El jovencito Frankenstein

Desde el mismo momento en que, en septiembre de 2000, conocí al recién elegido secretario general del PSOE me di cuenta de que Zapatero quería apartarse del pasado inmediato de su partido, pero sin renegar de sus artífices. Fue su primera demostración de cintura política, porque ordenó que se dejara de pagar a los abogados de los ex altos cargos de Interior vinculados a los escándalos que tanto caracterizaron al felipismo, mientras seguía ensalzando públicamente a González para terminar de jubilarle. Su posicionamiento ideológico también tuvo un fuerte ingrediente de ambigüedad calculada: él era un socialista pero, por favor, que nadie le confundiera con los anteriores. Y ahí es donde entran en danza Pettit con su «republicanismo cívico», el tal Richard Florida con su receta de promover los colectivos homosexuales, los gabinetes de tatuajes y los conjuntos de rock y la provocación de que bajar los impuestos es muy de izquierdas. Socialista sí, intervencionista no, que nadie se equivoque conmigo: yo nunca daré órdenes a los fiscales ni me entrometeré en la vida empresarial.

Era la actitud de quien habiendo heredado un apellido, digamos, problemático no sólo no lo repudia sino que lo proclama con orgullo, pero -mucho ojo, que aquí cada uno es cada cual- exige que se pronuncie de otra manera. Es el mismo truco psicológico al que se aferra el personaje que interpreta Gene Wilder en la ya clásica parodia de Mel Brooks. Cuando alguien se dirige a él como «Doctor Frankenstein», el nieto del científico que osó vulnerar las reglas del juego de la vida salta como un resorte para recordarle que debe llamarle «Frankonstin».

Cualquiera diría que los creadores de El Jovencito Frankenstein debieron haber leído el famoso ensayo de Carlos Marx titulado El 18 Brumario de Luis Napoleón pues, al parodiar la gran película del cine negro inspirada en el relato de Mary Shelley -en la que Boris Karloff interpretaba al Monstruo-, aplicaron al pie de la letra su teoría de que la Historia siempre se repite, «pero la primera vez como tragedia y la segunda como farsa».

Hace poco más de un año, con motivo del 25º aniversario de la primera llegada del PSOE al poder tras la dictadura, dediqué una de estas cartas a analizar Lo que va del tío al sobrino, entendiendo que a los crímenes políticos de González no les había faltado el envoltorio de la grandeza del primer Napoleón, mientras los garrafales errores de Zapatero -negociación con ETA, Estatuto de Cataluña- estaban impregnados del timbre de la chapuza que siempre parecía acompañar al emperadorcito casado con nuestra Eugenia de Montijo.

Hace 10 días experimenté con deleite la sensación del déjà vu, al contemplar arrobado desde el borde mismo del proscenio cómo Zapatero abrazaba la mística norteamericana -«padres fundadores» incluidos- con la misma determinación que llevó a González a apoyar no el esfuerzo bélico en el remoto Afganistán sino el mucho más cercano despliegue de los misiles Patriot en la frontera alemana y a hacerse amigo no del progresista Barack Obama sino del muy conservador Ronald Reagan. Es verdad que, a cambio, su famosa foto con Guerra y Boyer, tocados con aquellos superferolíticos gorros de piel en la Plaza Roja, cuando Rusia aun era soviética, también había sido mucho más estrafalaria -aunque no tan ofensiva- que la de Zapatero atornillado a la silla al paso de las barras y estrellas.

Bendito sea San Obama por haber obrado esta conversión, permitiendo a Zapatero descubrir al fin «la casa que brilla sobre la colina», porque no en vano dice el Evangelio que «en el Cielo habrá más gozo por un pecador que se arrepiente que por 99 justos que no necesitan arrepentimiento».

Pero, casi sin tiempo para celebrarlo, ha resultado que este presidente que tanto se esmeraba en marcar distancias con el felipismo y en recalcar que él no cometería los errores del pasado, también ha vuelto a clonar la conducta de su antecesor en un aspecto mucho menos edificante que el cambio de opinión sobre los Estados Unidos.

