El izquierdista Zapatero

Estoy convencido de que cuando haya perspectiva la Historia nos dirá que Rodríguez Zapatero fue un presidente bienintencionado, poco operativo, pésimo medidor de las circunstancias objetivas y con excesivo ánimo de jugador de póquer a la hora de tomar decisiones. Pero creo que al mismo tiempo la Historia le considerará coherente respecto a la clave, para bien y para mal, de casi todo lo que hace: su ilusión personal por ser un presidente de izquierdas. Creo que Zapatero está crucificado por ese condicionante, de un modo similar a lo que padecía Lluís Companys, más prisionero del deseo de ser reconocido como un buen catalanista que de ambición y ganas de trabajar para gobernar de una forma eficaz. Zapatero aspira a que todos sepamos que es de izquierdas ahora que, después del excesivo pragmatismo contemporizador de la socialdemocracia ante la avalancha hiperliberal, crujen todas las referencias de esa corriente política.

A efectos de balance histórico, Zapatero está condenado a que su nombre se asocie con la crisis económica, acabe como acabe. Y en primer lugar, se asocie a que negó reiteradamente su existencia cuando su llegada ya era palpable. En cambio, no se le reconoce suficientemente que tras ese error tomó una determinación ideológica firme y la está cumpliendo: volcarse en la cobertura social de los afectados. Una hipótesis: posiblemente pensaba que la crisis era un desastre que caía del cielo y únicamente cabía resistir y esperar a que se resolviese por sí sola gracias a la dinámica social y económica. Para Zapatero, atender a las víctimas debía ser la opción de un buen gobernante de izquierdas.
Zapatero está yendo hasta el final de esa lógica, aunque luego la virulencia del problema le ha empujado a tomar decisiones. Pero ha sido más una serie de medidas paliativas encadenadas que un plan global. Como a estas alturas nadie sabe todavía si hay un plan global posible que pueda resolver milagrosamente la crisis, lo hecho por Zapatero merece el beneficio de la duda.
Vale la pena subrayar el valor ideológico de dar prioridad a la cobertura de los afectados. Esta crisis plantea el problema de la manta más pequeña que la cama: no se puede atender a todo y lo imprescindible es decidir si hay que taparse los pies o la cabeza. Zapatero ha optado por mantener los subsidios aunque sea incrementando de forma gigantesca el gasto público y la deuda. Si gobernase la derecha, las cosas no habrían ido por ahí y el desempleo estaría provocando situaciones personales todavía más dramáticas que las actuales.

Frente a esa prioridad, la crítica de la oposición es lineal: si gobernase Mariano Rajoy, el deterioro no habría llegado a los actuales límites, no serían necesarios tantos subsidios y todo el mundo sufriría menos. El argumento es poco consistente porque el Partido Popular no ha concretado en ningún momento una política alternativa clara. No explica lo que se tiene que hacer, más allá de generalizar o de hacer discursos tan contradictorios como hablar al mismo tiempo de rebajar los impuestos y de conceder más ayudas públicas. O solicitar más facilidades para despedir trabajadores cuando la actualidad demuestra hasta qué punto aquí todo el mundo despide a quien le conviene.
El izquierdismo de Zapatero es primario. Si una cosa en principio le parece justa, apuesta por el «hagamos, avancemos, y luego ya encontraremos la manera de resolver los problemas que vaya planteando». Un ejemplo claro fue la ley de dependencia, bienintencionada, pero sin el debido cálculo de los costes y obligaciones que comportaba. Otro, la ley de la memoria histórica, sometida después a cortocircuitos por no haber sido debidamente redondeada. Un tercero, el Estatut catalán, que prometió apoyar sin conocerlo y sin preparar políticamente el terreno (ni siquiera dentro del PSOE) para sacarlo adelante. Esta manera de actuar genera muchos conflictos, pero lo menos que puede decirse es que en la política española hay actitudes francamente peores.

Otro rasgo que pesa mucho en Zapatero es su desprecio intelectual por Rajoy, que le impide trazar estrategias operativas de convivencia con la oposición e incluso astucias para avanzar. En cambio, se fía excesivamente de su propio instinto. En el caso de la justicia, los nombramientos de personas decisivas como Carlos Dívar, presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Supremo, o Manuel Aragón, magistrado del Tribunal Constitucional, a la larga se han convertido en verdaderas trampas en su contra. También forma parte del núcleo duro de su personalidad la confianza que tiene de poder convencer a la opinión pública a través de comparecencias directas, cuando estas casi siempre son ligeras. En este sentido, el discurso de Zapatero es reiterativo, obvio y amigo de resaltar cosas poco interesantes, de modo que él forma parte de la escuela de oradores poco consistentes que tanto predomina en la vida pública contemporánea.
En cualquier caso, este Zapatero con ganas de ser apreciado como de izquierdas es, hoy por hoy, todo lo que separa al Partido Popular de su regreso al poder en España.

Antonio Franco, periodista.