El islamismo que viene

Un porcentaje indeterminado de las fuerzas que animan las protestas y revueltas de la primavera árabe que estamos viviendo surgen de un anhelo, sostenido sobre todo por los jóvenes, por recuperar la preeminencia de lo árabe en el conjunto del mundo islámico y más allá. Porque lo cierto es que ninguna de las siglas del acrónimo BRIC (Brasil, Rusia, India y China) corresponde a un país árabe; tampoco los hay en el retablo de las potencias emergentes en general. No es el caso de los países musulmanes: Turquía lo es, pero no tiene nada de árabe. Indonesia y Malasia son países de mayoría musulmana, ricos y poderosos, pero quedan muy lejos de Oriente Próximo. De hecho, en los últimos tiempos, los abanderados de la modernidad musulmana, de la potencia económica y el desarrollo científico pertenecían precisamente al mundo musulmán no árabe, con la excepción de los pequeños emiratos del Golfo, y dentro de ellos el extravagante Dubái. Y entre los que poseen la fuerza militar, ocurre lo mismo: Pakistán es la única potencia musulmana con armas nucleares. Y Turquía es el único país musulmán miembro de la OTAN.

Por lo tanto, no es de extrañar que haya tenido tanto éxito la idea de impulsar un islamismo de matriz neoliberal, visto con muy buenos ojos desde Estados Unidos. La idea de que modernidad e islam no son para nada incompatibles y el mensaje de que uno de los mejores servicios que se puede rendir a la comunidad es crear empleo, haciendo con ello fortuna propia, ha calado con éxito entre las nacientes clases medias y técnico profesionales del mundo árabe. Y las autocracias dominadas por grandes fortunas patrimoniales y controladas por presidentes envejecidos, instalados en el poder desde hace décadas, constituyen un corsé que ya ahoga demasiado.

Dentro de ese planteamiento, argumentar que las revueltas árabes suponen la superación de Al Qaeda, acelerada ahora con la desaparición de Osama bin Laden, resulta no solo arriesgado, sino incluso peligroso. Desde luego, es una idea agradable, que halaga la autocomplacencia occidental, y por ella han apostado impulsivamente algunos medios de prensa, con más fe que reflexión. Porque se quiere suponer que las revueltas darán lugar por fin a flamantes democracias, laicas y plenamente integradas en la globalización de matriz neoliberal.

Para entender lo que puede ocurrir debemos partir de la base de que la recuperación del orgullo árabe se ha intentado en varios momentos de la reciente historia de forma diversa. Por ejemplo, fue lo que buscaron impulsar Naser y Gadafi cuando eran jóvenes dictadores. Pero, a la vez, el gran renovador del islamismo político fue el egipcio Sayyid Qutb, a quien Naser mandó ejecutar en 1966. Y el también egipcio Aymán al Zauahiri, discípulo suyo, fue quien, con el empresario saudí Osama bin Laden, asimismo árabe, estuvieron en los orígenes de Al Qaeda. Ambos, cada uno a su manera, habían estado apoyando la guerra de los muyahidines afganos contra el poder soviético. Se ha dicho muy a menudo que Bin Laden era un hombre de la CIA, pero es una simplificación. En realidad, el empresario saudí financió una parte de ese esfuerzo de guerra gracias a su enorme fortuna personal, erigiéndose como la contraprueba viviente de que había existido un esfuerzo militar y político puramente islamista que no debía nada a los americanos ni a los estadistas árabes vendidos a la causa occidental. Pero sobre todo, si ese mensaje resultaba creíble, era porque la guerra contra los soviéticos en Afganistán fue lo que realmente le dio contundencia a la idea de que el islamismo había vencido a los soviéticos.

Precisamente, sobre esa idea se erigió Al Qaeda: si había sido posible doblegar a la Unión Soviética, ¿por qué no pensar que se podría hacer lo mismo con Estados Unidos y sus aliados? Porque el objetivo de Al Qaeda ya no era derrocar a los regímenes corruptos en Oriente Próximo, uno a uno, sino ir directamente al meollo de la cuestión contra los grandes satanes occidentales que los apoyaban.

El terrorismo de Al Qaeda la hizo abominable, incluso a ojos de muchos musulmanes. Ahora incluso resulta molesta para los talibanes -no árabes, por cierto- que intentan capitalizar esa victoria total o parcial que ven dibujarse en el horizonte. Al Qaeda sin Bin Laden ya no es lo que fue. Surgirá otro movimiento radical, mayoritario o minoritario; posiblemente ya no tendrá las aspiraciones globalizadoras de Al Qaeda; es posible que sean varios los grupos que nazcan o se disocien del tronco común. Dependiendo de los éxitos o fracaso de las revueltas árabes, bien pudiera ocurrir que en un futuro no lejano alguien alumbrara una síntesis política arabista, y a la vez islamista, que reclame la arabidad de Bin Laden. Es más posible todo ello que la hipótesis de que incluso el recuerdo de Al Qaeda se desvanecerá en el olvido, en cuestión de pocos meses. Cuando decimos que todas las posibilidades están abiertas en el mundo árabe, conviene ser realistas y considerar que son realmente todas.

Por Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea de la UAB y coordinador de Eurasian Hub.

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