la crisis que atravesamos con el menor coste económico y de empleo, para recuperar su plena actividad cuanto antes. Los sindicatos también viven directamente esa realidad y son imprescindibles para que el diálogo, que permite a los gobernantes tomar decisiones, sea fructífero.

El interés general nos obliga a combatir la pandemia para preservar la salud de los ciudadanos, con todos los medios disponibles, públicos y privados, como prioridad absoluta; y ese mismo interés general nos obliga a defender nuestro aparato productivo sin escatimar esfuerzos, para mantener el empleo y la recuperación de la actividad plena de nuestras empresas lo antes posible. No habrá empleo sin empleadores, ni las empresas privadas podrán ser sustituidas por la tentación estatalizadora que nos conduciría al fracaso.

Nada hay más equivocado en esta emergencia que buscar culpables en lugar de sumar esfuerzos. La democracia española contempla el pluralismo y la diversidad, y el Estado se organiza teniendo en cuenta ese pluralismo de las ideas y también la descentralización política de las competencias en las comunidades autónomas.

En situaciones de crisis como la actual, el Gobierno tiene que contar con todas las fuerzas políticas para llegar al máximo consenso en las medidas que hay que implementar. Los que hablan críticamente de improvisación, se equivocan. Habrá que adoptar medidas excepcionales en función de una evolución incierta. También se equivocan los que dicen que no improvisan cuando responden a las críticas, porque no es verdad, ni puede serlo. Como tampoco aciertan cuando niegan errores inevitables o respecto de acciones que, viendo lo sucedido, no se habrían adoptado.

El pluralismo político está representado en el Parlamento y no tiene ningún sentido que esté paralizado. La misma sociedad que pide a los estudiantes que sigan sus clases en el aislamiento y a los empleados que trabajen desde casa, no puede entender que no se haga lo mismo con el funcionamiento telemático del Parlamento, que, con pocas limitaciones, podría estar cumpliendo plenamente sus funciones de debate, control del Ejecutivo y desarrollo legislativo. Si defendemos que los dirigentes políticos hablen con toda la frecuencia que exijan las circunstancias, hay que mantener en funcionamiento el Parlamento porque es ahí donde ese diálogo se produce.

Como somos un Estado descentralizado políticamente en autonomías y tenemos entidades locales con sus propias competencias, necesitamos además que las decisiones de carácter general, de aplicación en todo el territorio nacional, se coordinen con los responsables autonómicos y, en la mayor medida posible, con los Ayuntamientos. Más allá del respeto a la Constitución, esta estrategia de acción contra la crisis nos permitiría acercarnos mucho más a la realidad en todos los lugares de España. Los Gobiernos, central, autonómico y local operan siempre a múltiples niveles, aunque cada uno tenga competencias específicas asignadas. Las disposiciones de carácter general, dirigidas a todos los ciudadanos del Estado, serán mucho más eficaces, tanto en su elaboración como en su ejecución, si se cuenta con las Administraciones que están más próximas a su realidad. En eso consiste el principio de subsidiaridad que rige en países compuestos como el nuestro y en la Unión Europea.

Felipe González es expresidente del Gobierno.

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