El jinete apocalíptico

Durante este año y pico de confinamiento he leído muchos textos sobre el coronavirus, por supuesto, pero ninguno como el de Carmen Iglesias, titulado Historia de las pandemias, unas veinte páginas que no tienen una línea que pueda ser desperdiciada y que, además de trazar una síntesis muy ajustada de la manera como las pestes y las epidemias colectivas acompañan la historia de Europa, se las arregla para sacar conclusiones optimistas y civilizadoras sobre esta plaga y sus variantes —la británica, la australiana, la brasileña, la india— que, tenemos la impresión, están devastando Europa (y al resto del mundo, también).

Iglesias nos recuerda que el poema fundador de Homero, la Ilíada, describe la mortandad que cae como castigo divino sobre los aqueos y como la venganza de Apolo por el secuestro de la hija de uno de los sacerdotes. Desde entonces, la literatura dará testimonio de aquellas incomprensibles devastaciones que sembraban el horror por todos los rincones de la tierra, y que las gentes, que no comprendían nada de lo que ocurría alrededor suyo, salvo que morían las personas como moscas, lo atribuían a un castigo de los dioses por los pecados de los seres humanos. Se buscaban chivos expiatorios, y, entre ellos, por supuesto, los judíos, las brujas, los magos, todos aquellos que eran distintos y constituían alguna forma de marginalidad. ¡Cuántas hogueras y víctimas causaba la ignorancia!

El jinete apocalíptico Tucídides es el primer historiador que describe, en la Historia de la Guerra del Peloponeso, con rigor y sin atribuir responsabilidad alguna a los dioses, la peste que destruyó Atenas el año 430 antes de la era cristiana. Desde entonces, hay documentos históricos que dan cuenta de esos periódicos cataclismos humanos que van devastando todas las civilizaciones conocidas, desde las más estables y firmes, como el Imperio Romano en tiempos de Marco Aurelio (una de las víctimas de la calamidad) y el Imperio Bizantino, del emperador Constantino, destrozado por la peste bubónica, hasta una Edad Media arrasada por el cólera, el tifus, la disentería, la fiebre amarilla y otras pestes. Y, cabría añadir, luego de largos años, por los jinetes mongoles que invaden Europa no sólo con cuchillos en busca de gargantas sino que traen en sus alforjas todas las enfermedades y pandemias asiáticas que siembran por doquier las famosas “pestilencias” de las que nos hablan las novelas de caballerías. En el centro de Europa se llega a inventar, en aquellos años terribles, al “jinete apocalíptico” que va de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, repartiendo las enfermedades que acaban con la gente y mandan sus almas a quemarse en el infierno. La geografía de las ciudades se transforma en función de las pandemias, pues los sobrevivientes de cada oleada de las epidemias se adaptan a esos cambios y fundan nuevos pueblos y ciudades, huyendo de los desconocidos e invisibles agentes del diablo que, como es el caso de la lepra, destruyen poco a poco el organismo de las personas infectadas, antes de matarlas. El paso del tiempo no admite sosiego para los habitantes de Europa; con las pestes estallan “las supersticiones y dislates”. Pero, también, se incrementa el espíritu religioso y muchas de las largas procesiones que todavía recorren las calles europeas nacieron para combatir con las oraciones de los creyentes y sacerdotes y pastores los “castigos del cielo” que llegaban a la Tierra en forma de enfermedades colectivas.

El cambio de clima suscita a veces trastornos espectaculares en la vida de las ciudades. Así ocurre durante los cinco siglos que se conocen como “la pequeña Edad del Hielo”, tiempos en los que se llegó a decir que era imposible comprender las variantes entre las temperaturas cálidas y las heladas que vivía Europa, y en las hambrunas que aquellas provocaban, como ocurrió entre 1315 y 1316, en que los países europeos quedaron literalmente diezmados por los súbitos trastornos de la atmósfera. Murieron tantos miles de familias como en las peores pandemias que se recuerdan.

Y, sin embargo, pese a esa tradición destructiva, es posible decir que la humanidad ha ido aprendiendo y que de aquellas atrocidades han resultado extraordinarios hallazgos en los dominios del conocimiento, sobre todo en el campo de la medicina y en los sistemas de salud pública, y que nada como las pandemias periódicas a que estuvo acostumbrado (y lo estará acaso siempre) el mundo, para crear los modernos hospitales y enfermerías, y hacer progresar los hallazgos de la ciencia. La covid-19 hubiera producido probablemente cien veces más de víctimas en todo el planeta si hubiera ocurrido antes o al mismo tiempo que la llamada arbitrariamente “gripe española”, a la que se atribuye haber matado a más gente que toda la que pereció en la I Guerra Mundial. La medicina ha avanzado de manera prodigiosa gracias a la peste, lo que no impide que ésta siga desafiando el saber científico como se ha revelado en la última pandemia. Cuando creíamos que aquello sería imposible en estos tiempos, en los que viajamos a la luna y varios países invaden las estrellas con sus naves espaciales, porque la naturaleza ya no parecía tener secretos para nuestros investigadores. Nos hemos llevado una sorpresa mayúscula, debido, al parecer, a un hombre que en una ciudad china se comió o fornicó con un murciélago, creando un virus que ha dejado decenas de miles de muertos regados por el ancho mundo. Una de las partes más interesantes del trabajo de Carmen Iglesias se refiere a la peste como incitante de los placeres, que ella llama el carpe diem. La cercanía de la muerte, la atracción del peligro, despiertan apetitos sexuales en ciertos seres humanos, una excitación de los sentidos y una búsqueda irracional del placer que convierte los palacios y castillos en burdeles de lujo, donde se practican todos los vicios y se muere del exceso antes que de la enfermedad. Ya Tucídides da cuenta de este fenómeno durante la epidemia que devastó Atenas en el cuarto siglo de la era pasada. La literatura ha sido especialmente rica en presentar este aspecto mortuorio y ceremonial de los placeres en tiempos descentrados por la revolución o las plagas, como ocurre en la narrativa llamada “gótica” o en las pesadillas novelescas del marqués de Sade.

En su ensayo, Carmen Iglesias cita con elogio el libro del historiador peruano Fernando Iwasaki, ¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial (2018), en lo concerniente a la llamada Muerte Negra, el inapelable fin del mundo, que se consideraba inminente y expandía el terror y la locura en vastos territorios, como en las lejanas colonias españolas de América. La misteriosa desaparición de culturas y civilizaciones como la de los mayas en Centroamérica o los moches en el Perú, tiene relación sin duda con este fenómeno. Aunque relativamente pequeño, este trabajo debe haber tomado buen tiempo a Carmen Iglesias, revisando viejos libros y documentos múltiples. Ella es una trabajadora discreta y pertinaz de la que suelen salir espléndidos ensayos. Yo he aprendido mucho sobre España leyéndola. Dirige la Real Academia de la Historia, es académica de número en la Real Academia Española, y muchos nos preguntamos cómo hace para que el tiempo le alcance para hacer todo lo que se impone. Ella fue también maestra en temas de Historia del actual Rey de España, Felipe VI, y no hay duda, oyendo sus discursos, que éste aprovechó muy bien sus enseñanzas.

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