El judaísmo como espejo del cristianismo

Por término habitual, dentro de países de mayoría cristiana (y quizá más en ciertos países de mayoría católica) existen dos visiones sobre el judaísmo. O sobre los judíos, si cabe hacer el distingo.

Por una parte, quienes mantienen la categoría del judaísmo como religión impía y del judío como taimado banquero corrupto dedicado a la especulación. Detrás de todos los males del mundo se halla un aguileño hebreo que cuenta monedas en un lúgubre despacho, sonriéndose en su maldad, ataviado con su kipá negra y mesándose sus tirabuzones. Cada conspiración viene pergeñada por un turbio personaje con delatores apellidos como Goldman o Cohen. El sionismo es la máquina oculta de destrucción de naciones, una red fantasmal que contamina a los pueblos, los esclaviza y los arruina.

Por otra parte, y en consonancia con ciertos documentos del Concilio Vaticano II (verbigracia, Nostra aetate), hay un buen número de católicos (sobre todo, de clérigos, en especial purpurados) que entiende que el judaísmo es el antecedente del cristianismo y que los judíos son hermanos mayores de los cristianos. Quienes vivieron dentro de ambas religiones, como el cardenal Lustiger o Edith Stein, exponen la complejidad que une o separa no sólo estos dos credos, sino la variopinta definición que merece el término judío.

Para aproximarnos a la escurridiza cuestión sobre qué significa ser judío (aunque de manera un poco caricaturesca o simplona), podemos recurrir a un chiste judío. A una boda judía ortodoxa acude embarazada la madre de la novia: se casan muy jóvenes y tienen hijos todo el tiempo que pueden. A una boda judía conservadora acude embarazada la novia; en una versión menos puesta al día, podría decirse que la esposa del rabino. Y a una boda judía reformada (progresista) acude embarazada la rabina.

Mediante este esbozo podemos columbrar que el judaísmo es, en realidad, algo sociológica y culturalmente parecido al cristianismo. O sea, hay judíos conservadores y reformados, de igual modo que hay cristianos ortodoxos, católicos y protestantes, junto con un buen número de grupos que merecen su propia ubicación, aunque sea dentro de alguna de las grandes ramas (coptos, melquitas, armenios…).

Al mismo tiempo, hay judíos y hay cristianos que practican la religión y creen con devoto fervor, y otros que la viven con menor intensidad, o con ninguna. De hecho, ¿no se podría llamar cristiano ortodoxo a Stalin, de igual modo que se llama judío a Marx? Como dice el historiador Luis Suárez, el judaísmo es una religión que se ha convertido en cultura, y no constituye, desde luego, ninguna particularidad étnica.

Esta tercera forma de asomarnos al judaísmo y a los judíos puede resultar más esclarecedora. Observar el judaísmo como una realidad religiosa, social y cultural que atraviesa la historia. Repetimos: al igual que el cristianismo.

Aún más: el judaísmo puede servir al cristianismo como una especie de reflejo previo o posterior, de espejo quizá deformado. ¿Y si lo que le sucede al cristianismo le ha sucedido antes al judaísmo? Desde los sionistas hasta los jaredís, desde los askenazíes hasta los sefardíes, la Sinagoga (llena o vacía) recorre y ha recorrido vías similares a las cristianas. Y, en no pocos casos, antes.

Aún más; la influencia cultural judía en Occidente ha sido mucho más cotidiana y abundante, cuando la Ilustración decretó que el espacio público debía ser laico, de modo que la integración del judío no requería ya su bautismo. Sólo el cine nos proporciona ejemplos a raudales: desde Billy Wilder o Fritz Lang (en realidad, medio judío, medio católico, y europeo por los cuatro costados) hasta Steven Spielberg, Otto Preminger o Barbra Streisand. No en vano, quizá sea Stefan Zweig quien mejor nos reivindica la Austria-Hungría y la Europa previas a 1914. Sí, la Austria-Hungría regida por un emperador católico.

Para concretar la cuestión, aunque podríamos retrotraernos a Spinoza o Freud, será más prudente fijarnos en las opiniones sobre temas morales en España y en Israel. Porque estas opiniones nos darán pistas de hasta qué punto una sociedad mayoritariamente católica (aunque sea por inercia histórica y cultural) y otra mayoritariamente judía (pero bien diversa) se han secularizado, o se hallan en este proceso. Pues en cuestiones como homosexualidad o aborto, por ejemplo, tanto la Iglesia como la Sinagoga predican lo contrario que el Siglo.

Según las encuestas publicadas por el Pew Research Center durante los últimos ocho años, en España el 64% de la población está a favor del uso de anticonceptivos, mientras que sólo el 2% se muestra contrario (año 2013). En Israel los datos difieren algo: 44% a favor, 17% en contra.

Sin embargo, el divorcio divide a la sociedad israelí (33% a favor y 23% en contra), mientras que apenas uno de cada 25 españoles lo considera inmoral, y casi seis de cada diez lo ven con buenos ojos.

Porcentajes comparables se observan en las respuestas que genera la pregunta sobre el sexo fuera del matrimonio. Por su parte, un tercio de los españoles se declara a favor del aborto y uno de cada cuatro lo condena. En Israel, estos datos se dan a la inversa, mientras que en la católica Polonia la mitad de la población lo considera un crimen.

