El invierno del pánico

El pasado invierno lo recordaré siempre como el del pánico; unos meses en que los presagios apocalípticos y actitudes pasivas se imponían a la racionalidad. Nerviosismo provocado en gran medida por la actuación de expertos y periodistas, que se convirtieron en émulos de Savonarola, profetizando que la crisis bancaria y la gripe A eran similares a dos de las grandes catástrofes del siglo XX: el 'crack' del 29 y de la gripe española de 1917. Pues bien, a escasos meses del último 'octubre negro' la situación financiera y epidemiológica internacional comienza a valorarse como problema muy grave, pero asumible.

Lo primero que me llamó la atención fue la velocidad con la que numerosos estudiosos y articulistas difundieron estimaciones acerca del quebranto del sistema financiero internacional. Sorprende cómo pudieron evaluar unos activos no desagregados contablemente en los balances de la banca, sino titulizados junto con otras clases de activos, y repartidos por millares de entidades de todo el mundo. Aún así, muchos expertos se sintieron capaces de cuantificar las pérdidas de los 'activos tóxicos' en un escenario que podría definirse como 'el peor de los peores'. Pues aventuraron el importe de las pérdidas sin existir un criterio ortodoxo y fiable acerca de cuáles hipotecas iban a entrar en mora. Según he leído, lo que algunos hicieron fue estimar la cuantía de las hipotecas 'subprime' de los países occidentales, dándolas todas por fallidas, y todas a la vez. Con ese criterio, no es de extrañar que nos adelantaran el fin del mundo. La realidad es que no hay definiciones generalmente admitidas de 'hipoteca basura', ni de una metodología detallada sobre las famosas 'pruebas de estrés'; que se interpretan y calculan de múltiples modos.

Con semejantes pronósticos, muchos economistas pasaron a convertirse en personajes habituales de los medios de comunicación. En el rol de Nostradamus científicos, nos dieron espeluznantes descripciones de la inevitable catástrofe, acompañadas de breves y ambiguas recetas para mitigarla. Y siempre, como telón de fondo, las supuestas similitudes con la depresión de 1929. En esto destacó sobremanera el Nobel Paul Krugman, que ha celebrado su premio haciendo gala de sus conocidas dotes de comunicación. Así, añadió a sus entretenidos artículos giras divulgativas por países de medio mundo; acaparando portadas, aleccionando a presidentes de gobierno y haciendo predicciones a cual más apocalípticas. Recuerdo especialmente sus comentarios acerca de Austria, lugar al que le va a costar volver en el futuro sin que se le caiga la cara de vergüenza. En estos meses de lucrativo protagonismo, este economista logró multiplicar el pánico. No negaré la erudición y la didáctica de Krugman, pero no puedo dejar de reconocer en él un ejemplo de gran personaje al que se le ha subido el Nobel a la cabeza.

Los pronósticos más tremendos de los expertos encontraron un aliado perfecto en la clase periodística internacional. Pues a la natural tendencia del informador a magnificar un evento u opinión para atraer la atención se unió la angustia profesional de este influyente colectivo. Esta última fue causada por la drástica reducción de las inversiones publicitarias en prensa y la importante migración de lectores hacia Internet (para ahorrar la compra del periódico) que multiplicaron los despidos de periodistas. Imagínese usted el estado de ánimo de muchos profesionales viendo cómo sus empleos se encontraban en peligro. Resultado: muchos informadores vienen magnificando la -de por sí- terrible realidad a la que nos enfrentamos.

Con esos referentes, no es de extrañar que los dirigentes de la mayor parte de las entidades financieras de Occidente decidieran echar el freno de golpe. Así, se produjo un bloqueo sin precedentes del mercado interbancario, recortando la liquidez a la mayoría del sistema económico. Ya estaba en marcha un factor desencadenante que -por sí solo- podía hacer cumplir en muy pocos meses el pronóstico del derrumbe de la economía occidental. Como nunca antes en la Historia, el sistema productivo ha sido sometido a una brutal sauna finlandesa: del acalorado crecimiento a la inmersión en agua helada.

Menos mal que los gobernantes de algunos países (liderados por el tan denostado primer ministro británico, Gordon Brown) demostraron gran agilidad, coordinación y valentía, reduciendo drásticamente los tipos de interés e inundando el sistema financiero con unos volúmenes de liquidez sin precedentes en la Historia. Es posible que Mr. Gordon Brown no finalice su mandato a causa de otra clase de errores, tanto propios como del conjunto de la clase política británica, pero yo aquí me atrevo a pronosticar que también será recordado como el gobernante que supo indicar el camino a seguir. Acertó en su suposición de que se volvería a demostrar algo que la ciencia económica viene dando como probado: que si se pone en circulación un estímulo monetario proporcionado a la dimensión de la contracción, éste comienza a surtir efectos a partir de los seis meses de aplicarse. En paralelo, y con el fin de reducir la ansiedad que se había instalado en centenares de millones de ahorradores, los gobiernos occidentales respaldaron los depósitos bancarios, evitando así que corriéramos hacia los bancos a llevarnos nuestros ahorros y que el colapso fuera total.

A pesar del brutal parón del consumo, los resultados de las medidas de estímulo se han ido presentando 'conforme al libro de texto'; pues con la primavera climatológica comenzaron a aparecer datos macroeconómicos menos malos, reforzados por un pronunciado cambio de sentimiento en los mercados de capitales (que siempre se adelantan al ciclo). Ahora, cuando ya estamos en el verano, se va notando el inicio de una recuperación en Reino Unido, mientras que una mayoría de economistas la anuncian en EE UU para el otoño. Un ejemplo de cómo los Estados con economías flexibles se recuperan antes; aun a pesar de la parálisis de los mercados monetarios.

Desgraciadamente, en el caso de España, el Gobierno sigue paralizado por la ausencia de coraje. Para no enfadar a los sindicatos, va retrasando la implantación de una reforma del mercado laboral que todas las agencias económicas internacionales, así como la propia Unión Europea y destacados miembros del PSOE consideran imprescindible. También evita enfrentarse a otros colectivos importantes para él, como los estudiantes que no quieren estudiar (indudables candidatos al funcionariado o a la carreras sindical y política), los funcionarios (a quienes se debió de haber congelado el sueldo en diciembre), el profesorado universitario (uno de los responsables de nuestro desastre educativo) y los dirigentes municipales y autonómicos (que han capitaneado el derroche en el gasto durante la última década). Su única esperanza es que el resto del mundo nos saque de la crisis; y puede que así sea, pero dentro de muchos años. Para entonces el señor Zapatero habrá quedado en el lugar histórico que corresponde a sus méritos de 'político fachada'; como su colega George W. Bush, va a ser el 'presidente desastre' de la historia de España.

En estas situaciones límite, cuando casi todos se encuentran embargados por la ansiedad y cuando la incertidumbre paraliza la toma de decisiones, es el momento de los líderes, de aquéllos que tienen principios y visiones coherentes y realizables. Resulta indudable que ante semejante problema se debe ser proactivo y atacar los problemas de fondo; no se puede curar un cáncer con pomadas y tisanas. Pero ésta ha sido la opción de nuestro presidente Zapatero; dejar a España como un navío al garete, esperando a que alguna corriente favorable lo lleve, parsimoniosamente, a puerto. Recemos para que ésta se presente cuanto antes.

Ignacio Suárez-Zuloaga Gáldiz, Doctor en Ciencias Económicas y director de Clidea Investigación.