El jardín del bien y del mal

Durante siglos, la pintura fue esencial para crear y comunicar ideas. Era un instrumento de pedagogía social, más allá de la actual pulsión estética asociada al arte como subproducto de una cultura mercantilizada. Servía para construir las imágenes del mundo de forma que, mostrándolo desde diferentes ángulos, contribuía a dotarlo de sentido y a orientarnos por sus laberintos. Hoy el mundo se nos cae a pedazos sin que apenas reconozcamos en los artistas la virtud de hacerlo más hospitalario. Lo pensaba recorriendo la extraordinaria exposición con que el Museo del Prado celebra el quinto centenario de la muerte del Bosco; uno de esos artistas de los que asombra todo, desde los detalles de las naves fabulosas, mitad pájaros mitad peces, que sobrevuelan Las tentaciones de San Antonio de Lisboa, a la atmósfera gris del planeta en tinieblas, a medio hacer el tercer día de la creación, que descubrimos cuando se pliegan las hojas de ese tríptico mágico que llamamos El jardín de las delicias. En el interior quedan los mil colores del paraíso y del infierno, la naturaleza cierta o imaginada, las figuras que abarrotan el improbable jardín del bien y del mal, la summa del cosmos en una sola pintura bella e insondable. Como un sueño.

El jardín del bien y del malSólo la literatura tiene esa capacidad de mezclar lo real y lo imaginario para explicar la vida. ¿Qué música suena sobre el Carro de heno para que lo persigan reyes y campesinos arrastrados hacia el infierno? Cuando de joven leía a Chomsky, mi devoción por el Lorca de Poeta en Nueva York me hacía protestar cada vez que tropezaba con la frase que aquél hizo famosa como ejemplo de corrección sintáctica y sinsentido semántico: «las incoloras ideas verdes duermen furiosamente». Claro que tiene sentido hablar de algo incoloro y verde a la vez, igual que en El Bosco nacen de las plantas puercoespines envueltos en una burbuja, y las ideas pueden dormir, plácida o furiosamente, según el día. Los escritores, como los pintores, siempre lo han sabido: «el silencio agita el tamarindo y hace caer sus pétalos-lenguas rosadas» leo en el poeta afroamericano Yusef Komunyakaa. El silencio, en efecto, puede hacer temblar a los árboles y a los hombres. Hasta existe una lógica formal para los mundos posibles, donde la contingencia sustituye a la necesidad y da igual que la palabra «unicornio» tenga un referente real o sólo habite creaciones fantásticas, porque el lenguaje siempre permite llamar a las cosas por otro nombre e inventar universos paralelos, entendiéndonos.

Tampoco la pintura es más que el sueño de la razón a la búsqueda de una emoción estética bajo ciertos códigos compartidos; otro lenguaje abierto al infinito. Uno de los caprichos de Goya tiene por rótulo El sueño de la razón produce monstruos. Hay un hombre recostado en una mesa y una bandada de búhos sobre él. Los monstruos no se ven, pero están dentro de su sueño. Dos modos de aproximarse a esa deformación de la realidad que ayuda a definirla: El Bosco pinta arpas cuyas cuerdas atraviesan el cuerpo desnudo de un condenado. Goya pinta los sueños desde fuera. Le bastan los ojos suplicantes de un perro asomando la cabeza entre la arena para enterrar al espectador en la pesadilla de lo que ignora. El mundo real es más inteligible cuando se lo enfrenta a otros mundos. Y siempre queda la multiplicidad de las interpretaciones, lo inexplicable. Incluso las cosas se auscultan a sí mismas, como en el dibujo del bosque con dos orejas y siete ojos desparramados alrededor de un árbol desde el que mira un búho, sobre el que escribió nuestro pintor: El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos. Este dibujo no ha viajado a Madrid, pero sí ha venido de Viena El hombre árbol: la misma criatura gigantesca de la tabla derecha del Jardín de las delicias con trazas de árbol, hombre y casa, dos troncos apoyados en barcas que surcan el río helado de la vida, más una lechuza en lo alto escrutándolo todo. Son imágenes complementarias de las del cuadro perdido en el que un ciego guía a otro, que un grabado de Hieronymus Cock atribuye al Bosco y cuyo motivo retomó Brueghel para ilustrar esa parábola terriblemente contemporánea (Mateo 15, 14) que dará con nosotros –ciegos guiados por más ciegos– en algún agujero fatal. La lucidez se asocia con la mirada, la virtud con la sabiduría.

Es evidente el surrealismo del Bosco: la premonición de Dalí en las rocas rosas carnosas de la tabla izquierda del Jardín de las delicias sobre las que reposan unos lagartos negros de colas onduladas mientras una gran almeja con pestañas fláccidas transfigura la roca en un rostro diabólico parecido al del Gran masturbador. Pero, sobre lo pictórico, late en su universo iconográfico un programa moral que intenta dar cuenta de la globalidad de la existencia antes y después de la muerte: El juicio final de Brujas; Las visiones del más allá de Venecia; y, sobre todo, El jardín de las delicias, que no sabemos qué clase de pintura es, si sagrada o profana, una colección de tentaciones en un paraíso donde ya habita el pecado, o la visión de un mundo cosmopolita poblado por decenas de hombres y mujeres desnudos en comunidad con animales y plantas, de igual a igual. La perplejidad que hoy provoca este cuadro genial no debe de ser muy distinta de la de Felipe II cuando en 1593 lo llevó a El Escorial etiquetado con esta leyenda: «una pintura en tabla al ollio con dos puertas de la bariedad del mundo cifrada con diversos disparates de Hierónimo Bosco». En 1605, fray José de Sigüenza lo matizaba: «Sus pinturas no son disparates, sino libros de prudencia y artificio, una sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres». Por fortuna, nunca ha estado claro el sentido de esos seres que duermen furiosamente en el silencio vegetal de la pintura.

Descifrar la variedad de relaciones sutiles entre las cosas que son y las que podrían ser ayuda a comprender la complejidad que nos rodea, a discernir el bien y el mal o a mezclarlos armónicamente. Lo cuentan esas viejas tablas talladas hace más de quinientos años, pero cuyas imágenes interrogan hoy las retinas de los visitantes del Prado como si se hubieran pintado ayer. Además de los ojos del cuerpo, merece la pena abrir los ojos del espíritu a los misterios del arte y de la vida. Hasta el infierno se vuelve más humano, que falta hace.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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