En 2013, más de la mitad de los españoles expresaba su aprobación de la homosexualidad, y sólo uno de cada seis mostraba rechazo. Lo cual suponía una clara diferencia con respecto a Polonia e Israel, donde casi la mitad de las personas entendían que la homosexualidad constituye una conducta inmoral, mientras que uno de cada cuatro le daba su visto bueno.

En 2020, el 89% de los españoles opinaba que la homosexualidad merece aceptación social, y en las sociedades polaca e israelí este porcentaje había igualado al de quienes siguen rechazando el sexo entre dos varones o entre dos mujeres.

Se trata de una cuestión que ha variado de manera notable a lo largo de este siglo en todo el mundo, sobre todo en países mayoría histórica cristiana. Por ejemplo, en Reino Unido, Canadá o Argentina, los valores de tolerancia han pasado del 66-74% al 76-86%, si bien en Estados Unidos el cambio ha sido más paulatino (del 51% al 72%).

Por su parte, en Corea de Sur, la mitad de la población no sigue esta deriva occidental. En Kenia, sólo el 14% está de acuerdo.

A nivel mundial, la homosexualidad en 2013 era calificada de inaceptable por el 59% de la población. En este sentido, contrastaba el rechazo frontal en los países africanos o musulmanes (en torno al 95% en Ghana, Egipto, Jordania, Indonesia o Uganda) con la opinión europea, que en su mayoría la considera aceptable o indiferente.

De acuerdo con el Pew Research Center, grosso modo, y de manera más acusada en países occidentales, aquellas personas que asumen la religión como un aspecto poco relevante en sus vidas son las más proclives a aceptar la homosexualidad. A sensu contrario, quienes viven con mayor intensidad su fe tienden a declararse más enconadamente contra esta apetencia sexual.

En Israel, la diferencia es muy notable entre mahometanos (el 53% rechaza la homosexualidad) y judíos (el porcentaje desciende al 17%). No en vano, en 1998, Dana Internacional, representando al Estado de Israel, se convirtió en la primera persona transexual que ganaba el Festival de Eurovisión. Algo inasumible para los grupos más fervorosos dentro del judaísmo en aquel país.

Israel sigue la ruta de secularización que ya han recorrido muchas naciones europeas. De hecho, las motivaciones religiosas ya estaban muy desdibujadas cuando se declaró su independencia en 1948. Y cada década que transcurre, el proceso parece continuar la misma estela que la de los cristianos de Occidente.

Por ejemplo, en 1971, el 99,4% de los españoles estaban bautizados dentro la Iglesia católica (Anuario Pontificio), y en 1973, casi el 70% de la población adulta acudía a la misa dominical (Fundación FOESSA).

Sin embargo, en 2007, algo menos de uno de cada cinco españoles se declaraba ateo o no creyente (Centro de Investigaciones Sociológicas). Dentro de los católicos, sólo uno de cada cinco asistía a misa todos los domingos (el 15% del total de la población).

Aquel año, uno de cada cuatro españoles acudía a la iglesia al menos una vez al mes, dato que, según la Conferencia Episcopal, ha descendido en 2021: ahora es una de cada cinco personas.

Con respecto a los matrimonios, en 2006 hubo 116.000 bodas católicas, mientras que el dato actual ha descendido a 36.650 (según números de la Conferencia Episcopal; según el INE, fueron 33.869 en 2019).

Por su parte, el clero no para de menguar. En 1971 había en España 24.589 sacerdotes, en 2005 eran 19.329 (de los cuales el 46% estaban jubilados), y en 2021 son 16.960. Sin embargo, hay una cifra en que la Iglesia se mantiene fuerte, lo cual debe llevar a una reflexión: en 2005 había casi 1.400.000 alumnos en los colegios católicos españoles, además de 120.000 en educación universitaria. En 2021, la cifra no varía o incluso mejora.

Llegados a este punto o a este meandro de la historia, cabe plantearse si la paralela secularización cristiana y judía se aproxima a su culmen. Y si después, como asegura un nutrido grupo de intelectuales europeos, lo que se abre paso es un Occidente declaradamente postcristiano.

Dicho con un ejemplo práctico. Ahora que algunos creen que se debe reivindicar la familia, ¿qué modelo de familia se va a preferir? ¿Una que se parezca a la de Modern Family, o una que se parezca a la de un hogar jasídico?

El católico que quiera contemplarse en el espejo judío se decantará más por la segunda opción: un hogar donde se respire presencia de Dios, donde la comida siga las tradiciones ancestrales, donde se bendiga la mesa, donde el silencio y el respeto ocupen más espacio que el ruido de la música de las batucadas que emite el Siglo. Un hogar donde todos sean conscientes de sus obligaciones, donde el marido trate a su esposa como sacramento venido del Creador, como educadora de sus hijos (sanos, fuertes, devotos) en la fe y en virtudes.

Como dice Enrique García-Máiquez, un hogar como el reflejado en la serie de Shtisel supone una profunda interpelación para quien rece el Credo en misa. Sobre todo, si el mundo postcristiano, según la caricatura descrita por Esperanza Ruiz Adsuar (en paráfrasis de Ignazio Raggio y su comentario de una portada de The New Yorker), lo que propone es “whiskas, satisfyer y lexatín”.

Aunque cabe una alternativa: la que nos brinda Al·lah, el Clemente, el Misericordioso.

José María Sánchez Galera es escritor, traductor y profesor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *