El Islam, ese desconocido

Enfrentados a la presencia cada vez mayor de musulmanes en sus fronteras o en el interior, a los occidentales «les duele el islam». Las posturas adoptadas, que van desde la más absoluta hostilidad hasta las tentativas de conciliación, solo conducen a malentendidos. Consideremos, por ejemplo, una declaración hecha por Barack Obama el 5 de febrero, con ocasión de un «desayuno» (una tradición estadounidense) para la oración común, con representantes de las «grandes» religiones reunidos en Washington. En un nuevo intento de hacer una distinción entre los terroristas y el islam «auténtico», el presidente estadounidense creyó que era buena idea recordar que todas las religiones se ven afectadas por desvíos fanáticos, como las Cruzadas. Obama solo consiguió exacerbar los ánimos, los de los cristianos y los de los musulmanes, que fueron unánimes al tachar esa comparación de anacrónica y fuera de lugar. La torpeza de Obama es ilustrativa de una actitud constante en Occidente: al no comprender el islam, lo comparamos con el cristianismo.

El Islam, ese desconocidoLo más habitual es que nos quedemos perplejos, debido al profundo desconocimiento del islam que reina en Occidente. Hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, seguidos de los que se llevaron a cabo en Madrid, Londres o París, se percibía el mundo musulmán como algo ajeno o confinado en los barrios reservados a los inmigrantes. El estudio del islam era una disciplina marginal, exclusiva de las universidades; el Corán y sus comentarios estaban poco o mal traducidos y la diversidad del mundo musulmán prácticamente se desconocía. Recordarán el comentario del general estadounidense David Petraeus cuando entró en Basora en 2003: «Éramos extraños en un mundo extraño» (Strangers in a strange world). Los estadounidenses y sus aliados apenas conocían la distinción entre chiíes y suníes, o creían que los chiíes eran por fuerza iraníes, aunque los encontrasen en Pakistán o Arabia Saudí. En Europa occidental, donde el musulmán es casi siempre un inmigrante, árabe y musulmán eran hasta hace muy poco términos intercambiables. Pero resulta que la guerra de Siria empuja hacia Europa a árabes cristianos y que del África subsahariana llegan numerosos musulmanes no árabes.

El desconocimiento del islam, si tuviésemos que resumirlo en unas cuantas categorías simplistas, se debe, en mi opinión, a tres motivos fundamentales. En primer lugar, confundimos la religión con la cultura. Por esta razón, atribuimos al islam comportamientos que, de hecho, son propios de la cultura del país de origen de los musulmanes que conocemos. La sumisión femenina, un rasgo que a menudo se atribuye al islam (pero que también se encuentra en el catolicismo y el judaísmo ortodoxo) tiene que ver casi siempre con las tradiciones árabes, pero los árabes solo representan el 20% de los musulmanes de todo el mundo. En el islam aleví de Turquía o el bengalí no árabe, las mujeres rezan junto a los hombres. ¿Y es musulmán el velo? El reformador egipcio del siglo XIX Rifa’a al-Tahtawi, que instauró las escuelas para niñas en Egipto, señalaba que el velo no se mencionaba en el Corán y que sin duda se trataba de una tradición persa anterior a Mahoma. Para dar más color a este paisaje, muchos musulmanes se declaran pertenecientes a la civilización islámica pero no creyentes, como muchos cristianos.

La segunda fuente de desconocimiento del islam en Occidente se encuentra en el hecho de que tenemos la tendencia espontánea a percibirlo como una religión organizada según el modelo católico, con una jerarquía, unas normas o, al menos, unos representantes acreditados. Esto es un error: dejando a un lado la minoría chií sometida a la clericatura de los ayatolás, cada musulmán tiene una relación directa con Alá por mediación del Corán, la palabra misma de Dios, dictada a Mahoma. Los imanes no tienen más autoridad que la que una comunidad de fieles quiera, o no, reconocerles: el islam es lo que los musulmanes hacen de él, no lo que deciden los imanes. Esta diversidad infinita, que nos recuerda a las iglesias evangélicas repartidas por todo el mundo, desespera a los dirigentes occidentales que buscan interlocutores «responsables». Desde Napoleón I, pasando por Nicolas Sarkozy, los presidentes franceses no han dejado de intentar organizar a los musulmanes de acuerdo con el esquema de la Iglesia. Ha sido en vano. Obama, en busca de «representantes» auténticos de los musulmanes, también está desorientado: además, es fuerte la tentación de seleccionar a representantes de un islam «moderado», según unos criterios más occidentales que musulmanes.

La tercera fuente de malentendidos tiene que ver con la aparición de un nuevo islam transnacional para uso de unos musulmanes desarraigados que se definen por su oposición a Occidente y a los musulmanes occidentalizados. A Osama bin Laden se le puede considerar el fundador de este yihadismo islámico. Un yihadismo que aterroriza a los occidentales, pero que, cada día, mata a más musulmanes que a infieles (en Nigeria, Siria, Yemen, Sudán). Creo que este yihadismo tiene un origen político y económico, más que teológico. Los yihadistas tergiversan el vocabulario místico para canalizar la frustración de esos musulmanes desarraigados que no consiguen integrarse en el mundo contemporáneo: ciudadanos de segunda categoría en Occidente o víctimas de la tiranía en su país de origen. Como demostración inversa y dato alentador, fijémonos en que el yihadismo casi ha desaparecido de Indonesia desde que este gran país musulmán se ha convertido en una democracia en vías de desarrollo. Por el contrario, avanza en Egipto desde que han regresado la dictadura y la corrupción estatal.

Rifa’a al-Tahtawi, hace ya dos siglos (1801-1873), escribía que el islam era compatible con la ciencia, siempre que Egipto adoptase una Constitución (la Francia de 1830, en la que vivió, era su modelo), que la prensa fuera libre y que las niñas estuvieran escolarizadas (y no llevaran velo). Por todo el mundo musulmán encontramos a discípulos de Rifa’a (que se autodenominan «hijos de Rifaa», expresión con la que se identifican): su debilidad radica en la incapacidad para organizarse; y la nuestra, en la incapacidad para escucharlos.

Guy Sorman

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