No deja de tener su gracia que la voz que se ha levantado con más contundencia dentro del PSOE contra la operación Lukoil sea la de Felipe González. ¿Tantas ganas le tiene a Zapatero como para no reparar en que este tinglado de los rusos y Repsol que está denunciando ahora no es sino un mimético calco del que él mismo urdió en torno a los kuwaitíes de KIO para hacerse con el control del Banco Central; que el papel desempeñado por Del Rivero es, mutatis mutandis, el que representaron los Albertos; y que incluso la invocación de un presunto interés del Rey se maneja ahora como excusa y parapeto en círculos gubernamentales de idéntica manera a como se manejó entonces?

No creo que estemos ante la admisión de un escarmiento en cabeza ajena, ni menos aún ante una autocrítica retrospectiva, fruto de las notables mudanzas que al parecer están produciéndose en la vida del ex presidente. En vez de ponerle la proa a Zapatero, debería por lo tanto sentirse orgulloso de él e incluso alardear de la intensidad de la carga genética transmitida. He aquí a mi heredero: quería ser diferente, quería desoír la llamada de la sangre, pero la cabra siempre tira al monte. Ya es, por consiguiente, un felipista malgré lui... y lo digo sin acritud.

Es la fuerza del destino, el fatalismo de lo que estaba escrito, el determinismo del ADN ideológico. De la misma manera que el jovencito Frankenstein se había jurado una y mil veces que nunca intentaría insuflar una nueva vida en las células muertas de un cadáver al modo de su abuelo, Zapatero había expresado en otras tantas ocasiones su compromiso de no reproducir la corrupta España del pelotazo que tanto impulsó González. Sin embargo ahí tenemos al galgo haciendo honor a su casta en el herrumbroso laboratorio de Transilvania, ahí tenemos a la astilla demostrando que procede del mismo palo del cesto de leña que alguien debió trasladar desde la bodeguiya a la Oficina Económica de la Moncloa.

La revelación de Casimiro García-Abadillo de que Javier de Paz visitó hace dos años a Brufau para interceder por Del Rivero en nombre de Zapatero es una calcomanía de su propio relato de hace década y media describiendo las gestiones que Enrique Sarasola realizó ante Javier de la Rosa y sus kuwaitíes en pro de los Albertos y con la implicación personal de González.

El paralelismo -qué bien le caía, por cierto, Sarasola a Carmen Romero- nos devuelve a la película de Mel Brooks y en concreto a la escena en la que el jovencito Frankenstein es recibido por el jorobado Igor, magistralmente interpretado por Marty Feldman con sus inolvidables ojos saltones. Ninguno de los dos mensajes que éste le dirige tiene desperdicio: «Mi abuelo solía trabajar para su abuelo... pero ahora las tarifas han subido».

Javier de Paz es menos simpático, menos zascandil que Sarasola, pero empresarialmente pica más alto y -todo hay que decirlo- está ganándose el respeto de sus compañeros de la cúpula de Telefónica por la seriedad y el empeño con que afronta su trabajo. El problema proviene, claro está, de la fuente de su nombramiento, aunque vivimos en un mundo en el que muy pocos observan la doctrina de la fruta del árbol prohibido y lo meramente habitual es asimilado pronto por la mayoría como perfectamente normal. «¿Joroba?, ¿qué joroba?», exclama Igor cuando el recién llegado le dice que tal vez pueda quitarle, ejem, ese bulto que lleva sobre la espalda.

El propio Frankenstein se olvida enseguida de la peculiaridad de Igor, pues la atracción fatal de ir descubriendo las nuevas fronteras de su poder ahoga cualquier otra consideración. Es la fuerza interior que embriaga a todo aprendiz de taumaturgo. De la misma manera que González convirtió a dos vivalavirgen con gabardina en magnates de la banca, ahí tenemos a Zapatero levantando las palancas, ajustando los fusibles, activando el último dispositivo de su máquina sobrenatural para transformar a un ladrillero venido de Murcia no sólo en la pértiga para asaltar el BBVA, sino nada menos que en el Creso de la industria petrolera.

Ya desde el primer momento la conducta atrabiliaria de la criatura debió inquietar al jovencito Frankenstein lo suficiente como para preguntarle severamente a su nuevo Igor que de dónde había sacado ese cerebro. Pese a que durante un tiempo pareció que todo estaba bajo control, ahora el supuesto ejecutor obediente de las consignas de su supremo hacedor se ha zafado de sus ligaduras y vaga por las calles dando tumbos con su amor propio herido por las befas de los lugareños. «Soy malo porque soy desdichado», dice en la novela. El Monstruo ha vuelto.

González tardó más o menos el mismo tiempo en descubrir que los Albertos se habían pasado de listos estafando a sus socios en el pelotazo de las Torres KIO que el que ha tardado Zapatero en descubrir que Del Rivero se ha pasado de frenada contrayendo en sus delirios de grandeza una deuda mucho mayor que la que nunca será capaz de digerir. Y hoy como ayer la desagradecida criatura se planta en jarras ante su creador: tú que me has metido en este embrollo, sácame ahora de él.

Tanto la lógica como el derecho nos indican que hasta el padre más dedicado y responsable debe de poder desentenderse de lo que en su edad adulta haga un hijo tarambana: allá se las componga, si tiene que quebrar, que quiebre. Pero, claro, en este caso entran en juego no sólo la dimensión del estropicio que podría causar el hundimiento de Sacyr y el prurito de no quedar en evidencia ante la opinión pública, sino también el riesgo de que, en su desesperación, el Monstruo se vuelva contra quien lo engendró y comience a dar mandobles contra la Moncloa o al menos contra el edificio anexo en el que tiene su sede la Oficina Económica de la Presidencia.

Por eso, si en la coyuntura de la primera posguerra del Golfo convenía españolizar a los kuwaitíes, ahora no queda más remedio que rusificar al murciano. He aquí de forma bien patente la prueba de cómo, de acuerdo con la mentada ley marxista, el drama se reproduce en forma de farsa.

¿Qué he hecho yo para merecer a éste?, debe de estar preguntándose el presidente al constatar que todos los caminos que pasan por Del Rivero no le llevan sino hacia desastres diversos. Porque, claro, la Caixa, el Santander y las demás entidades bancarias que, siguiendo el criterio gubernamental y con el ICO como referencia, le prestaron sin garantía alguna la suficiente montaña de millones como para transformar en príncipe a cualquier anónimo mendigo, no sienten otros colores que los de su balance y cuenta de resultados y han anunciado ya que, dentro de los males, prefieren a unos rusos de solvencia media tirando a baja que a un español integralmente insolvente en todos los sentidos de la palabra. Pero los rusos son el Kremlin, Chávez, la polémica con Felipe, la bronca por la comisión de investigación que pide Rajoy, la instrumentalización del Rey, el riesgo de que EL MUNDO siga descubriendo cosas... en fin, el lío padre.

Zapatero no necesita salir del recinto de mi metáfora para darse cuenta de que el origen de este nuevo problema que le acecha con pico de buitre no está en las estrellas sino en la mismidad de su talante. Resulta que el que parecía destinado a ser el espectáculo de mayor éxito de la historia de Broadway, la versión musical de El jovencito Frankenstein producida por el propio Mel Brooks y su socio en la triunfal aventura de The Producers, acaba de anunciar que echará el cierre el 4 de enero con un resultado muy por debajo de esas expectativas. ¿Qué ha podido fallar? El diagnóstico de los especialistas parece la autopsia de nuestro sector de la construcción: las entradas eran demasiado caras; el endeudamiento, demasiado alto; la confianza en que el público seguiría viniendo siempre, demasiado optimista.

Así es como le ha sorprendido a Zapatero la crisis: manejando entrometidamente desde su poltrona los resortes abusivos del poder y redescubriendo las viejas recetas intervencionistas de la socialdemocracia. Hablamos del síndrome de la Moncloa para denominar lo que no es sino la eterna reedición de la tentación de Prometeo. «Quien no haya experimentado la seducción de la ciencia -son las palabras clave que Mary Shelley pone en boca del doctor Frankenstein- jamás comprenderá su tiranía». Pongamos «poder político» donde pone «ciencia» y entenderemos lo que le pasa a Zapatero. Los griegos le llamaban a su enfermedad hubris, o sea arrogancia, y la consideraban el peor castigo de los dioses.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.