El invierno chileno

Durante dos décadas, Chile fue la democracia perfecta. Un responsable manejo de la economía generó las tasas de crecimiento más altas de la región a la vez que redujo drásticamente la pobreza heredada de la dictadura del general Pinochet. El país fue gobernado por una coalición de centro-izquierda -la Concertación- que llevó al país al selecto grupo de los más desarrollados del globo (OCDE). Asimismo, Chile fue un modelo ejemplar de transición desde el autoritarismo a la democracia. En poco tiempo le fueron devueltos todos sus pergaminos históricos: la democracia más estable de la región y el sistema de partidos más fuerte de Latinoamérica.

En 2009, la derecha chilena ganó en las urnas. Se trató, por vez primera desde el inicio de la democracia en 1990, de una verdadera alternancia de poder y la prueba de fuego para una democracia madura. Tan solo dos años después, el país se sacude en un clima de protesta social y fuertes manifestaciones que no han tardado en ser etiquetadas por la prensa anglosajona como el "invierno chileno".

Las primeras protestas fueron de corte posmaterialista, relacionadas con reclamos ecológicos y de extensión de derechos, por ejemplo, para las minorías sexuales. Pero luego el viejo conflicto de clases recobró su preeminencia. Las protestas de los indígenas, de los desalojados por el terremoto, de los deudores, de los mineros del cobre y, finalmente, las manifestaciones estudiantiles pidiendo una mayor injerencia del Estado en la educación más privatizada del mundo vuelven a dar cuenta de una tensión clasista que habíamos olvidado. No es que el conflicto social estuviese ausente en el periodo de la Concertación, pero la escala del fenómeno actual no tiene precedentes en la reciente democracia.

¿Qué ha pasado en tan poco tiempo? ¿Se trata de reclamos nuevos o de un malestar de largo plazo que se había venido incubando soterradamente bajo el aparente milagro chileno?

Este nuevo ciclo de movilizaciones se relaciona con el regreso de la derecha al poder. Ciertos elementos estructurales de ese sector -su marcada ascendencia empresarial, una escasa voluntad de diálogo, preferencias más conservadoras que la media social- se conjugaron con la evidente impericia política del Gobierno actual. A esto se sumó la división dentro de la élite política en general, dado que los incentivos para el consenso se debilitaron una vez que la Concertación dejó el Gobierno. El fin del centro-izquierda permitió la conexión de una serie de fuerzas ciudadanas que habían estado excluidas.

Sin embargo, el malestar social no se puede circunscribir al actual momento político. Chile exhibe una evidente crisis de representación que se originó en el momento mismo del regreso de la democracia. La transición pactada debió su eficiencia a una serie de amarres institucionales consagrados en la Constitución de 1980, redactada en plena dictadura militar bajo el propósito explícito de crear una democracia "protegida" o autoritaria. La democracia protegida intenta limitar la movilización y participación popular, las que en ese entonces se veían como amenazas a la transición. Pero esta celebrada estabilidad con el tiempo devino en rigidez. Los cerrojos autoritarios -plasmados, entre otras cosas, en un sistema electoral poco representativo, en la ausencia de mecanismos de democracia directa, en altos quórum para la acción legislativa y, en general, en una excesiva rigidez constitucional- han persistido y sus consecuencias están hoy a la vista.

La evidencia más ilustrativa del problema de representación es la evolución de la participación electoral en Chile. Primero, la disminución en el número de votantes chilenos durante los últimos 20 años -que ya suma un 35%- constituye el descenso sistemático más abultado del mundo. Menos chilenos votaron por el actual presidente Piñera en la elección de 2009 que por Aylwin en 1989, a pesar de que el electorado aumentó en más de cuatro millones de ciudadanos. Segundo, Chile tiene la menor tasa de participación juvenil del mundo. El electorado está fracturado entre las viejas generaciones que crecieron con Pinochet y concurren masivamente a las urnas y el electorado posdictadura, que no muestra ningún interés en incorporarse al sistema político. Según el Latinobarómetro 2008, mientras el promedio de participación de los jóvenes menores de 30 años en 17 países latinoamericanos es del 58%, en Chile la misma encuesta arroja una cifra del 22% para este segmento. Tercero, no todos los jóvenes chilenos se desvinculan por igual del proceso de representación. En los barrios pudientes de Santiago, las tasas son tan altas como en cualquier país europeo; en las barriadas pobres, las tasas son hasta 10 veces menores.

Desde la primera década del regreso a la democracia, los ciudadanos vienen indicando en las encuestas de opinión un desencanto con su sistema político en general. Los partidos políticos y el Parlamento son sistemáticamente las instituciones peor evaluadas. Si bien el centro-izquierda fue más hábil en contener la protesta social, terminó su largo mandato alejado de los ciudadanos. Hoy no solo el presidente Piñera tiene los índices de aprobación más bajos en 20 años (26%, encuesta CEP), sino también los partidos de la otrora poderosa Concertación (17%). La calle no otorga exenciones: ¡que se vayan todos!

La estabilidad del régimen chileno fue construida sobre la exclusión política y social, pero bastó la primera alternancia hacia un Gobierno de derecha para que la democracia perfecta exhibiera sus fisuras estructurales. El "invierno chileno" es la demanda de una nueva Constitución que reemplace la de Pinochet y permita la transición hacia una democracia participativa.

Alejandro Corvalán, profesor de Economía Política en la Universidad Diego Portales, Chile.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *