El islam inquieta a Europa

Las noticias concernientes al islam político y su hijo bastardo, el terrorismo, inquietan y dividen a Europa. La somalí Ayaan Hirsi Alí, exdiputada holandesa, prosigue en Francia su angustiosa peregrinación con el estigma de la apostasía a cuestas, en busca de protección contra la fatua que ordena su asesinato. Dinamarca captura a tres musulmanes que pretendían asesinar a uno de los autores de las viñetas de Mahoma publicadas en el 2005, juzgadas ofensivas para el profeta, y que provocaron agitación y disturbios.

El Gobierno de Ankara logra que el Parlamento autorice el pañuelo como ostentoso signo de identidad en las universidades, en medio de la repulsa de los laicistas, y el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, tacha la asimilación de "crimen contra la humanidad" y polemiza en Berlín con la cancillera Angela Merkel cuando esta exige "la disposición de adaptarse al modo de vida de un país". Un diálogo de sordos.

La aprensión se generaliza cuando el arzobispo de Canterbury, el inconformista Rowan Williams, heraldo del diálogo interreligioso, aboga por la adopción parcial de la sharia o ley islámica en el sistema legal de Gran Bretaña, alegando que es "inevitable" ante el avance imparable de la inmigración (dos millones de musulmanes). Un clamor de indignación y asombro zarandeó las viejas certidumbres de la inmemorial supremacía anglosajona y protestante, aunque el primer ministro, Gordon Brown, replicó que "la ley debe aplicarse en este país fundada sobre los valores británicos".

Ante tan insólita como estridente ruptura del principio de igualdad jurídica, el presidente Nicolas Sarkozy, al presentar su plan para regenerar los guetos degradados, terció en el debate para proclamar que "no hay sitio en Francia para la poligamia, no hay sitio para la ablación, no hay sitio para el matrimonio forzado, para el velo en las escuelas ni para el odio a Francia, porque detrás de eso está la ley de la tribu".

El fenómeno multicultural, que hace apenas 20 años se creía propio de EEUU, está en Europa para quedarse. La población musulmana supera los 20 millones y genera tanto un sinuoso conflicto religioso-cultural como una pugna civilizatoria. ¿Cómo tratar la diferencia? ¿Cómo se puede integrar a poblaciones que se repliegan de forma comunitaria o tribal y se muestran reacias cuando no hostiles a algunos de los pilares de las sociedades abiertas?

Los arbitristas hacen su agosto en medio de la confusión, la atonía ideológica, el relativismo, la inoperancia estratégica y las reivindicaciones étnico-religiosas, mientras el mero planteamiento de la hipótesis multicultural confirma la crisis del proyecto de modernización y el retroceso de la libertad de conciencia en Europa, que afecta no solo a los países de la Unión Europea, sino también al gran espacio ruso (Chechenia y otros territorios próximos).

La indecisión ante el desafío sarraceno en Europa se nutre del fracaso de los modelos de integración ensayados o tolerados en los principales países. El universalismo de la Ilustración y de los derechos humanos proclamados en 1789, y desde entonces sacralizados, junto con el laicismo escolar y el centralismo burocrático, no sirvieron para integrar a los seis millones de musulmanes de Francia. No obtuvo mejores resultados Gran Bretaña con su tan cacareado respeto por la diversidad y su tolerancia hacia el comunitarismo, traducido en guetos suburbanos, a condición de que la soberanía de los Comunes siguiera en manos de los anglosajones protestantes.

Tres millones de turcos están segregados en Alemania, con escollos casi insuperables, pese a las correcciones introducidas en la hegemonía abusiva del ius sanguinis. Los más generosos esfuerzos de integración se dieron en Holanda y Bélgica, pero sus resultados son decepcionantes, incluso entre los nacidos en los dos países, y alimentan el discurso xenófobo, la vejación y el crimen. Algunos analistas describen a España como el trampolín de Eurabia.

Europa no sabe qué hacer tras superar el papanatismo de creer que lo multicultural es bueno a priori, mientras se tildaba de rancio, vil o retrógrado a cualquiera que osara criticarlo. En nombre de ese paradigma multicultural y relativista, los padres de la frustrada Constitución europea recusaron en el preámbulo una escueta alusión a las raíces judeocristianas, modeladas por Grecia y Roma, de la civilización liberal y democrática. Entre la mala conciencia y la cobardía intelectual, el afán multicultural, fervoroso entre las élites que no sufren sus inconvenientes, no sirve para establecer planes que impidan la explotación del inmigrante ni para que las minorías abandonen la pobreza que las aherroja a los dictados tribales o la prédica fanática.

Europa debe aclarar su discurso para eliminar toda ambigüedad en la defensa de los principios de su civilización, pese a la creciente diversidad cultural y religiosa. Los criterios de Copenhague (1993), recogidos en el tratado de Amsterdam (1997), fijan los requisitos para la adhesión de nuevos países y deberían exigirse lógicamente a los emigrantes que llegan al espacio comunitario. El decálogo incluye el sistema democrático y el respeto escrupuloso de los derechos humanos, la seguridad jurídica y la asunción del acervo común, la primacía del derecho comunitario. Falla la voluntad política y sobra el egoísmo económico.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.